El modo de vida imperial y la sociedad de la externalización: una crítica a la normalidad global
En
el debate sobre la desigualdad global, pocas ideas resultan tan
incómodas —y necesarias— como la planteada por los sociólogos alemanes
Ulrich Brand y Markus Wissen: la del modo de vida imperial. Este
concepto no sólo denuncia el estilo de vida que predomina en los países
del Norte Global, sino que desenmascara su supuesta neutralidad,
presentándolo como lo que realmente es: un privilegio estructurado sobre
la explotación de otros territorios, otras personas y otros
ecosistemas.
El modo de
vida imperial no se limita a un consumo excesivo de recursos naturales o
a una alta huella ecológica. Es un patrón estructural que permite a las
sociedades del Norte mantener sus niveles de vida gracias al acceso
desproporcionado a materiales, energía y trabajo del Sur Global. En
otras palabras, la abundancia de unos está sostenida por la escasez de
otros. El confort europeo, japonés o estadounidense depende del litio
boliviano, del café centroamericano, del textil bangladesí y del
petróleo nigeriano. No es una elección individual ni una anomalía del
sistema: es la forma en que el sistema fue diseñado para funcionar.
En
este marco, el sociólogo Stefan Lessenich añade una capa de análisis al
hablar de la sociedad de la externalización. Vivimos en un modelo que
traslada sus costos sociales, ecológicos y laborales fuera de sus
fronteras. La contaminación, la pobreza y el sufrimiento no desaparecen,
simplemente se desplazan: lejos de la vista, lejos del debate. Las
ciudades limpias del Norte esconden sus basureros en el Sur. La
producción barata se realiza en condiciones invisibilizadas para el
consumidor final. Así, la sociedad externalizadora puede mantener su
sensación de orden y bienestar a costa del desorden ajeno.
Esta
estructura global no es un accidente. La relación centro-periferia,
descrita desde las teorías del sistema-mundo, muestra cómo el
capitalismo ha funcionado históricamente como una máquina de extracción:
extrae materias primas, trabajo, energía y vida de los márgenes para
sostener la comodidad de los centros. Y esa comodidad, que muchas veces
se vende como sinónimo de progreso, es profundamente dependiente,
ecológicamente insostenible y moralmente indefendible.
El
discurso hegemónico de la sostenibilidad, que pide “hacer cambios
individuales”, pierde fuerza frente a este diagnóstico. Ninguna cantidad
de bolsas reutilizables ni de bicicletas puede compensar el hecho de
que el modelo mismo está construido para devorar recursos ajenos. La
solución, si es que puede haber una, no vendrá de ajustes cosméticos,
sino de una transformación profunda: del cuestionamiento de la lógica
imperial del consumo y del fin de la externalización como mecanismo
estructural.
En suma, la
desigualdad entre el Norte y el Sur no es una disfunción del sistema. Es
su condición de posibilidad. El modo de vida imperial es, en esencia,
una forma de vida colonial prolongada en tiempos modernos. Y hasta que
no seamos capaces de nombrarlo, criticarlo y desmantelarlo, la justicia
global seguirá siendo una promesa tan lejana como las tierras desde las
que nos llegan los frutos de un privilegio que nunca fue inocente.
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