jueves, 4 de diciembre de 2025
El mono tecleando y la complejidad del azar
El experimento mental del “mono tecleando Shakespeare” ha capturado la imaginación de filósofos, matemáticos y curiosos durante más de un siglo. La idea es simple: un mono golpeando teclas al azar durante un tiempo infinitamente largo podría producir cualquier texto finito imaginable, desde una carta hasta una obra completa de Shakespeare. Este pensamiento, aunque absurdo en la práctica, sirve para ilustrar lecciones profundas sobre azar, complejidad y procesos de creación.
Origen y propósito
Este experimento no nació para debatir sobre diseño inteligente ni para
desacreditarlo. Su origen es filosófico y matemático: fue planteado por
Émile Borel y popularizado más tarde por otros pensadores, como John von
Neumann, para explorar probabilidades extremas y la noción de eventos prácticamente imposibles pero no imposibles. Su propósito principal es mostrar que, con tiempo infinito, incluso lo altamente improbable puede ocurrir, aunque en la práctica sea prácticamente imposible.
Azar versus orden
El experimento refleja una verdad importante: el azar puro, sin guía ni selección, casi nunca produce resultados significativos.
Un solo mono, en un intento finito, generará principalmente caos y
confusión. Sin embargo, este escenario ha sido citado en discusiones
sobre diseño inteligente. Algunos argumentan que la probabilidad de que
la complejidad surja por azar es tan baja que debe existir un creador.
Otros señalan que el experimento no refleja cómo ocurre realmente la
complejidad en la naturaleza.
La diferencia con la evolución
A diferencia del mono, los procesos evolutivos combinan azar y selección natural.
Las mutaciones genéticas introducen variabilidad, pero la selección
natural retiene lo funcional y descarta lo inútil. Esto convierte lo que
sería imposible para un mono en algo altamente probable a lo largo del tiempo.
La evolución demuestra que la complejidad no requiere azar puro ni
intervención externa: emerge de manera gradual y acumulativa a través de
procesos internos.
Conclusión
El mono tecleando es una metáfora poderosa: ilustra los límites del azar
puro y nos invita a reflexionar sobre cómo surge la complejidad en el
mundo real. La vida no es producto de golpes de suerte aislados, sino de
procesos que combinan variabilidad y selección. Este pensamiento nos
recuerda que, aunque el azar existe, el orden y la complejidad pueden surgir sin necesidad de un diseñador consciente, a través de mecanismos que, como la evolución, son simples en su naturaleza pero extraordinarios en sus resultados.
El arte de morir por otros
El patriotismo, nos dice Nietzsche, es un arte oscuro: no una celebración del amor a la tierra, sino un truco refinado para convertir la sangre de los pobres en oro para los ricos. Se nos enseña a sentir orgullo, a cantar himnos, a alzar banderas, mientras detrás de la parafernalia, las élites cuentan ganancias y vidas como fichas en un tablero que no es nuestro.
Los jóvenes marchan con la mirada brillante y el corazón lleno de certezas; los discursos prometen honor y gloria. Pero la gloria nunca llega a sus manos: llega a las oficinas, a los bancos, a los hombres que jamás pisarán el barro ni respirarán el humo de los cañones. El patriotismo se convierte entonces en una mentira elegante, una mentira que viste de nobleza el sacrificio ajeno.
Y, sin embargo, seguimos aplaudiendo a la patria, celebrando héroes mientras ignoramos que su valor ha sido moldeado por quienes nunca corrieron peligro. Nietzsche nos empuja a ver más allá del desfile, a cuestionar: ¿Por qué nuestra lealtad sirve a otros? ¿Por qué nuestra sangre sostiene castillos ajenos?
La reflexión es urgente: el patriotismo puede ser un sentimiento verdadero, pero también puede ser un instrumento. Conocer la diferencia es un acto de coraje. Y acaso, la verdadera valentía consiste en no morir por los ricos, sino vivir con conciencia y rebeldía, desafiando el arte que pretende convencernos de lo contrario.
El privilegio de contar la historia: ¿quién escribe los manuales y quién se queda sin voz?
En Lies My Teacher Told Me, James Loewen expone algo que resulta obvio solo a medias: la historia que se enseña en las escuelas no es la historia “real”, sino la historia que conviene contar. Detrás de cada manual escolar, detrás de cada capítulo cuidadosamente redactado, hay decisiones: qué se omite, qué se exagera, qué se simplifica. Loewen demuestra que estas decisiones no son neutras; son un ejercicio de poder.
El privilegio de escribir la historia no se limita a redactar fechas y nombres. Significa elegir héroes y villanos, decidir qué sufrimientos merecen atención y cuáles pueden ser “resumidos” o ignorados. Por ejemplo, en muchos libros de texto estadounidenses, la esclavitud se presenta como un mal inevitable de un pasado lejano, minimizando la resistencia de los oprimidos y borrando las voces de quienes sufrieron. La narrativa oficial se convierte en un cuento de valores nacionales, donde la obediencia y el patriotismo valen más que la verdad.
Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. En México, también podemos ver cómo los libros de historia tienden a glorificar ciertas figuras, mientras silencian conflictos complejos o la participación de comunidades indígenas. Loewen nos recuerda que la historia escolar no es un espejo de la realidad; es un cristal teñido de intereses. Quienes controlan ese cristal determinan qué generaciones verán, y por ende, qué generaciones creerán.
La lección central es clara: no es suficiente memorizar fechas o nombres; debemos interrogarnos sobre quién nos cuenta la historia y con qué propósito. Cada omisión, cada exageración, cada héroe de papel revela estructuras de poder y privilegio. Reconocerlo es el primer paso hacia una ciudadanía crítica, capaz de cuestionar la narrativa oficial y dar voz a quienes fueron silenciados.
En última instancia, Loewen nos invita a recuperar la historia como instrumento de comprensión, no de control. Cuestionar los libros de texto no es una forma de rebeldía sin sentido; es un acto de justicia intelectual. Porque la verdad histórica no debería depender de quién la narre, sino de quién la viva y de quién tenga la capacidad de contarla con fidelidad a los hechos.
La caída personal como laboratorio de sabiduría
Camus colocó a su narrador en Ámsterdam por una razón: es una ciudad hecha de espejos de agua y puentes estrechos. Si hay un lugar donde es imposible escapar del propio reflejo, es ahí. The Fall no es solo la narración de un hombre que se derrumba; es la anatomía de lo que ocurre después del derrumbe, cuando la mentira se agota, el personaje se quiebra y la conciencia, como un forense silencioso, empieza a tomar notas. La obra es un interrogatorio filosófico a la hipocresía, sí, pero también es —si se mira con cuidado— la defensa de una idea incómoda: que la sabiduría nace menos de los ideales y más de los colapsos personales que nos obligan a dejar de actuar y empezar a observar.
1. Caer no es el problema; el problema es no estudiar la caída
Jean-Baptiste Clamence se describe a sí mismo como un héroe moral antes del puente; un benefactor, un abogado altruista, un hombre impecable. Su crisis empieza la noche en que no auxilia a una mujer que salta a un río. El acto que lo destrona no es un crimen abierto, sino una omisión. Y aquí la lección es brutalmente clara: el carácter real no se exhibe en los grandes discursos, sino en los silencios privados. Si ensayaramos esta escena, no sería un puente europeo: podría ser un accidente que nadie graba, una injusticia cotidiana que no deja likes, un abuso que no alimenta prestigios ideológicos. La verdad que imperdonablemente revela Camus es que la inacción moral no es un fallo accidental; es nuestra sombra más constante.
Pero el interés de The Fall no está en el gesto puntual, sino en la reacción posterior de Clamence: en recrear la escena mentalmente hasta que la pose moral queda en evidencia. Su caída se convierte en objeto de estudio, y ahí se separa del resto: la mayoría cae y sale corriendo; él cae y pone un microscopio. Rara combinación. Casi actitud científica. Casi gesto de resistencia.
2. La caída como método: dejar de ser protagonista para volverse testigo
Uno no aprende sabiduría interpretando el papel correcto; se aprende renunciando al papel. Clamence fue todo el libro un orador. Nunca un observador. Hasta que cae. Después del puente, su voz sigue siendo dominante, pero su actitud cambia: empieza a mirar el mundo como si ya no pudiera actuar con inocencia, solo registrar con lucidez. Ese giro —de actor a notario de sí mismo— es el corazón del “laboratorio” que deja la novela. Y es un giro que cualquier atleta entiende mejor que cualquier moralista profesional:
Cuando corres no piensas en épica; piensas en cadencia, aire, dolor y datos internos. Pero si después de la carrera solo presumes medalla y no estudias la respiración, el pulso, la estrategia, no ganaste experiencia, solo ganaste foto. Lo mismo con la moral: ser bueno sin observarse es como entrenar sin técnica. Puede verse impresionante. Pero es inútil en lo profundo.
La caída nos obliga a un cambio de perspectiva:
- Desaparece el “yo” grandilocuente
- Aparece el “yo” que se espía sin indulgencia
- Y entre esos dos, empieza la sabiduría
No la sabiduría luminosa de los manuales, sino la sabiduría sobria, casi detectivesca, que sabe dónde están las trampas porque antes vivió en ellas.
3. Nadie aprende congruencia sin antes experimentar su propio fraude
El mundo es un lugar con una industria gigantesca de la indignación moral. Todos señalan. Nadie confiesa. Y cuando alguien confiesa, casi siempre es para gestionar daño mediático, no para estudiarse de verdad. Esa diferencia es crucial. Camus lo sabía: la confesión no purifica; la observación purifica. No es decir “he fallado”; es desarmar minuciosamente todo el mecanismo que hizo posible la mentira.
Clamence cae porque descubre que:
- su generosidad era cuota psicológica de prestigio,
- su justicia era teatro de superioridad,
- su ética era un monumento a su ego,
- y su fracaso no fue tropezón, sino arquitectura.
Lo admirable no es el descubrimiento —todos podríamos descubrirlo— sino la conclusión implícita: que el autoengaño también fue su condición de posibilidad para aprender. Irónico. Pero verdadero.
Toda sabiduría profunda es así: nace en un cuarto con mala iluminación, no en un escenario con micrófono.
4. La sabiduría como deporte de ver sin autoengrandecerse
Aquí la novela se cruza con tu vida. Tú no quieres sermón religioso ni propaganda moral; quieres lucidez ligera como filo de Navaja. George Carlin diría que todos fingen moral hasta que se les acaba la utilería. Bill Hicks diría que la moral es una campaña de marketing más. The Fall les da la razón, pero les agrega método: no basta detectarlo, hay que estudiarlo.
La sabiduría que deja una caída tiene propiedades distintas:
- no es orgullosa,
- no es redentora,
- no es institucional,
- no da jerarquías morales,
- da coordenadas.
El sabio que se cayó habla menos como fiscal y más como brújula. Te dice:
“Yo pasé por esa grieta. Si quieres, mírala. Si no, te caerá igual.”
5. El laboratorio es personal, pero el aprendizaje es universal
Camus no escribió un tratado de santos caídos, sino un manual involuntario sobre cómo dejar de mentirse. Porque cuando un humano por fin deja de correr de su propia caída, se abre una posibilidad rara y radicalmente política: la emancipación del juicio ajeno. Quien se observa sin indulgencia se vuelve menos manipulable por tribunales externos: medios, partidos, influencers, iglesias, ejércitos morales.
La sabiduría que nace de la caída es una forma de soberanía interna.
Y un humano sin personaje es peligroso para cualquier sistema que viva de fabricar culpas ajenas.
La caída es el único momento en que el ego se calla por obligación y la conciencia puede trabajar sin interrupciones. Si no la estudias, solo te tiró. Si la estudias, te educó.
miércoles, 3 de diciembre de 2025
Tres sombras luminosas sentadas en un umbral donde la noche huele a tinta y azahares. Allí Bécquer, Hernández y Lorca afilan palabras como quien afila estrellas. Y nosotros calladitos, escuchamos.
La historia como brújula moral
Vivimos en un mundo que corre hacia adelante como si el pasado fuera un lastre innecesario, cuando en realidad es la brújula que nos indica hacia dónde no debemos ir. David McCullough, en History Matters, nos recuerda que la historia no es un museo de fechas y nombres, sino un mapa de decisiones humanas, errores y aciertos que aún hablan desde sus sombras. Ignorarla es condenarse a tropezar una y otra vez con los mismos obstáculos, con los mismos dilemas morales que ya hemos enfrentado.La lección más poderosa de McCullough es que la historia enseña ética de manera indirecta. No necesitamos manuales de moralidad cuando podemos observar las consecuencias de acciones humanas: líderes que actuaron con arrogancia y precipitación, sociedades que ignoraron los signos de crisis, individuos que defendieron la justicia contra la corriente. Cada evento documentado es un espejo que refleja no solo lo que ocurrió, sino lo que podríamos o deberíamos hacer en circunstancias similares.
Tomemos, por ejemplo, los grandes líderes que McCullough rescata del olvido. Sus decisiones no se presentan como fórmulas perfectas; muchas veces se equivocaron. Pero estudiar sus errores y aciertos nos permite reconocer patrones: la importancia de la paciencia, la prudencia y la integridad. La historia nos recuerda que la ética no es abstracta, sino práctica y cotidiana, y que nuestras elecciones de hoy configuran las narrativas que otros estudiarán mañana.
Además, la historia como brújula moral nos obliga a cuestionar la memoria oficial. Los relatos hegemónicos suelen glorificar triunfos y ocultar fracasos; la reflexión histórica exige mirar más allá de la superficie, reconocer los matices, escuchar las voces silenciadas y aprender de ellas. En este sentido, McCullough nos insta a no conformarnos con la versión fácil, sino a buscar la verdad histórica que ilumine nuestros valores y acciones.
En última instancia, el llamado de McCullough es simple pero radical: conocer la historia no es un lujo académico, es un acto de responsabilidad moral. Cada página leída, cada biografía estudiada, cada batalla y decisión examinada nos permite navegar la complejidad del presente con mayor claridad. Ignorar la historia es cerrar los ojos en un terreno minado; abrazarla es caminar con conciencia, guiados por las lecciones de quienes vinieron antes.
Bibliografía:
McCullough, D. History Matters. Simon & Schuster, 2016.
Diamond, J. Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed. Viking, 2005.
Tuchman, B. The March of Folly: From Troy to Vietnam. Random House, 1984.
Ya lo decía Max Weber:
la búsqueda de un sentido a la vida es tan necesaria que en su ausencia cualquier cosa, incluso la idea más insólita, puede ser aceptada y llegar a ser verdad.
Max Weber sostenía que la búsqueda de sentido en la vida es una necesidad fundamental del ser humano. Sin un propósito claro, nuestra existencia se percibe fragmentada, vacía, y surge una especie de ansiedad existencial. Esta necesidad de coherencia no desaparece ante la ausencia de sentido; al contrario, se intensifica, empujando al individuo a aceptar cualquier narrativa que llene el vacío, por absurda o improbable que parezca.
En la modernidad, Weber habla del “desencantamiento del mundo”: la pérdida de certezas tradicionales, religiosas y sociales que antes ofrecían una estructura de significado. En su lugar, se nos enfrenta un mundo racionalizado, burocrático y, a menudo, indiferente, donde la vida cotidiana carece de un propósito evidente. Es en este terreno fértil donde florecen ideas insólitas: teorías conspirativas, ideologías extremas, promesas de riqueza rápida o fórmulas mágicas de bienestar. Lo que importa no es la verdad objetiva, sino la sensación de que la existencia tiene un hilo conductor.
La historia y la actualidad están llenas de ejemplos. Desde cultos que prometen salvación inmediata hasta movimientos políticos que apelan al miedo o al resentimiento, la mente humana demuestra que prefiere un relato coherente, aunque falso, a enfrentar el vacío existencial. La aceptación de lo insólito no es una falla intelectual; es un síntoma de la búsqueda de sentido. Como Weber señalaría, es un mecanismo de supervivencia psicológica: necesitamos creer, necesitamos entender.
Comprender este fenómeno nos permite analizar con mayor claridad las dinámicas sociales y culturales contemporáneas. En lugar de simplemente criticar las creencias absurdas, podemos reconocer la raíz: la necesidad de sentido. Solo abordando ese vacío —a través de educación crítica, filosofía, arte o diálogo— podemos reducir la dependencia de narrativas insólitas y construir formas de vida que sean coherentes y significativas, sin recurrir a la fantasía como sustituto de la realidad.
En última instancia, Weber nos recuerda que la verdad no siempre triunfa por sí misma; la necesidad humana de sentido puede ser más poderosa que la evidencia, y cualquier relato que la satisfaga corre el riesgo de convertirse, para quienes lo adoptan, en una verdad absoluta. Entenderlo es el primer paso para no dejarnos arrastrar por lo insólito y para construir una vida consciente y significativa en medio de la complejidad de la modernidad.
martes, 2 de diciembre de 2025
“Cada vez que veo a una persona huyendo de la razón y hacia la religión, pienso: ‘Ahí va una persona que simplemente ya no puede soportar estar tan jodidamente sola’.” — Kurt Vonnegut
1. Vonnegut, el observador de la soledad humana
Kurt Vonnegut fue un escritor marcado por la guerra, el absurdo y la fragilidad del ser humano moderno. Nunca fue un cínico vacío: su humor negro era el disfraz de una compasión profunda. Esta frase, que suena a sentencia anti-religiosa, en realidad es una radiografía de algo más básico y doloroso: la soledad como punto de quiebre humano. Vonnegut no describe la religión como estupidez, sino como un refugio emocional para quien ya no aguanta la intemperie existencial.
La palabra “huir” es clave. No dice “abrazar”, “buscar”, “elegir”, sino huir. Es decir, la transición no es necesariamente un acto de fe sereno, sino un desplazamiento provocado por el agotamiento psicológico. La religión, bajo esa lectura, no es un destino filosófico, sino una estación de emergencia para sobrevivir.
2. ¿La razón ofrece compañía? No. Solo intemperie
Quienes defendemos el pensamiento crítico solemos romantizar la razón como un faro superior. Pero la razón no abraza, no consuela, no acompaña; analiza. Y para millones de personas, hay momentos límite donde no se necesita análisis, sino sentir que alguien está ahí.
La soledad, cuando se extiende demasiado, no se combate con lógica: se combate con sentido, ritual, pertenencia, narrativa. Por eso, la frase acierta en algo incómodo para los racionalistas: la religión nunca compitió con la razón por convencer la mente; siempre compitió por ocupar el vacío del corazón.
En México y Latinoamérica, esto se ve con claridad. La iglesia, los grupos de fe, los cultos, ofrecen redes comunitarias, lenguaje simbólico y contención emocional en regiones donde el Estado y el mercado solo ofrecen precariedad, violencia y competencia individualista. No es casual que en contextos donde hay mayor abandono social florezca más el fervor religioso. No es escape de la lógica, es escape del abandono.
3. La religión como tecnología contra el aislamiento
Si la modernidad produjo algo, además de celulares, fue alienación. Las grandes religiones no han sobrevivido porque expliquen mejor el Big Bang, sino porque ofrecen tres cosas que la sociedad moderna destruyó:
- Comunidad — “No estás solo; somos tribu.”
- Narrativa cósmica — “Tu vida no es un accidente sin sentido.”
- Interlocución invisible — “Siempre hay alguien oyendo.”
Dios, entonces, funciona como personaje omnipresente, interlocutor eterno, audiencia infinita. En un mundo donde muchas personas ya no tienen un “lugar” ni un “nosotros”, la religión opera como un software social que reinstala pertenencia. Por eso no muere: porque el problema que resuelve —el aislamiento— tampoco muere.
4. ¿Es la soledad la única causa del salto a la religión? No, pero es una de las más fuertes
El señalamiento de Vonnegut es poderoso, pero no completo. Hay gente que llega a la religión por tradición cultural, identidad, búsqueda metafísica, miedo a la muerte, esperanza mística, resistencia comunitaria o incluso rebelión política (como la teología de la liberación). Sin embargo, la frase ilumina un patrón real: el momento donde la fe crece más rápido no es cuando la lógica falla, sino cuando la vida emocional colapsa.
No se “corre” hacia la religión cuando se está acompañado, sino cuando se está quebrado. Ahí es donde la frase es irrefutable: el viento que empuja a muchos creyentes no es la luz divina, es el frío humano.
5. El desafío para quienes amamos la razón
Si aceptamos que parte del impulso religioso nace del dolor social, surge la pregunta crucial:
¿Deberíamos burlarnos de quien busca religión, o deberíamos
preguntarnos por qué la sociedad deja a tanta gente tan sola que
necesita un cielo poblado para no colapsar?
Aquí Vonnegut es revolucionario sin saberlo: nos obliga a ver que la religión no es el enemigo de la razón, sino el síntoma de un fracaso colectivo. Una sociedad bien acompañada, justa, con tejido comunitario fuerte y con un relato público de sentido, no obligaría a las personas a elegir entre pensar y sentirse acompañadas.
La crítica verdadera, entonces, no es contra la fe, sino contra el mundo que fabrica soledades crónicas.
Conclusión
La frase de Vonnegut no es un martillazo contra Dios, sino contra el abandono humano. La razón puede desmontar mil mitologías, pero mientras el mundo siga dejando a millones tan solos que necesiten hablar con el infinito para no derrumbarse, la religión seguirá ganando —no porque tenga las mejores respuestas, sino porque ofrece la única presencia disponible.
La lucha no es razón vs religión. Es:
humanidad acompañada vs humanidad desterrada.
Bibliografía sugerida
- Vonnegut, K. (Slaughterhouse-Five, Cat’s Cradle) — exploraciones del absurdo, el trauma y las narrativas humanas.
- Durkheim, É. (Las formas elementales de la vida religiosa) — la religión como fenómeno social y comunitario.
- Berger, P. (El dosel sagrado) — religión como construcción de sentido frente al caos.
- Rogers, C. (El proceso de convertirse en persona) — importancia de la escucha y el acompañamiento humano.
- Yalom, I. D. (Psicoterapia existencial) — la soledad, la muerte y la búsqueda de significado.
Ashoka: El emperador que transformó el poder en conciencia
Ashoka, conocido como Ashoka el Grande, gobernó el Imperio Maurya en la India entre 268 y 232 a.C., y su figura representa uno de los episodios más fascinantes de la historia antigua: la transición de un gobernante conquistador a un líder moralmente transformado. Su legado no se limita a la expansión territorial, sino que se manifiesta en la manera en que abordó el poder, la ética y la espiritualidad, convirtiéndose en un ejemplo temprano de liderazgo humanista.
Al inicio de su reinado, Ashoka fue un emperador marcado por la ambición y la guerra. La conquista de Kalinga, un territorio en la actual Odisha, fue un evento decisivo en su vida. La brutalidad de la campaña y la muerte de decenas de miles de personas lo confrontaron con la realidad de la violencia que su poder podía generar. Se dice que este episodio fue el catalizador de su profunda transformación personal y espiritual. Ashoka se volcó hacia el budismo, adoptando principios de no violencia, compasión y bienestar general como guías de su gobierno.
Lo notable de Ashoka es cómo trasladó su convicción personal a la esfera política. No se limitó a practicar el budismo de manera privada; transformó su imperio en un espacio donde la justicia, la tolerancia religiosa y la atención al bienestar social se convirtieron en prioridades. Los famosos edictos de Ashoka, tallados en piedras y columnas a lo largo de su reino, son testamentos de esta filosofía: exhortaban a la población a practicar la ética, el respeto mutuo y la caridad, y reflejaban un gobierno que aspiraba a ser moralmente responsable. En este sentido, Ashoka anticipa la idea moderna de que la política no puede separarse de la ética, y que el poder verdadero no reside únicamente en la fuerza, sino en la legitimidad moral.
Desde una perspectiva sociológica, la figura de Ashoka demuestra cómo un líder puede influir en la conciencia colectiva de un pueblo. Sus políticas fomentaron la cohesión social y la tolerancia, disminuyendo tensiones étnicas y religiosas en un imperio vasto y diverso. Su reinado evidencia que la autoridad puede ser constructiva cuando se combina con reflexión ética y un propósito de bienestar común. Sin embargo, también plantea preguntas complejas: ¿fue su transformación genuina o una estrategia política para consolidar el poder? Aun así, incluso si parte de su acción tuvo motivaciones pragmáticas, el impacto positivo en su sociedad es innegable.
Ashoka sigue siendo un faro histórico para pensar la relación entre poder y responsabilidad. En un mundo donde los líderes muchas veces priorizan intereses personales sobre el bien colectivo, su ejemplo recuerda que la grandeza no está en la conquista, sino en la capacidad de transformar el poder en una fuerza que promueva la vida, la justicia y la ética. Su historia invita a reflexionar: ¿qué sucedería si más gobernantes adoptaran la compasión como guía de acción?
En conclusión, Ashoka no es solo un emperador de la historia antigua; es un símbolo de la posibilidad de redención y de liderazgo consciente. Su vida nos muestra que incluso en la política, donde el conflicto y la ambición suelen dominar, es posible poner la ética y la humanidad al frente. Su legado resuena hoy como un recordatorio de que la verdadera autoridad se mide no por la fuerza que se ejerce, sino por el bien que se genera.
En la irremediable soledad de este amanecer escucho a Brahms, y siempre, por sus melancólicas trompas vuelvo a vislumbrar, tenue pero seguramente, los umbrales del Absoluto. Pienso en los tiempos en que Matilde aún podía caminar, apoyada en su bastón, cuando Gladys la traía al estudio y la sentaba a mi lado, sostenida entre almohadones. Yo ponía algo de Schubert, de Corelli, o de algún otro músico que tanto bien le hacía en momentos de tristeza. Escuchábamos la música mientras ella se iba adormeciendo, poco a poco, hasta quedar dormida, con la cabeza inclinada hacia un costado. Yo la contemplaba con los ojos humedecidos. Al cabo de un tiempo se despertaba y preguntaba: “¿Por qué no nos vamos a casa?”, con voz imperceptible. “Sí —le decía entonces— en seguida nos iremos.” Y con la ayuda de Gladys regresaba a su habitación. Recuerdo muy bien un día lejano de 1968, cuando viajamos con Matilde a la ciudad de Stuttgart, donde me entregarían un premio. Al llegar, peregrinamos —es la palabra adecuada, ya que era un momento de religioso respeto— a Tübingen, y entramos en el Seminario Evangélico, donde contemplamos emocionados el banco en el que se habían sentado el joven estudiante Schelling y su compañero Hegel. Permanecimos en silencio. Luego nos llegamos hasta la casita del carpintero Zimmer, donde durante treinta y seis años vivió loco Hölderlin, cariñosamente protegido por aquel humilde ser humano; uno de esos hechos absolutos que redimen a la humanidad. Desde la terrezuela miramos correr el río Neckar, como tantas veces lo habría contemplado aquel genio delirante.
Sabato
Héroes que se rindieron: la derrota como acto de sabiduría
Rendirse.
Palabra áspera, palabra que la moral moderna ha convertido en pecado capital, más grave que mentir, más sucia que la avaricia. Nos educaron para sospechar del que suelta la espada, del que deja el camino, del que se aparta del fuego. “Dar marcha atrás es imperdonable”, nos repiten como un rezo sin dios. Pero hay otro rumor, más antiguo y más sabio, que sopla entre las grietas de la historia: a veces rendirse es el acto más valiente del alma humana.
Hay derrotas que brillan con una luz suave, como luciérnagas que sólo se ven en la oscuridad. Derrotas que no son claudicación sino clarividencia. Derrotas que salvan más de lo que pierden.
I. Arquímedes y la geometría de la retirada
Cuentan que Arquímedes, genio en sandalias, sabía cuándo soltar la genialidad y cuándo abrazar el silencio. No se encaramó a la corte para ganar prestigio; dejó que el mundo siguiera girando mientras él trazaba círculos en la arena. Fue un maestro de la retirada interior: el arte de decir “no peleo esta batalla; no es mía”.
A veces el mayor heroísmo es negarse a entrar al conflicto que otros te exigen.
II. Abdicar para no destruir: el eco del emperador Ashoka
Ashoka empezó como un rey que sabía de sangre lo que un marino sabe del viento. Pero un día, tras la masacre de Kalinga, se rindió. No ante enemigos, sino ante su propia ferocidad. Tiró la corona simbólica de conquistador y eligió la paz.
En su renuncia está uno de los giros más radicales de la historia.
Rendirse a la violencia para permitir que nazca la compasión: eso no es debilidad, es metamorfosis.
III. Rimbaud: dejar la poesía para salvarse a sí mismo
Arthur Rimbaud, ese cometa rabioso, quemó la literatura con su luz. Y cuando estaba en la cima del mito, hizo lo impensable: se rindió a la poesía.
Colgó la pluma, abandonó el arte, huyó del músico que llevaba dentro.
Muchos lo llamaron traidor, cobarde, desertor del verso.
Pero hay renuncias que son operaciones a corazón abierto: o cortas la herida o te consume. Rimbaud eligió vivir. La rendición fue su manera de salvar lo que quedaba de su fuego.
IV. Scheherazade: rendirse para sobrevivir (y vencer)
Scheherazade no ganó por fuerza; ganó rindiéndose sin rendirse. Llegó ante el rey y aceptó su destino fatal, pero por dentro llevaba un arsenal de historias. No enfrentó al tirano con espadas, sino con palabras.
A veces rendirse en apariencia es la estrategia que revienta al poder desde dentro.
V. El guerrero que sabe cuándo bajar la lanza
Hay un proverbio que dice que el guerrero sabio solo pelea batallas que puede ganar, y abandona todas las demás sin culpa.
La cultura del “nunca te rindas” fabrica mártires voluntarios, pero la historia —esa vieja archivista testaruda— nos muestra que los actos de renuncia han evitado guerras, genocidios, autodestrucciones personales y colapsos morales.
Rendirse es reconocer que el horizonte no siempre es nuestro territorio. Que hay caminos que deben morir para que otros nazcan.
VI. Las derrotas luminosas
Todo héroe que se ha rendido nos deja una enseñanza secreta:
No es la victoria lo que define la grandeza, sino la claridad con la que aceptamos el límite.
Rendirse no es entregar el alma, sino protegerla.
Es elegir vivir para otra batalla, para otro canto, para otro amanecer.
Al final, la derrota bien elegida es un acto de amor propio.
Una lámpara encendida en la noche.
Una brújula que apunta lejos del abismo.
A veces, la rendición es el verdadero triunfo.
¿La tecnología tiene dirección o propósito propio?
La ilusión del destino tecnológico y la pérdida silenciosa de la voluntad humana
Hay ideas que suenan inocentes hasta que, bien pensadas, revelan su colmillo. Una de ellas es el planteamiento de Kevin Kelly: la tecnología —el technium— no es solo una herramienta, sino un sistema vivo, en evolución, con dirección, impulso y hasta “deseos”. Según esta visión, la tecnología no solo crece, sino que quiere crecer, ramificarse, optimizarse y volverse inevitable. La propuesta es provocadora, elegante, casi poética. Pero también peligrosa: si la tecnología tiene destino propio, entonces la humanidad queda reducida a copiloto de un automóvil que jamás aprendió a frenar.
1. Cuando el progreso deja de ser elección y se vuelve profecía
Pensar la tecnología como un organismo evolutivo que avanza hacia un fin casi predeterminado es atractivo porque le da narrativa al caos. Nos calma creer que todo tiene rumbo. Sin embargo, la palabra clave aquí no es atractivo, sino cómodo. ¿Cómodo para quién? Para quienes diseñan, financian y dirigen ese avance. Porque lo “inevitable” no necesita votarse, no necesita cuestionarse, no necesita pedir permiso. Lo inevitable, por definición, se acepta. Y lo que se acepta sin revisión, se convierte fácilmente en dogma… o en negocio.
2. La tecnología no es la que quiere, sino la que nos enseñaron a desear
Si preguntáramos a un campesino purépecha, a una madre buscadora o a un estudiante de una prepa pública qué “quiere” la tecnología, probablemente no hablarían de expansión ni de eficiencia sistémica, sino de certezas muy humanas: comunicación cuando hace falta, información para defenderse, herramientas para aprender, reparar o sobrevivir. Ellos no piensan en la tecnología como un ente con voluntad, sino como un puente. Kelly, en cambio, describe un río que no sabe por qué fluye pero tampoco puede evitarlo. Y ahí está la trampa: creer que la tecnología quiere “algo” implica ignorar que ese “algo” tiene rostro humano, contexto económico y decisión política detrás.
La tecnología no quiere que pidamos un taxi desde el celular: quienes lo quieren son Uber, Didi y sus inversionistas. No quiere que pasemos 4 horas scrolleando: quienes lo quieren son algoritmos diseñados para monetizar atención. No quiere nuestros datos: quienes los quieren, los venden. El technium no es neutral ni autónomo: es un coro sincronizado de miles de intereses alineados para parecer destino.
3. Si la tecnología tiene voluntad, ¿la humana ya sobra?
Supongamos, para jugar el argumento, que Kelly tiene razón: que la tecnología es un sistema casi biológico, autoimpulsado, que tiende a hacerse más complejo, más ubicuo, más “vivo”. Aun si aceptáramos esa premisa, ¿qué conclusion ética se desprende? Que debemos obedecer su expansión. Pero la historia muestra lo contrario: cuando los desarrollos parecen inevitables —imperios, economías, ideologías, religiones, tecnologías— siempre hubo una deliberación humana empujándolos. Lo inevitable nunca nació inevitable: lo convirtieron en eso.
Y si hoy aceptamos que “la tecnología quiere avanzar y no podemos detenerla”, estamos también aceptando que nuestra voluntad puede ser irrelevante ante su crecimiento. Esa es la derrota más discreta: no la pelea perdida, sino la pelea abandonada.
4. Recuperar la pregunta: ¿qué queremos nosotros que quiera la tecnología?
La cuestión no es si la tecnología tiene dirección propia, sino si debemos permitir que la tenga sin control social. Los árboles crecen inevitablemente, sí, pero generan ecosistema. El bosque no te exige pagarle por existir, no te pide datos personales, no te rastrea ni intenta reemplazar tu criterio. La tecnología, en su modelo dominante, crece sin empatía, sin reciprocidad, sin mundo que sostener más que a sí misma.
Entonces debemos girar la brújula: no indagar qué quiere ella, sino qué debería querer si estuviera a nuestro servicio. En un proyecto filosófico-social digno, la tecnología debería querer:
- más autonomía comunitaria, no menos
- más pensamiento crítico, no más distracción
- más reparación y reciclaje, no más consumo
- más bienestar social, no más monopolios
- más humanidad, no más destino
5. Conclusión: no hay futuro tecnológico sin disputa humana
La tecnología no es un dios nuevo con designios, ni un proceso natural exento de responsabilidad. Es un terreno de disputa. Y dejar de verlo así solo beneficia a quienes ya están sentados en el timón. Nombrar un destino tecnológico propio es llamar “evolución” a lo que también puede ser imposición.
El futuro no se predice: se negocia, se pelea, se diseña, se limita. No porque no amemos el progreso, sino porque amamos la libertad humana más que la comodidad de una profecía.
Así que la mejor pregunta que nos deja Kelly no es “¿Qué quiere la tecnología?”, sino la más incómoda y urgente de todas:
¿Qué queremos que quiera… y quiénes no quieren que lo decidamos?
lunes, 1 de diciembre de 2025
La muerte como tabú cultural
La muerte es la única certeza de nuestra existencia, y sin embargo, vivimos como si fuera un tema prohibido. Caitlin Doughty, en Hasta las cenizas, nos obliga a mirar de frente aquello que la sociedad prefiere ignorar: los cuerpos, los funerales, el proceso de la cremación, y sobre todo, nuestra propia mortalidad. Su experiencia como trabajadora en un crematorio no es solo un relato de anécdotas macabras, sino un espejo de nuestra relación cultural con la muerte.
Doughty describe con crudeza y humor negro lo que muchos consideran repulsivo: limpiar cuerpos, encender cremaciones, y lidiar con los restos humanos. Pero bajo esa superficie chocante, el libro propone una enseñanza más profunda: evitar la muerte no nos hace inmortales, solo nos hace ignorantes de la vida. La muerte no es solo un final, sino un recordatorio de nuestra finitud, y reconocerla puede transformar nuestra manera de vivir.
Nuestra cultura, especialmente la occidental, ha creado un tabú que nos aleja de los rituales funerarios y de la conciencia de nuestra mortalidad. Doughty compara estas prácticas con aquellas de otras culturas que enfrentan la muerte con respeto, rituales y hasta humor. Nos muestra que el miedo y la negación no son inevitables; son aprendidos. Y que al romper el silencio, recuperamos un contacto más honesto con la vida y con quienes hemos perdido.
El valor del libro radica también en cómo convierte lo que podría ser repulsivo en enseñanza. La ironía y el humor negro funcionan como herramientas de confrontación: nos enfrentan a lo inevitable sin caer en el dramatismo ni en la parálisis. Nos invita a preguntarnos: ¿cuánto de nuestra angustia sobre la muerte proviene de un desconocimiento artificial y culturalmente impuesto?
Finalmente, Hasta las cenizas nos recuerda que enfrentar la muerte no significa obsesionarse con ella. Significa vivir con más conciencia, respeto y presencia. Caitlin Doughty nos ofrece un modelo de valentía cultural: mirar de frente lo que tememos, para transformar el miedo en entendimiento y, quizá, en sabiduría. Al hacerlo, nos enseña una lección crucial: aceptar la muerte es aprender a vivir de verdad.
El chisme: la red neuronal del ocio social
El chisme es la Wi-Fi ancestral de la tribu, pero con el tiempo se volvió la red neuronal del ocio social: una corriente eléctrica que no transmite conocimiento, solo descarga morbo y alimenta jerarquías invisibles. Hoy ya no sirve para localizar tigres ni traidores que puedan matar al clan; sirve para localizar defectos ajenos que puedan subirnos unos centímetros sin tener que crecer.
La ciencia dice que el cerebro disfruta hablar de los demás porque es un sistema de recompensa: información social = dopamina. Y ahí está la trampa. La dopamina no distingue entre lo útil y lo tóxico. Te da el mismo aplauso químico por descubrir quién es confiable que por burlarte de quien está deprimido, o por comentar el divorcio del vecino como si fuera un capítulo nuevo de tu serie favorita.
Pero lo que la dopamina sí revela es otra cosa: el chisme no es hambre de verdad, es hambre de estímulo. Cuando la mente no tiene propósito propio, empieza a forrajear en la vida ajena como animal de pastoreo emocional. Por eso la gente no solo chismea: colecciona narrativas de otros como si fuesen logros personales.
En sociología, el chisme es capital social: quien tiene información gana un poder breve y simbólico. Pero es un poder hecho de aire. Es como ganar una corona de cartón en una guerra de sombras. El chismoso no gobierna, solo administra rumores. Y la administración de rumores es la forma más pobre de poder, porque no construye nada: solo regula por miedo, vergüenza o burla.
¿Y hablar a espaldas? Eso ya no es vínculo tribal, es anorexia de confrontación. La sociedad chismosa evita el conflicto directo porque carece de herramientas emocionales para sostenerlo. No es maldad pura, es raquitismo social: huesos delgados hechos para sostener críticas, no conversaciones. La espalda del otro se convierte en pizarra porque el chismoso no tiene el músculo del diálogo para escribir de frente.
Aquí entra la paradoja mexicana y latinoamericana: comunidades profundamente sociales, pero a menudo socializadas en la fiscalización y no en la autonomía. Familias, barrios y culturas donde “lo privado es comentario colectivo” crean un caldo donde el chisme no solo germina, se considera trámite de pertenencia. Si no opinas del otro, parece que no participas del grupo. Y entonces la gente cree que chismosear es convivir, cuando en realidad es solo picotear ajeno para sentirse acompañado.
El problema real no es el chisme, sino lo que desplaza:
Desplaza la introspección: en vez de preguntarme quién soy, pregunto qué hizo otro.
Desplaza el mérito: en vez de mejorar yo, empeoro a alguien en conversación.
Desplaza el lenguaje: en vez de verdad, veredicto; en vez de experiencia, juicio.
La sociedad chismosa es como un bosque donde los árboles dejaron de hacer fotosíntesis: ya no producen energía propia, solo compiten por la poca luz disponible. No hay crecimiento, solo comparación de altura. Y como nadie está creciendo de verdad, la única forma de “ganar” es cortar un pedacito del otro en la charla.
El chisme es, en el fondo, nostalgia mal canalizada: deseo de tribu sin deseo de responsabilidad. Queremos conexión, pero sin cargar el peso de la honestidad. Queremos estatus, pero sin pagar el precio del logro. Queremos emoción, pero no la que nace de vivir, sino la que nace de comentar.
Y por eso, camaradas, el kraken sale del mar y dice:
“La gente no habla de los demás porque la vida ajena sea interesante, sino porque la propia dejó de ser urgente.”
domingo, 30 de noviembre de 2025
Los psicólogos Dacher Keltner y Paul Piff vigilaron cruces en los que había señales de stop y encontraron que las personas que conducían automóviles caros eran cuatro veces menos propensas a detenerse comparadas con los conductores de vehículos más modestos
Esto sucede por una mezcla poderosa de psicología individual, estatus social, y contexto cultural. Te lo desmenuzo con claridad:
1. Efecto psicológico del estatus: “yo importo más”
Los estudios de Keltner y Piff muestran consistentemente que el poder —o la sensación de tenerlo— reduce la empatía y la atención al otro.
Cuando una persona se siente “por encima”, aunque sea por algo tan simple como el tipo de coche que maneja, tiende a:
- Percibir menos las normas sociales.
- Sobreestimar su derecho a avanzar primero.
- Minimizar el riesgo (cree que controla más de lo que realmente controla).
- Ver a los demás como “obstáculos” más que como iguales.
No es que todos los ricos sean así, pero el sentimiento de privilegio se puede activar incluso en alguien de clase media que renta un carro caro.
2. El coche como extensión del yo
Los coches caros funcionan como un símbolo de estatus. Las personas que conducen estos autos:
- Sienten que están “autorizadas” a ir más rápido.
- Tienen una identidad ligada a la idea de éxito, eficiencia, poder.
- Sienten que detenerse “innecesariamente” es perder tiempo o rebajarse.
El coche se convierte en un traje de poder.
Y cuando uno se siente poderoso, cede menos.
3. Condicionamiento social
La gente con más recursos suele encontrarse en ambientes donde:
- Reciben menos sanciones.
- Están más acostumbrados a que otros “se adapten” a ellos.
- Aprenden que “la regla es flexible para mí”.
Muchos privilegios cotidianos (estacionarse donde no se debe, pasar primero, ser atendidos más rápido) moldean su comportamiento.
4. Desconexión emocional
El poder reduce la capacidad de ponerse en el lugar del otro.
No es maldad: es un mecanismo casi automático.
Las investigaciones de Keltner muestran que incluso pequeñas sensaciones de poder (ganar un juego, recibir halagos, o sentarse en una silla más alta) ya disminuyen la empatía y aumentan comportamientos egoístas.
Ahora imagina ese efecto trasladado al mundo real, todos los días, con un Mercedes o un BMW:
la desconexión se vuelve hábito.
5. Cultura: en sociedades desiguales, el efecto se amplifica
En países con grandes desigualdades (como México o EE.UU.), el estatus se hace más visible y más importante.
Eso hace que:
- Los que tienen más se comporten más dominantes.
- Los que tienen menos cedan más rápido.
Las reglas en teoría son iguales, pero en la práctica se vuelven simbólicas.
En resumen
No es el coche en sí, sino lo que representa psicológica y socialmente:
Más estatus → más sensación de derecho → menos empatía → menos respeto a normas compartidas.
Por eso frenan menos.
“¿Para eso trabajo?” — El dogma que aprisiona la vida
La frase “para eso trabajo” suele llegar acompañada de un gesto de triunfo pequeño: la reivindicación del derecho a comprar algo innecesario, a veces costoso y a menudo financiado con deuda. Sin embargo, bajo su aparente sencillez se esconde un paradigma completo: una cosmovisión donde el trabajo no es un medio para la libertad humana, sino combustible para el consumo; no es un camino de realización personal, sino un eslabón que mantiene girando la maquinaria del mercado.
Si observamos el lenguaje como un reflejo del pensamiento, esta frase revela ya una conclusión antropológica empobrecida: se trabaja para comprar. No para vivir, crear, sostener, cuidar o emancipar. Comprar se vuelve el telos, el fin último. Pero cuando una sociedad define el propósito del trabajo como acumulación de bienes, se reduce también el propósito del ser humano a portar y adquirir objetos. La persona deja de ser sujeto; se vuelve destino de mercancías.
Trabajo como sentido vs trabajo como condena
Filosóficamente, el trabajo ha sido interpretado como un acto que humaniza. Para Marx, mediante el trabajo transformamos el mundo y a la vez nos transformamos a nosotros mismos; es un proceso dialéctico que construye conciencia y dignidad. Para Simone Weil, el trabajo puede ser una experiencia espiritual cuando conecta al cuerpo con la realidad, cuando arraiga y no aliena. Incluso para pensadores existencialistas como Camus, el trabajo es una forma de reclamar sentido en un universo absurdo: una tarea que nos permite habitar el mundo con nuestras propias manos.
Pero ninguno de ellos imaginó el trabajo como un simple permiso para comprar después. Porque el acto de compra es instantáneo, pero el acto de trabajar consume tiempo vital, energía y vida. Cuando decimos que se trabaja “para eso”, se invierte la proporción ética: se glorifica el segundo de compra, y se ignoran las horas de la existencia entregadas para hacerlo posible.
El problema no es gastar dinero. El problema es creer que el trabajo solo sirve cuando termina en consumo, como si el propósito de vivir fuera llenar un carrito imaginario y no llenar el espíritu, el cuerpo social, la memoria, el vínculo o la experiencia humana.
La libertad que no viene del mercado
La falsa libertad del consumismo nace de un error fundamental: confunde elección con liberación. Elegir entre 20 productos no nos hace libres si todos ellos son irrelevantes para nuestras necesidades reales. Es la ilusión del menú infinito que esconde la cárcel: la jaula está hecha de vidrio brillante y etiquetas a meses sin intereses. De pronto, la persona no solo trabaja para comprar: trabaja para pagar deudas que nacieron del deseo de comprar. Es el ciclo perfecto de la dominación moderna.
La verdadera libertad respecto al dinero no es poder tenerlo para gastarlo, es no necesitar gastarlo para sentir propósito. No depender de objetos para justificarnos. No confundir valor con precio. Ser humano antes que consumidor.
El costo de lo innecesario
Cuando una compra es innecesaria, lo que realmente se adquiere no es el objeto: es una narrativa social. Se compra la fantasía de pertenecer a un estatus, a un imaginario aspiracional, a veces implantado por la publicidad y la comparación. Pero toda compra tiene un costo invisible: no solo es dinero, es tiempo de vida. Y el tiempo es el único recurso que no admite crédito: no se paga a meses, se paga al instante, con la existencia misma.
Entonces deberíamos invertir la frase y preguntar con honestidad brutal:
“¿Para eso vivo, para justificar lo que compro con el trabajo que me quita la vida?”
Cuando lo innecesario se convierte en justificación del esfuerzo diario, el trabajo se vuelve sacrificio permanente frente a deseos manufacturados. Ya no es acción transformadora; es ritual de subsistencia del mercado.
Otros fines del trabajo
Trabajar también puede significar: construir futuro, sostener a los que amamos, fortalecer el cuerpo y el carácter, mejorar la mente, asegurar el descanso, compartir con la comunidad, crear arte, pensamiento o memoria. Trabajamos para no pedir permiso, para no temer, para no depender, para vivir de pie frente al mundo, como aquella mujer que te impactó hace años y caminaba erguida como si el mundo fuera suyo.
Esa es la persona que no trabaja para eso, trabaja para ser, no para comprar.
Conclusión
La frase “para eso trabajo” no es una defensa de la libertad, es una confesión involuntaria: la aceptación de que la vida se volvió una transacción. Pero el ser humano no nació para completar ciclos de compra. Nació para completar ciclos de sentido.
El progreso no es tener cosas; es tener claridad de por qué se trabaja. Y sobre todo:
Trabajamos para vivir; no vivimos para explicar lo que compramos.
Pessoa en el mundo moderno: cuando la estupidez y la agitación dominan
Fernando Pessoa escribió:
“Hoy el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.”
A primera vista, parece un diagnóstico de su época; al revisarlo desde el siglo XXI, sorprende su precisión.
Hoy, la idea de que el mundo premia a quienes carecen de reflexión no solo se confirma, sino que se intensifica. Las redes sociales, los medios de comunicación y las estructuras políticas modernas funcionan como amplificadores de la agitación y la superficialidad. La viralidad premia la reacción inmediata, el escándalo, la indignación performativa; no importa si lo que se dice tiene sentido o ética: importa cuánto impacto genera. De esta forma, la estupidez y la insensibilidad se convierten en armas estratégicas para avanzar socialmente.
Pessoa hablaba de un “internamiento en un manicomio” como metáfora: vivir en un mundo donde la capacidad de pensar y la moral están fuera de circulación es hoy literal en muchos espacios de la vida pública. La hiperexcitación se ha normalizado: programas de entretenimiento, noticias y debates políticos funcionan como gimnasios de adrenalina, donde la reflexión es un obstáculo y la emocionalidad extrema es la moneda de cambio.
Sin embargo, esta lectura no es un lamento nostálgico; es una invitación a pensar. Si el mundo premia la incapacidad de pensar y la amoralidad, nuestra estrategia para sobrevivir y mantener la lucidez debe ser contraria: reflexionar más, observar con calma, cuestionar lo que se presenta como verdad inmediata. El legado de Pessoa, entonces, no es solo una crítica del pasado o del presente, sino un mapa: nos indica qué habilidades son realmente subversivas en la modernidad: pensamiento crítico, ética y serenidad.
En conclusión, Pessoa nos habla desde otra época con la voz de un visionario: el mundo moderno no ha hecho más que amplificar lo que él ya percibía. Reconocerlo es el primer paso para no sucumbir al manicomio social que nos rodea, y para recordar que el triunfo verdadero no se mide por ruido, rapidez o ausencia de escrúpulos, sino por claridad de pensamiento y profundidad de conciencia.
sábado, 29 de noviembre de 2025
La predicción fallida de nuestro propio bienestar
Todos creemos saber qué nos hará felices. Nos decimos a nosotros mismos: “Cuando consiga ese trabajo, esa pareja, ese coche, esa casa… finalmente seré feliz”. Sin embargo, la investigación de Daniel Gilbert en Tropezar con la felicidad nos muestra que nuestra mente es sorprendentemente mala para predecir qué nos hará sentir bien y, sobre todo, por cuánto tiempo.
Gilbert afirma: “We are remarkably poor at predicting what will make us happy”. No es un fallo menor: nuestra incapacidad para anticipar nuestra propia felicidad moldea decisiones importantes en la vida, desde la carrera profesional hasta las relaciones afectivas. Creemos que alcanzar ciertas metas nos garantizará satisfacción permanente, y con frecuencia no es así.
El cerebro y sus errores de cálculo
¿Por qué nos equivocamos tanto? La mente humana tiene sesgos que distorsionan nuestras predicciones. Uno de ellos es la ilusión de impacto: tendemos a sobreestimar la intensidad y duración de nuestras emociones futuras. Ganar la lotería, recibir un ascenso, mudarse a un lugar soñado… todo parece que nos producirá una euforia duradera, pero la realidad es otra. Después de un tiempo, la emoción se diluye y volvemos a nuestro nivel habitual de bienestar.
Este fenómeno se relaciona con lo que la psicología llama adaptación hedónica, que veremos en otros ensayos. Pero lo interesante aquí es que la predicción fallida no se limita a los logros positivos. También subestimamos nuestra resiliencia: pensamos que ciertos fracasos o pérdidas nos destrozarán emocionalmente de forma permanente, y sin embargo muchas veces los superamos mejor de lo esperado.
Historias que confirman la teoría
Gilbert recopila numerosos ejemplos de personas que alcanzaron objetivos largamente deseados y, aun así, no experimentaron la felicidad que anticipaban. Un ejecutivo que logró el puesto soñado descubre que la presión, el estrés y las expectativas externas disminuyen su satisfacción; un joven que se muda a la ciudad ideal se da cuenta de que la felicidad no depende tanto del lugar sino de la experiencia que vive y las relaciones que cultiva.
Estas historias reflejan algo profundo: la felicidad no es un destino que podemos calcular con fórmulas exactas ni una meta que aseguramos con un logro específico. Es un proceso complejo, moldeado por la percepción, la interpretación y, muchas veces, el azar.
Lecciones para la vida cotidiana
Si entendemos que nuestras predicciones sobre la felicidad suelen fallar, podemos replantear nuestras decisiones y expectativas. Algunos consejos prácticos:
- Ser humildes ante nuestras predicciones emocionales: aceptar que no sabemos cómo nos sentiremos con exactitud frente a ciertos logros.
- Valorar las experiencias sobre los resultados: enfocarse en vivir el proceso y no solo en alcanzar metas concretas.
- Cultivar la gratitud y la reflexión: apreciar lo que ya tenemos, en lugar de depender de logros futuros para ser felices.
Como decía Epicuro, a veces la felicidad se encuentra en lo sencillo y en lo presente, más que en la gran meta que creemos indispensable. Gilbert nos invita a tropezar con la felicidad, a permitirnos sorprendernos y a reconocer que el control sobre nuestro bienestar no es tan absoluto como imaginamos. Y tal vez, justo en ese reconocimiento, empieza la verdadera satisfacción.
Psicopatía y liderazgo: cuando el carisma oculta la toxicidad
En el mundo corporativo, no siempre quien lidera lo hace por ser el más competente, justo o ético. A veces, ascienden personas que poseen un talento especial para el carisma y la manipulación: los psicópatas en traje y corbata. Paul Babiak y Robert Hare, en Snakes in Suits, muestran cómo estas personalidades se infiltran en las organizaciones, ascendiendo hasta posiciones de poder mientras ocultan su verdadera naturaleza detrás de una fachada impecable.
El psicópata corporativo no es un villano caricaturesco, sino un maestro de la máscara social. Puede parecer encantador, seguro de sí mismo y carismático; sus colegas lo admiran y sus superiores lo promocionan. Sin embargo, bajo esa apariencia de confianza y liderazgo se esconde un patrón de comportamiento destructivo: manipulación, explotación de colegas, falta de empatía y una fría ambición personal.
Lo alarmante no es sólo la presencia de estos individuos, sino la forma en que las estructuras corporativas facilitan su ascenso. Culturas que premian los resultados a corto plazo, que valoran la competitividad sobre la ética, o que ignoran las señales de alarma ante conflictos interpersonales, crean un terreno fértil para que los psicópatas prosperen. Así, lo que debería ser liderazgo se convierte en un ejercicio de poder deshumanizado.
El impacto de este tipo de liderazgo va más allá del daño individual. Equipos enteros pueden verse atrapados en un clima de miedo y desconfianza, donde la creatividad y la cooperación desaparecen. La organización puede obtener resultados inmediatos, pero a un costo invisible y acumulativo: rotación de personal, desmotivación, desgaste emocional y erosión de la cultura corporativa.
Reflexionar sobre esto nos obliga a cuestionar nuestras ideas de liderazgo. ¿Realmente queremos líderes que sean solo carismáticos y eficientes? ¿No deberíamos valorar también la integridad, la empatía y la capacidad de crear un ambiente saludable? La psicopatía corporativa nos recuerda que el poder sin ética es como un río sin cauce: puede avanzar con fuerza, pero arrastra todo a su paso, dejando devastación detrás.
En última instancia, reconocer la presencia de psicópatas en los puestos de liderazgo es un primer paso para protegernos, tanto como individuos como organizaciones. Y quizá, al final, el verdadero liderazgo no sea aquel que brilla por su atractivo superficial, sino aquel que construye, que protege y que inspira sin necesidad de máscaras.
"- ¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
viernes, 28 de noviembre de 2025
Una separación (2011) – Asghar Farhadi
Irán |
Drama |
Dir. Asghar Farhadi
Cine del mundo para el alma
La película
No es una historia de buenos o malos: es un espejo de lo que somos cuando la verdad se desdibuja.
El momento clave
“¿Tú qué habrías hecho, si fueras ellos?”
Lo que nos enseña
La película nos recuerda que la verdad no es una línea recta, sino un laberinto de intenciones.
Para llevar a la vida
¿Qué parte de tus verdades defiendes aunque sepas que hieren?
¿Cuántas veces la necesidad de “tener razón” te ha alejado de alguien que amabas?
Ser honesto no siempre significa decirlo todo, pero sí mirar con compasión lo que callamos.
Frase para llevarse
“La verdad no siempre libera; a veces nos enseña que todos estamos rotos en distinta medida.”Archivo del blog
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