sábado, 12 de julio de 2025

 La revelación final: cuando la verdad se impone sobre la mentira

Hay una intuición profunda y persistente que atraviesa culturas, religiones y filosofías: la idea de que, más allá de esta vida, todo será revelado. Es como si la existencia misma exigiera una rendición de cuentas última. En ese plano desconocido –más allá del tiempo y del cuerpo– todo lo oculto se volverá visible, cada mentira se disolverá frente a la evidencia pura, y cada acto, bueno o malo, quedará registrado con total claridad.

En la vida cotidiana, los actos humanos están envueltos en ambigüedad. Las apariencias, los discursos, las máscaras sociales y el poder permiten que muchas personas engañen, manipulen o incluso destruyan sin enfrentar consecuencias visibles. Se ocultan tras estructuras de poder, narrativas convenientes o simplemente el silencio de los testigos. Pero si existe un "más allá" –no necesariamente en el sentido religioso clásico, sino como una forma de conciencia ampliada, de perspectiva total– entonces podríamos imaginar ese momento como una sala de proyección donde cada uno se convierte en espectador de la historia completa: la propia y la de los demás.

Allí, la verdad no tendría que ser buscada ni probada: simplemente sería. Las intenciones reales, los daños causados, las traiciones, los sacrificios invisibles, los actos de bondad no reconocidos… todo aparecería con una nitidez imposible de obtener en este mundo. Ya no habría lugar para las justificaciones ni para las coartadas. La luz revelaría lo que la sombra ocultó.

Pensar así no sólo consuela; también plantea un imperativo ético. Si imaginamos que todos nuestros actos serán comprendidos con total claridad, nos obliga a preguntarnos: ¿actuaría igual si supiera que nada podrá ser escondido? ¿Si supiera que no hay manera de borrar las huellas que he dejado? Esta visión puede operar como brújula moral. No por miedo a un castigo, sino por compromiso con la transparencia del ser.

En este sentido, la justicia última no sería un juicio externo, sino la experiencia inevitable de ver con claridad: de vernos a nosotros mismos en relación con los demás, sin excusas, sin distorsiones. La impunidad no sería posible porque el mal no podría ser negado ni disfrazado. Sería visible, y su peso caería con toda su fuerza sobre la conciencia.

Así, la verdad no es sólo un ideal humano, sino una promesa ontológica. Tal vez no podamos garantizar la justicia en este mundo, pero podemos confiar en que, al final, la verdad será como el agua pura de un manantial: imposible de ensuciar, imposible de contener, inevitablemente reveladora.


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