jueves, 14 de agosto de 2025

 En los bosques y ciudades, los cuervos guardan un secreto que parece sacado de un antiguo manual de alquimia: cuando sienten que algo no anda bien en su cuerpo, se posan sobre un hormiguero, abren sus alas y esperan a que decenas de hormigas suban por sus plumas. Lejos de ser un martirio, este ritual —conocido como anting— es una forma de medicina natural. Las hormigas liberan ácido fórmico, una sustancia con propiedades antimicrobianas y antiparasitarias. Para el ave, es un baño terapéutico que alivia, limpia y protege.


La escena es reveladora: la naturaleza como farmacia viva, ofreciendo remedios a quien sabe buscarlos. Y no son solo los cuervos. Los chimpancés, por ejemplo, mastican lentamente hojas de la planta Vernonia amygdalina, tan amargas que ningún otro animal las soporta. Sin embargo, este amargor esconde un efecto medicinal: combate los parásitos intestinales que tanto aquejan a los primates en estado salvaje.

Los elefantes africanos también tienen sus secretos. Las hembras embarazadas han sido vistas buscando y devorando cortezas específicas de ciertos árboles, capaces de inducir contracciones y acelerar el parto. Una especie de partera vegetal, encontrada sin necesidad de bisturí ni medicina sintética.

Los osos pardos preparan ungüentos dignos de un herbolario: arrancan raíces de plantas ricas en compuestos antimicrobianos, las mastican hasta formar una pasta y luego se la untan sobre la piel para curar heridas o aliviar irritaciones.

Hasta los insectos participan en esta tradición milenaria. Las mariposas se posan sobre charcos de barro para absorber minerales esenciales que no encuentran en las flores. Y las abejas, como farmacéuticas aladas, recubren sus colmenas con propóleo, una resina con potentes propiedades antibacterianas que mantiene a raya enfermedades que podrían devastar a toda la colonia.

Este campo de estudio tiene nombre: zoofarmacognosia. Gracias a la observación de estos comportamientos, los humanos hemos descubierto sustancias con usos médicos reales. El mismo ácido fórmico de las hormigas ha sido utilizado en dermatología para tratar verrugas y callos; la corteza de ciertos árboles que mastican los primates ha inspirado compuestos antiparasitarios; y hasta la resina de las abejas es aprovechada en suplementos por sus efectos inmunológicos.

Pero aquí aparece un contraste doloroso: mientras los animales conservan estas habilidades instintivas, los seres humanos las hemos ido perdiendo. Durante miles de años, nuestros antepasados también recurrían a plantas, raíces, barros y cortezas para sanar. Ese conocimiento nacía de la observación, de la experiencia y de la necesidad. Hoy, aunque la ciencia moderna nos ofrece remedios poderosos y eficaces, también nos hemos alejado de ese diálogo íntimo con la tierra. Muchos ya no reconocemos las plantas que nos rodean ni sabemos escuchar lo que el cuerpo pide.

Es una lástima, porque la pérdida no es solo práctica: también es simbólica. Significa olvidar que la vida siempre nos habló en un lenguaje silencioso de curación y equilibrio. Quizá la enseñanza del anting de los cuervos, de los chimpancés que mastican hojas amargas o de los elefantes que buscan cortezas, sea precisamente esta: recordarnos que la naturaleza nunca dejó de ser nuestra primera farmacia. Y que volver a aprender su idioma podría reconciliarnos con el mundo del que venimos.

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