sábado, 30 de agosto de 2025

 

👁️ El ego: espejo, disfraz y prisión

Una exploración desde el infierno cotidiano

Hay un personaje en El abogado del diablo que no necesita presentación, ni pentagramas, ni cuernos: el ego. No es una figura que se nombre, pero está en todas partes. Habla con la voz de Milton, se viste con los trajes de Kevin, se desliza en los halagos del mundo. Es el protagonista oculto, el titiritero silencioso. Y si uno no lo ve, es precisamente porque el ego odia ser observado.

¿Pero qué es el ego, realmente?

El ego es una construcción mental. Una imagen que armamos de nosotros mismos: lo que creemos que somos, lo que queremos que otros vean, lo que tememos no ser. Es una ficción, sí, pero una ficción tan bien escrita que terminamos confundiéndola con nuestra verdadera identidad.

Y el problema no es tener ego. Todos lo tenemos. El problema es vivir para él. Alimentarlo, defenderlo, construir castillos alrededor de su miedo. Porque el ego, aunque se muestre arrogante, es profundamente inseguro. Necesita validación constante, aplausos, reconocimiento. No se basta a sí mismo: necesita el reflejo de los demás para existir.

Kevin lo encarna perfectamente. Su identidad depende de ser el mejor. No puede perder un solo caso, porque perder sería “ser menos”. El ego le exige perfección, éxito, poder… y cuando lo obtiene, no se calma. Pide más. El ego nunca se sacia. Siempre quiere otro escalón más alto.

Este patrón no es exclusivo del cine. Es nuestro pan de cada día:
– El influencer que mide su valor en likes.
– El abogado que solo se siente alguien cuando gana juicios.
– El artista que ya no crea por pasión, sino por validación.
– El hombre común que calla su vulnerabilidad por miedo a parecer débil.

Vivimos en una cultura que confunde el ego con el ser, y eso nos deja vacíos.

¿Y qué hace el ego con nuestras relaciones? Las convierte en escenarios. Uno ya no escucha para comprender, sino para responder. Ya no ama para compartir, sino para poseer. El otro se vuelve un espejo o una amenaza. Y si no alimenta nuestro ego, lo descartamos.

El ego también es hábil: se disfraza de ética, de espiritualidad, de compromiso. Puede ir a misa, puede donar dinero, puede decir cosas nobles… mientras en el fondo solo busca ser admirado. Puede incluso fingir humildad, porque nada seduce más que el reconocimiento de lo “humilde” que uno es.

Por eso el ego es prisión. Porque vivir para la imagen es vivir con miedo. Miedo a perder estatus, a equivocarse, a ser criticado. El ego no tolera la verdad, porque la verdad es simple, y él necesita complejidad para sentirse importante.

La paradoja es que cuanto más inflamos el ego, más nos alejamos de lo que somos. La libertad real comienza cuando uno ya no necesita probar nada, ni ganar siempre, ni impresionar a nadie. Cuando puedes decir: “esto soy, con mis luces y mis sombras, y está bien”.

Tal vez el infierno moderno no sea un lugar de castigo, sino una forma de vivir desconectado de uno mismo. Y si eso es cierto, entonces el ego no es el pasaporte al infierno: es el infierno mismo.

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