El ego: espejo, disfraz y prisiónUna exploración desde el infierno cotidiano
Hay
un personaje en El abogado del diablo que no necesita presentación, ni
pentagramas, ni cuernos: el ego. No es una figura que se nombre, pero
está en todas partes. Habla con la voz de Milton, se viste con los
trajes de Kevin, se desliza en los halagos del mundo. Es el protagonista
oculto, el titiritero silencioso. Y si uno no lo ve, es precisamente
porque el ego odia ser observado.
¿Pero qué es el ego, realmente?
El
ego es una construcción mental. Una imagen que armamos de nosotros
mismos: lo que creemos que somos, lo que queremos que otros vean, lo que
tememos no ser. Es una ficción, sí, pero una ficción tan bien escrita
que terminamos confundiéndola con nuestra verdadera identidad.
Y
el problema no es tener ego. Todos lo tenemos. El problema es vivir
para él. Alimentarlo, defenderlo, construir castillos alrededor de su
miedo. Porque el ego, aunque se muestre arrogante, es profundamente
inseguro. Necesita validación constante, aplausos, reconocimiento. No se
basta a sí mismo: necesita el reflejo de los demás para existir.
Kevin
lo encarna perfectamente. Su identidad depende de ser el mejor. No
puede perder un solo caso, porque perder sería “ser menos”. El ego le
exige perfección, éxito, poder… y cuando lo obtiene, no se calma. Pide
más. El ego nunca se sacia. Siempre quiere otro escalón más alto.
Este patrón no es exclusivo del cine. Es nuestro pan de cada día:
– El influencer que mide su valor en likes.
– El abogado que solo se siente alguien cuando gana juicios.
– El artista que ya no crea por pasión, sino por validación.
– El hombre común que calla su vulnerabilidad por miedo a parecer débil.
Vivimos en una cultura que confunde el ego con el ser, y eso nos deja vacíos.
¿Y
qué hace el ego con nuestras relaciones? Las convierte en escenarios.
Uno ya no escucha para comprender, sino para responder. Ya no ama para
compartir, sino para poseer. El otro se vuelve un espejo o una amenaza. Y
si no alimenta nuestro ego, lo descartamos.
El
ego también es hábil: se disfraza de ética, de espiritualidad, de
compromiso. Puede ir a misa, puede donar dinero, puede decir cosas
nobles… mientras en el fondo solo busca ser admirado. Puede incluso
fingir humildad, porque nada seduce más que el reconocimiento de lo
“humilde” que uno es.
Por
eso el ego es prisión. Porque vivir para la imagen es vivir con miedo.
Miedo a perder estatus, a equivocarse, a ser criticado. El ego no tolera
la verdad, porque la verdad es simple, y él necesita complejidad para
sentirse importante.
La
paradoja es que cuanto más inflamos el ego, más nos alejamos de lo que
somos. La libertad real comienza cuando uno ya no necesita probar nada,
ni ganar siempre, ni impresionar a nadie. Cuando puedes decir: “esto
soy, con mis luces y mis sombras, y está bien”.
Tal
vez el infierno moderno no sea un lugar de castigo, sino una forma de
vivir desconectado de uno mismo. Y si eso es cierto, entonces el ego no
es el pasaporte al infierno: es el infierno mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario