sábado, 9 de agosto de 2025

 Herbert von Karajan dijo en una ocasión que sólo vivía para la música. Sin duda no sabía hasta que punto era cierto: murió precisamente el año en que se jubiló, tras treinta al frente de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Pero lo más sorprendente es que dos psicólogos austríacos podrían haberlo predicho. Doce años antes habían estudiado la manera en que el corazón del maestro reaccionaba frente a sus diversas actividades.¹ Habían registrado las mayores variaciones cuando dirigía un fragmento especialmente cargado de emociones de la obertura Leonora 3 de Beethoven. De hecho, bastaba con que escuchase de nuevo dicho fragmento para que se observase casi la misma aceleración del ritmo cardíaco. En esta composición había fragmentos más difíciles físicamente para un director de orquesta. Y no obstante, en Karajan, no producían más que débiles aumentos del ritmo cardíaco. En cuanto al resto de sus actividades, Barajan parecía tomárselas menos a pecho. El hacer aterrizar su avión privado o un despegue casi catastrófico no tenían gran importancia para su corazón. E corazón de Barajan estaba totalmente inmerso en la música. Y cuando el maestro la dejó, su corazón no le siguió. ¿Quién no ha oído la historia de un vecino anciano que ha muerto pocos meses después que su esposa? ¿O el de una tía abuela que murió poco después de perder a su hijo? La sabiduría popular diría que se les había “partido el corazón”, Durante mucho tiempo, la ciencia médica ha tratado este tipo de incidentes con un absoluto desprecio, considerándolos simples coincidencias. Hace tan sólo veinte años que diversos equipos de cardiólogos y psiquiatras se han dedicado a estudiar estas “anécdotas”. Han descubierto que el estrés es un factor de riesgo incluso más importante que el tabaco en lo concerniente a las enfermedades del corazón.² También han descubierto que una depresión a continuación de un infarto predice la muerte del paciente en los seis meses siguientes con más precisión que ninguna medición de la función cardíaca.³ Cuando el cerebro emocional se desajusta, el corazón sufre y acaba por agotarse. Pero el descubrimiento más sorprendente es que esta relación tiene doble sentido. En cada instante, el equilibrio de nuestro corazón influye en nuestro cerebro.  Si existiera un medicamento que permitiese armonizar esta relación íntima entre corazón y cerebro, tendría efectos beneficiosos sobre el conjunto del organismo. Retrasaría el envejecimiento, reduciría el estrés y el cansancio, acabaría con la ansiedad y nos protegería de la depresión; por la noche, nos ayudaría a dormir mejor; y durante el día, a funcionar el máximo de nuestras capacidades de concentración y precisión. Y sobre todo, al equilibrar la relación entre cerebro y cuerpo, nos permitiría establecer con mayor facilidad ese estado de <>, sinónimo de bienestar. Sería un antihipertensor, un ansiolítico y un antidepresivo “todo en uno”. Si existiese, no habría médico que se resistiera a recetarlo. Al igual que el flúor para los dientes, los gobiernos acabarían incluso poniéndolo en el agua

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