Esa “espiritualidad” contemporánea —la que inunda redes sociales, cursos de mindfulness, frases de Instagram y “retiros” carísimos en la playa— es, en muchos casos, una espiritualidad anestésica. No incomoda, no exige, no transforma estructuras, solo adormece conciencias y acomoda el ego.
Es
una espiritualidad sin cuerpo, sin historia, sin pueblo. No se encarna
en lo colectivo, no toca lo político, no interpela el sistema. Más que
un camino de búsqueda profunda, se vuelve un accesorio personal, algo
que uno “consume” como quien compra una dieta detox o un cristal
energético en Amazon.
Lo espiritual —si es auténtico— debería confrontar:
nuestras formas de vida,
nuestras relaciones de poder,
nuestro lugar en el mundo.
Una
espiritualidad verdadera implica comunidad, ética, entrega, incluso
riesgo. No es solo "sentirme bien conmigo mismo" mientras ignoro la
desigualdad que me rodea. Es también preguntarme cómo vivo, qué
sostengo, a quién afecto, cómo participo o me retiro del dolor de los
demás.
Una espiritualidad que no cuestiona el mundo, es parte de su mecanismo de evasión.
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