martes, 20 de mayo de 2025

Victor Hugo



Jean Valjean no era, como se ha visto, de naturaleza malvada. Aún era bueno cuando entró en el presidio. Allí condenó a la sociedad y sintió que se iba volviendo malo; allí condenó a la Providencia y sintió que iba volviéndose impío.

 Aquí es difícil pasar adelante sin meditar un instante.

 ¿Puede transformarse la naturaleza humana completamente? ¿El hombre, creado bueno por Dios, puede ser convertido en malo por el hombre? ¿Puede el alma ser rehecha enteramente por el destino, y volverse mala si es malo el destino? ¿Puede el corazón deformarse y contraer dolencias incurables bajo la presión de una desgracia desproporcionada, como la columna vertebral bajo una bóveda demasiado baja? ¿No hay en cualquier alma humana, no había en la de Jean Valjean en particular, una chispa primitiva, un elemento divino, incorruptible en este mundo, inmortal en el otro, que el bien pueda desarrollar, fortalecer, purificar y hacer brillar esplendorosamente, y que el mal nunca pueda apagar?

 Todas estas son preguntas graves y oscuras, a la última de las cuales todo fisiólogo hubiera probablemente respondido «no», y sin dudar, si hubiese visto en Tolón a Jean Valjean, en las horas de descanso, que eran las de meditación, sentado, con los brazos cruzados, apoyado en algún cabrestante, con el extremo de su cadena metida en el bolsillo para impedir que arrastrase, a ese presidiario triste, serio, pensativo, silencioso, paria de las leyes, que miraba al hombre con cólera, condenado por la civilización, que miraba al cielo con severidad.

 Ciertamente, y no tratamos de disimularlo, el fisiólogo observador habría visto allí una miseria irremediable, habría compadecido tal vez a este enfermo del mal causado por la ley, pero no habría tratado siquiera de curarle; habría apartado la mirada de las cavernas que hubiese llegado a entrever en aquella alma; y como Dante en las puertas del infierno, habría borrado de esa existencia la palabra que el dedo de Dios ha escrito en la frente de todo hombre: ¡Esperanza!

 Este estado de su alma, que hemos tratado de analizar, ¿era tan claro para Jean Valjean como nosotros procuramos presentarlo a los que nos leen? ¿Veía distintamente Jean Valjean, a medida que se formaban, y aun después de su formación, todos los elementos de que se componía su miseria moral? ¿Se había explicado claramente este hombre, rudo e ignorante, la sucesión de ideas por medio de la cual, escalón por escalón, había subido y bajado hasta los lúgubres espacios que eran, desde hacía tantos años, el horizonte interior de su espíritu? ¿Tenía conciencia de todo lo que había pasado en él y de todas las emociones que experimentaba? Esto es lo que nosotros no nos atrevemos a decir, e incluso lo que no creemos. Había demasiada ignorancia en Jean Valjean para que, incluso después de tantas desgracias, no quedase mucha vaguedad en su espíritu. A veces, ni aun sabía exactamente lo que por él pasaba. Jean Valjean estaba en las tinieblas; sufría en las tinieblas; odiaba en las tinieblas; hubiérase podido decir que odiaba todo lo que pudiera tener delante. Vivía habitualmente en esta sombra, tanteando como un ciego y como un soñador.

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