Humor como defensa, evasión como forma de duelo
Jesse
Andrews escribió Me and Earl and the Dying Girl como una novela que
desafía activamente el sentimentalismo. Es un libro que se ríe de sí
mismo, que se burla de las historias de enfermedad que quieren
enseñarnos lecciones de vida, y que, por eso mismo, termina revelando
algo profundamente humano: el miedo a conectar, la torpeza del afecto, y
la imposibilidad de procesar la muerte cuando uno todavía no ha
aprendido a vivir.
I. La negación disfrazada de sarcasmo
Desde
la primera página, Greg Gaines —el narrador— deja en claro que no está
escribiendo una historia edificante. De hecho, nos dice que esta es una
historia estúpida, sin sentido, que no tiene moralejas. Y esa
declaración es reveladora. Greg usa el sarcasmo como escudo. Cada frase
está filtrada por una voz que huye del dolor con humor, con referencias
absurdas, con metatextos que sabotean cualquier intento de
sentimentalismo.
Pero el
sarcasmo no es indiferencia. Es un disfraz. La novela nos deja ver,
entre líneas, que esa voz graciosa es en realidad el grito de alguien
que no sabe cómo habitar sus emociones. En ese sentido, Greg es un
adolescente profundamente real: no es el héroe que aprende y crece, sino
el chico confundido que no sabe cómo acercarse al sufrimiento ajeno ni
al propio.
II. La amistad como incómodo accidente
Cuando
Greg es presionado para visitar a Rachel —una compañera diagnosticada
con leucemia—, no lo hace por voluntad, sino por culpa. Y eso es
importante. El libro no romantiza ese vínculo. No hay transformación
mágica, ni epifanías compartidas. Hay silencios, incomodidad, torpeza.
Pero en esa honestidad radica su fuerza.
Rachel
no es una musa, ni una mártir, ni un personaje diseñado para inspirar
al protagonista. Es una chica enferma que, como Greg, no tiene
respuestas, que se ríe de los mismos chistes tontos y que no pide ser
salvada. Su presencia no cambia a Greg de forma inmediata, pero lo
obliga a estar. A sentarse junto a alguien que se está yendo. A callar y
acompañar. Y eso, aunque él no lo entienda del todo, ya es una forma de
amor.
III. El arte como broma que se vuelve verdad
Greg
y Earl hacen películas caseras, parodias ridículas de cine clásico. Al
principio, esto parece un simple recurso cómico. Pero a medida que la
historia avanza, entendemos que esas películas son el único lugar donde
Greg se permite expresarse. No puede decir lo que siente, pero puede
filmar algo absurdo que, sin querer, dice más de él que cualquier
conversación seria.
Cuando
deciden hacer una película para Rachel, lo que empieza como un encargo
se convierte en un ejercicio de exposición emocional. El resultado es un
corto abstracto, desordenado, imperfecto. Pero es suyo. Y aunque él
mismo lo considera un fracaso, es el primer acto auténtico que hace por
alguien más. El arte, en este contexto, no redime, pero revela.
IV. La muerte sin lección
Rachel
muere. No hay gran revelación. Greg no cambia de vida. No se vuelve
mejor persona. No encuentra su vocación. Solo escribe este libro. Y ese
acto —escribir para tratar de entender lo que pasó, aunque no haya
entendimiento posible— es lo más honesto que puede hacer. En lugar de
dar respuestas, Andrews nos deja con una pregunta abierta: ¿qué hacemos
con el dolor cuando no sabemos cómo sentirlo?
La
novela se resiste a darnos consuelo, porque eso sería traicionar la
verdad emocional de sus personajes. No hay moraleja, pero hay algo más
raro y valioso: una representación fiel del desconcierto, del silencio,
de la vergüenza y del miedo que acompañan a la muerte en la
adolescencia.
Conclusión: Contra el sentimentalismo, la autenticidad
Me
and Earl and the Dying Girl no es una novela sobre cómo un chico
aprende a ser mejor gracias a la enfermedad de una chica. Es una
historia sobre lo difícil que es sentir, y lo fácil que es esconderse
tras la risa. Greg no es un héroe. No salva a Rachel. No se salva a sí
mismo. Pero estuvo ahí. Y a veces, eso es todo lo que uno puede hacer.
Jesse
Andrews nos entrega un relato incómodo, torpe, profundamente honesto.
En una cultura obsesionada con las narrativas de superación y cierre
emocional, este libro tiene el valor de decir que la vida —y la muerte—
muchas veces no tienen sentido. Y que eso también está bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario