viernes, 15 de agosto de 2025

 Esa “espiritualidad” contemporánea —la que inunda redes sociales, cursos de mindfulness, frases de Instagram y “retiros” carísimos en la playa— es, en muchos casos, una espiritualidad anestésica. No incomoda, no exige, no transforma estructuras, solo adormece conciencias y acomoda el ego.


Es una espiritualidad sin cuerpo, sin historia, sin pueblo. No se encarna en lo colectivo, no toca lo político, no interpela el sistema. Más que un camino de búsqueda profunda, se vuelve un accesorio personal, algo que uno “consume” como quien compra una dieta detox o un cristal energético en Amazon.

Lo espiritual —si es auténtico— debería confrontar:

nuestras formas de vida,

nuestras relaciones de poder,

nuestro lugar en el mundo.

Una espiritualidad verdadera implica comunidad, ética, entrega, incluso riesgo. No es solo "sentirme bien conmigo mismo" mientras ignoro la desigualdad que me rodea. Es también preguntarme cómo vivo, qué sostengo, a quién afecto, cómo participo o me retiro del dolor de los demás.

Una espiritualidad que no cuestiona el mundo, es parte de su mecanismo de evasión.

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