sábado, 9 de agosto de 2025

 Mi amigo Ricardo murió como un auténtico taoísta. Ingresó en una unidad de cuidados paliativos, rodeado de sus libros y discos favoritos, su familia y sus amigos. Su muerte fue una especie de celebración de su vida. Cuando lo visité, me preguntó si podía sacarlo para «respirar un poco de aire fresco», que era como se refería a fumar. Lo ayudé a levantarse de la cama y a sentarse en la silla de ruedas (estaba demasiado débil para caminar), y una de las enfermeras me guiñó el ojo y le metió una caja de cerillas en el bolsillo. Salimos del pabellón y Ricardo nos dirigió a un rincón tranquilo del recinto hospitalario con un gran rótulo de NO FUMAR pintado en el suelo, donde pacientes y personal sanitario por igual se reunían a fumar a escondidas. Ahora que su tabaquismo le estaba matando literalmente, Ricardo por fin podía fumar sin miedo ni culpa. Finalmente podía disfrutar fumando, y lo hacía. (¡NO estoy recomendando que hagas lo mismo!) Ricardo vivió la vida con plenitud y murió sin arrepentimientos. Puso fin a mi visita cuando otro amigo llegó para llevárselo al cine. Se despidió de mí (por última vez) con absoluto desenfado mientras le ayudaba a subir al coche. Las últimas palabras que me dijo, mientras el coche arrancaba, fueron un sabio consejo acerca de las mujeres. Cuando se hubo ido, tomé un café con su esposa, Victoria, que exhibía tanta entereza como Ricardo. Las últimas semanas de su matrimonio y de la vida de su marido fueron asombrosamente felices. ¿Por qué? Porque ambos habían aprendido esta lección taoísta: la felicidad mana cuando uno se harta de su enfermedad. ¿De qué enfermedad se había hartado Ricardo? En este caso, su cáncer no tenía cura. Estar harto de morirse de cáncer no le serviría para curarse. Pero había otra enfermedad de la que sí podía curarse, a saber, la idea de que morir tiene que ser un proceso cargado de aflicción e infelicidad. Al hartarse de la enfermedad de morir desdichado, Ricardo consiguió morir feliz, gracias al poder del Tao.

Lou Marinoff

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