La revelación final: cuando la verdad se impone sobre la mentira
Hay
una intuición profunda y persistente que atraviesa culturas, religiones
y filosofías: la idea de que, más allá de esta vida, todo será
revelado. Es como si la existencia misma exigiera una rendición de
cuentas última. En ese plano desconocido –más allá del tiempo y del
cuerpo– todo lo oculto se volverá visible, cada mentira se disolverá
frente a la evidencia pura, y cada acto, bueno o malo, quedará
registrado con total claridad.
En
la vida cotidiana, los actos humanos están envueltos en ambigüedad. Las
apariencias, los discursos, las máscaras sociales y el poder permiten
que muchas personas engañen, manipulen o incluso destruyan sin enfrentar
consecuencias visibles. Se ocultan tras estructuras de poder,
narrativas convenientes o simplemente el silencio de los testigos. Pero
si existe un "más allá" –no necesariamente en el sentido religioso
clásico, sino como una forma de conciencia ampliada, de perspectiva
total– entonces podríamos imaginar ese momento como una sala de
proyección donde cada uno se convierte en espectador de la historia
completa: la propia y la de los demás.
Allí,
la verdad no tendría que ser buscada ni probada: simplemente sería. Las
intenciones reales, los daños causados, las traiciones, los sacrificios
invisibles, los actos de bondad no reconocidos… todo aparecería con una
nitidez imposible de obtener en este mundo. Ya no habría lugar para las
justificaciones ni para las coartadas. La luz revelaría lo que la
sombra ocultó.
Pensar así
no sólo consuela; también plantea un imperativo ético. Si imaginamos
que todos nuestros actos serán comprendidos con total claridad, nos
obliga a preguntarnos: ¿actuaría igual si supiera que nada podrá ser
escondido? ¿Si supiera que no hay manera de borrar las huellas que he
dejado? Esta visión puede operar como brújula moral. No por miedo a un
castigo, sino por compromiso con la transparencia del ser.
En
este sentido, la justicia última no sería un juicio externo, sino la
experiencia inevitable de ver con claridad: de vernos a nosotros mismos
en relación con los demás, sin excusas, sin distorsiones. La impunidad
no sería posible porque el mal no podría ser negado ni disfrazado. Sería
visible, y su peso caería con toda su fuerza sobre la conciencia.
Así,
la verdad no es sólo un ideal humano, sino una promesa ontológica. Tal
vez no podamos garantizar la justicia en este mundo, pero podemos
confiar en que, al final, la verdad será como el agua pura de un
manantial: imposible de ensuciar, imposible de contener, inevitablemente
reveladora.
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