La era siempre es ahora: adaptación, nostalgia y la mirada del futuro sobre nuestro presente
Con frecuencia nos asombramos al pensar en cómo las personas podían vivir en la Edad Media, rodeadas de enfermedades, supersticiones y carencias materiales. Nos cuesta imaginar una vida sin electricidad, sin derechos humanos garantizados o sin acceso inmediato a la información. Y sin embargo, ellos vivieron, amaron, crearon y soñaron. La pregunta que se impone es: ¿nos verán a nosotros de la misma manera dentro de mil años? ¿Seremos los nuevos primitivos a los ojos de las generaciones futuras? Y una duda más sutil aparece al fondo: ¿solo se puede extrañar lo que ya se ha tenido? Este ensayo es una exploración de esas preguntas, en el cruce entre filosofía, historia y afectividad.
I. El ser humano y su circunstancia
José Ortega y Gasset afirmaba: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Esta sentencia captura una verdad esencial: el ser humano no existe en abstracto, sino siempre inserto en un tiempo, una cultura, una tecnología, un lenguaje. Nos adaptamos a las condiciones que nos rodean hasta el punto de no cuestionarlas. Quien nace bajo un régimen totalitario, en medio de una guerra o en una sociedad profundamente desigual, puede llegar a aceptar todo eso como el orden natural de las cosas.
En ese sentido, nadie en la Edad Media se sentía "medieval". Nadie caminaba por las calles de Roma en el siglo XIII diciendo: "Vivimos en la oscuridad". Esa etiqueta es una construcción posterior. Ellos estaban simplemente en el mundo. Lo mismo ocurre con nosotros. Nacimos con internet, con gobiernos democráticos (al menos nominalmente), con supermercados, con smarthphones y redes sociales. Nos parece normal. Lo es, pero solo en nuestro marco temporal. En realidad, somos peces que no saben que están en el agua.
II. La mirada anacrónica: juicio desde el futuro
Es muy fácil juzgar el pasado desde el presente. Lo que no es tan común es preguntarse: ¿qué pensarán de nosotros dentro de mil años? ¿Nos verán como ignorantes? ¿Como crueles? ¿Como tecnólogicamente dependientes? ¿Como ridículos? Probablemente sí.
Pensemos en prácticas comunes hoy: la explotación laboral, el cambio climático causado por consumo desmedido, el abandono de ancianos, la desigualdad estructural, la soledad masiva disfrazada de conectividad. Todo eso podría ser visto como una forma de barbarie. Así como hoy nos espantamos ante la quema de brujas, la esclavitud o la tortura pública, el futuro podría horrorizase por nuestra forma de criar animales, de tratar a los pobres o de permitir que la inteligencia artificial fuera usada para manipular a las masas.
La idea de progreso suele presentarse como una escalera que asciende. Pero también podría ser un espiral, o una rueda que gira. Lo cierto es que cada generación cree haber llegado a la cima de la historia, sin darse cuenta de que esa cima es solo un peldaño más en la montaña.
III. ¿Se puede extrañar lo que no se ha tenido?
Esta pregunta nos lleva al terreno de la nostalgia. En su sentido tradicional, la nostalgia es la tristeza por lo perdido. Extrañamos lo que alguna vez fue parte de nuestra vida. Un rostro, una canción, una tarde. Sin embargo, hay también una forma de nostalgia que mira hacia algo que nunca estuvo: un mundo que no fue, pero que desearíamos que hubiera sido. Es la nostalgia utópica.
Este anhelo aparece en muchas filosofías y literaturas. Platón lo expresa con su teoría del mundo de las Ideas: lo perfecto ya existe, pero en otro plano. Rousseau idealiza un estado de naturaleza donde el ser humano vivía en paz y libertad. El romanticismo del siglo XIX llora por un mundo armonioso que nunca conoció. Y hoy, muchos se dicen a sí mismos: "Nací en la época equivocada".
La imaginación también tiene memoria. Podemos sentir una falta real por algo que nunca tuvimos, pero que intuimos como necesario, como parte de una humanidad que nos fue negada. En ese sentido, extrañamos también futuros posibles.
IV. El presente como umbral entre el juicio y la nostalgia
El presente es una bisagra: desde él se juzga el pasado y se proyecta el futuro. Pero también es donde vivimos, donde respiramos. Y si no logramos comprenderlo con profundidad, corremos el riesgo de quedar atrapados entre la idealización de lo que fue y la ansiedad de lo que vendrá.
Vivir conscientemente en el presente implica reconocer sus luces y sombras. Implica preguntarse cómo nos verán, pero también qué tipo de legado estamos construyendo. La conciencia histórica no es solo mirar hacia atrás, sino también actuar con la humildad de quien sabe que será juzgado.
Conclusión
Quizá la verdadera humanidad no esté en la tecnología, ni en las instituciones, ni en los logros materiales, sino en la capacidad de reflexionar sobre todo eso. Tal vez el futuro nos vea como primitivos, sí. Pero también podría reconocernos como aquellos que empezaron a hacerse las preguntas que ellos ya habrán respondido. Porque la era siempre es ahora, y el ahora siempre es el umbral de lo que podría ser mejor.
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