jueves, 21 de agosto de 2025

 Vivimos aquí y ahora; todo lo que fue antes y en otros lugares es pasado, olvidado en gran medida; sólo tenemos acceso a lo que resta en fragmentos desordenados de recuerdos que se encienden y se apagan fortuitos, inconexos. Así es como estamos acostumbrados a pensar sobre nosotros mismos. Y también es ésa la natural manera de pensar cuando dirigimos nuestra mirada a los demás: en verdad están aquí y ahora ante nosotros, en ningún otro lugar, en ningún otro momento. ¿Y cómo podríamos pensar su relación con el pasado sino en la forma de episodios internos del recuerdo, cuya exclusiva realidad radica en el presente de su acontecer? Desde el punto de vista de la propia intimidad, sin embargo, la cosa es totalmente distinta. Allí no estamos reducidos a nuestro presente, sino que nos extendemos ampliamente hacia el pasado. Esto se debe a nuestros sentimientos, en particular los sentimientos profundos, ésos que definen quiénes somos y cómo es ser quienes somos. Porque nuestros sentimientos no saben del tiempo, no saben de él ni lo reconocen. Naturalmente, sería falso que yo afirmara: “Todavía soy aquel joven sentado en los escalones a la entrada de la escuela, el joven con la gorra en la mano cuya mirada se perdía más allá del patio escolar, esperando ver a Maria João”. Por supuesto que es falso; han pasado más de treinta años desde entonces. Y sin embargo también es verdad. El latir del corazón ante las tareas difíciles es el latir del corazón cuando el señor Lanções, el profesor de matemáticas, entra en la clase; en la angustia ante toda autoridad están las sentencias terminantes que, encorvado, pronuncia mi padre; si la mirada luminosa de una mujer se cruza con la mía, se me corta la respiración como cuando mi mirada parecía cruzarse con la de Maria João, de ventana a ventana. Todavía estoy allí, en aquel lugar alejado en el tiempo; nunca me he marchado, vivo extendiéndome hacia adentro en el pasado o hacia afuera desde él Ese pasado es presente y no sólo con la forma de episodios breves y luminosos del recuerdo. Los miles de cambios que el tiempo ha producido son —comparados con ese presente intemporal del sentir— fugaces e irreales como un sueño y tan engañosos como las quimeras: me reflejan; soy alguien a quien la gente acude con sus dolores y sus preocupaciones; alguien que posee, como médico, una maravillosa temeridad y seguridad en sí mismo. Y la confianza temerosa que veo en las miradas de quienes buscan mi ayuda me obliga a creerlo también, mientras están allí. Pero apenas se han marchado quisiera gritarles: “Todavía soy aquel joven miedoso de los escalones de la escuela”; carece totalmente de importancia, en verdad, es una mentira que me siente detrás de mi escritorio tan impresionante con mi guardapolvo blanco y desde allí aconseje. No se dejen engañar por eso que, con ridícula superficialidad, llamamos el presente.

Pascal Mercier

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