American History X (1998), dirigida por Tony Kaye y protagonizada por Edward Norton, es más que un retrato del extremismo racial: es una exploración cruda y devastadora de cómo se construye el odio, cómo se transmite, y qué se necesita para romper con él. En un país como Estados Unidos —y por extensión en muchas sociedades occidentales—, donde el racismo no sólo persiste sino que muta y se adapta, esta película sigue siendo dolorosamente actual.
La
historia gira en torno a Derek Vinyard, un joven brillante pero
arrastrado por el odio, que se convierte en líder de un grupo neonazi
tras el asesinato de su padre, un bombero blanco que expresaba ideas
racistas de forma cotidiana. La transformación de Derek no es
espontánea: es el resultado de una estructura familiar, social y
cultural que valida el resentimiento hacia “los otros” —los negros, los
latinos, los judíos— y ofrece al odio una máscara de racionalidad.
Lo
perturbador de American History X es que el discurso racista de Derek
es, en sus momentos más articulados, seductor. No porque sea verdadero,
sino porque apela a emociones profundas: el miedo, la pérdida, la
humillación. Como señala James Baldwin, el racismo no se sostiene por
argumentos sólidos, sino por necesidades emocionales. Derek necesita
odiar para no sentir dolor, para no verse débil. En ese sentido, el odio
es una forma de anestesia.
La
película utiliza el recurso del blanco y negro para narrar el pasado de
Derek, como si la memoria de su fanatismo necesitara una estética dura y
contrastada. El presente, en color, no es más luminoso, pero sí más
complejo: tras pasar tres años en prisión, Derek ha cambiado. La cárcel,
donde esperaba reafirmar su supremacismo, lo confronta con la
hipocresía, la violencia gratuita, y la traición de quienes decían ser
sus hermanos. Paradójicamente, es un preso negro quien lo trata con más
humanidad.
Uno de los
mayores logros de la película es mostrar que el cambio individual es
posible, pero no suficiente. Derek intenta redimirse, pero su hermano
Danny, influenciado por su pasado, sigue un camino similar. La tragedia
final —el asesinato de Danny a manos de un joven negro— deja claro que
el odio no desaparece de un día para otro. Es como una semilla que, una
vez sembrada, puede germinar en cualquiera.
La
pregunta ética que plantea la película es incómoda: ¿se puede perdonar a
alguien como Derek? ¿Es justo que alguien con un pasado violento tenga
una segunda oportunidad? La película no responde con certeza. Nos
muestra que el cambio es real, pero también frágil. Y que la sociedad
que alimentó el odio no desaparece solo porque alguien decida cambiar.
En
un mundo donde los discursos de odio resurgen con fuerza, donde las
redes sociales amplifican el resentimiento y lo disfrazan de “libertad
de expresión”, American History X sigue siendo urgente. No como una
advertencia abstracta, sino como un espejo incómodo de lo que ocurre
cuando la ira se organiza, cuando el dolor se convierte en ideología, y
cuando la educación —o su ausencia— decide el destino de una generación.
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