El consejo de Séneca de no retrasar innecesariamente la muerte no se corresponde en absoluto con el espíritu de nuestra época. No queremos hablar de la muerte, no queremos ver morir a la gente y nos sumimos en fantasías sobre la inmortalidad, mediante transferencia mental tratando nuestras mentes como si fueran ordenadores.1 Todo esto lo hacemos mientras ignoramos los acuciantes problemas que sí podríamos abordar, los cuales van desde la pobreza de cientos de millones de personas hasta el inminente desastre medioambiental provocado por nuestra avaricia y nuestra obsesión por el consumo. Y, sin embargo, es precisamente por tocar toca una fibra sensible diferente por lo que el estoicismo ha vuelto a ganar popularidad. Intuitivamente, tenemos la impresión de que hay algo en la forma en que vivimos nuestras vidas que no es demasiado correcto y el diagnóstico estoico de qué es lo que va mal está claro: valoramos excesivamente lo que no debemos (las cosas externas) y, al mismo tiempo, no valoramos lo suficiente lo que deberíamos valorar (nuestro carácter y nuestra integridad).
Massimo Pigliucci
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