lunes, 21 de julio de 2025

 Humor como defensa, evasión como forma de duelo

Jesse Andrews escribió Me and Earl and the Dying Girl como una novela que desafía activamente el sentimentalismo. Es un libro que se ríe de sí mismo, que se burla de las historias de enfermedad que quieren enseñarnos lecciones de vida, y que, por eso mismo, termina revelando algo profundamente humano: el miedo a conectar, la torpeza del afecto, y la imposibilidad de procesar la muerte cuando uno todavía no ha aprendido a vivir.

I. La negación disfrazada de sarcasmo

Desde la primera página, Greg Gaines —el narrador— deja en claro que no está escribiendo una historia edificante. De hecho, nos dice que esta es una historia estúpida, sin sentido, que no tiene moralejas. Y esa declaración es reveladora. Greg usa el sarcasmo como escudo. Cada frase está filtrada por una voz que huye del dolor con humor, con referencias absurdas, con metatextos que sabotean cualquier intento de sentimentalismo.

Pero el sarcasmo no es indiferencia. Es un disfraz. La novela nos deja ver, entre líneas, que esa voz graciosa es en realidad el grito de alguien que no sabe cómo habitar sus emociones. En ese sentido, Greg es un adolescente profundamente real: no es el héroe que aprende y crece, sino el chico confundido que no sabe cómo acercarse al sufrimiento ajeno ni al propio.

II. La amistad como incómodo accidente

Cuando Greg es presionado para visitar a Rachel —una compañera diagnosticada con leucemia—, no lo hace por voluntad, sino por culpa. Y eso es importante. El libro no romantiza ese vínculo. No hay transformación mágica, ni epifanías compartidas. Hay silencios, incomodidad, torpeza. Pero en esa honestidad radica su fuerza.

Rachel no es una musa, ni una mártir, ni un personaje diseñado para inspirar al protagonista. Es una chica enferma que, como Greg, no tiene respuestas, que se ríe de los mismos chistes tontos y que no pide ser salvada. Su presencia no cambia a Greg de forma inmediata, pero lo obliga a estar. A sentarse junto a alguien que se está yendo. A callar y acompañar. Y eso, aunque él no lo entienda del todo, ya es una forma de amor.

III. El arte como broma que se vuelve verdad

Greg y Earl hacen películas caseras, parodias ridículas de cine clásico. Al principio, esto parece un simple recurso cómico. Pero a medida que la historia avanza, entendemos que esas películas son el único lugar donde Greg se permite expresarse. No puede decir lo que siente, pero puede filmar algo absurdo que, sin querer, dice más de él que cualquier conversación seria.

Cuando deciden hacer una película para Rachel, lo que empieza como un encargo se convierte en un ejercicio de exposición emocional. El resultado es un corto abstracto, desordenado, imperfecto. Pero es suyo. Y aunque él mismo lo considera un fracaso, es el primer acto auténtico que hace por alguien más. El arte, en este contexto, no redime, pero revela.

IV. La muerte sin lección

Rachel muere. No hay gran revelación. Greg no cambia de vida. No se vuelve mejor persona. No encuentra su vocación. Solo escribe este libro. Y ese acto —escribir para tratar de entender lo que pasó, aunque no haya entendimiento posible— es lo más honesto que puede hacer. En lugar de dar respuestas, Andrews nos deja con una pregunta abierta: ¿qué hacemos con el dolor cuando no sabemos cómo sentirlo?

La novela se resiste a darnos consuelo, porque eso sería traicionar la verdad emocional de sus personajes. No hay moraleja, pero hay algo más raro y valioso: una representación fiel del desconcierto, del silencio, de la vergüenza y del miedo que acompañan a la muerte en la adolescencia.


Conclusión: Contra el sentimentalismo, la autenticidad

Me and Earl and the Dying Girl no es una novela sobre cómo un chico aprende a ser mejor gracias a la enfermedad de una chica. Es una historia sobre lo difícil que es sentir, y lo fácil que es esconderse tras la risa. Greg no es un héroe. No salva a Rachel. No se salva a sí mismo. Pero estuvo ahí. Y a veces, eso es todo lo que uno puede hacer.

Jesse Andrews nos entrega un relato incómodo, torpe, profundamente honesto. En una cultura obsesionada con las narrativas de superación y cierre emocional, este libro tiene el valor de decir que la vida —y la muerte— muchas veces no tienen sentido. Y que eso también está bien.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Buscar este blog