sábado, 19 de julio de 2025

 

“Cuando la Tierra respiraba”
(a las criaturas de mi infancia)

De niño tenía un rifle de municiones
y no sabía lo que hacía.
Apuntaba por juego
y disparaba contra la maravilla.

Recuerdo lagartijas con escamas de fuego,
colores verdes como selvas diminutas,
otros con brillos metálicos
que parecían trozos de sol partido.

Un día fuimos al pantano,
atrás de mi casa.
Y la tierra se movía.
Millones de gurúsapos
ondulaban en el agua espesa,
como si la vida estuviera naciendo
toda junta, en una sola mañana.

Encima, entre ramas y cables,
cientos de pajaritos pequeños.
Saltaban, volaban, cantaban.
Sus trinos eran el idioma del cielo.
Ahora no los veo.
Ni sus alas. Ni sus cantos.

Y por la noche…
ah, por la noche,
las luciérnagas encendían el mundo.
Noches vivas, chispeantes,
como si las estrellas bajaran a jugar entre el pasto.

Un día, mi papá —que venía del mundo de los pozos
y de la fatiga—
nos llevó a un arroyo.
Era cristalino,
y en él nadaban peces
con colores de coral y fuego.
Entre la selva industrial,
había aún vida que resistía,
y nosotros la vimos,
la vivimos,
la agradecimos sin saberlo.

En la playa…
cientos de cangrejos huían entre las rocas,
una danza rápida, torpe y perfecta.
Y los cangrejos ermitaños…
¡cómo olvidar su desfile de conchas vivientes!
Un día me llevé uno a casa.
Vivía conmigo,
salía cuando llovía.
Hasta que un aguilita herida que rescatamos
se lo comió.

Y supe, sin que nadie me lo dijera,
que la vida tiene sus leyes,
aunque duelan.

Y una vez, cruzando alambradas de la zona militar,
nos metimos a un terreno prohibido
y allí estaban:
cientos de iguanas,
dueñas de un paraíso sin nombre.
Se deslizaban entre arbustos y piedras,
como criaturas sagradas,
antiguas, sabias, intactas.

Y un día, mientras cazábamos,
las hojas se abrieron como un río seco
y pasó una víbora a toda velocidad.
No pude hacer nada.
Sólo mirarla.
¡Qué veloz era!
Como si llevara siglos huyendo de los hombres.

Y en los días de secundaria,
cuando volvíamos a casa,
atravesábamos el pantano.
Había que saltar un arroyito.
A veces alguien fallaba
y terminaba empapado, riendo, maldiciendo.

Y ahí estaba él.
El garrobo.
Enorme, casi anaranjado,
posando entre plantas que también florecían en naranja.
Como si fuera un fuego quieto,
una escultura viviente
que se dejaba mirar
pero no tocar.

De esos aún hay algunos.
Pero ya no es igual.

Hoy muchas cosas son silencio.
Pero yo las recuerdo.
Y mientras las recuerde,
aunque sea en la memoria de un hombre insomne,
el mundo que una vez cantaba
no ha muerto del todo.

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