domingo, 18 de mayo de 2025

 Ensayo ficticio breve, escrito al estilo de Schopenhauer, como si él analizara la sociedad contemporánea:

La civilización del deseo: una reflexión desde el siglo XXI

En cada época, la voluntad —ese ciego e insaciable impulso que atraviesa toda existencia— se manifiesta con nuevos rostros, pero siempre con el mismo trasfondo de miseria. El siglo XXI no ha escapado a su yugo; antes bien, lo ha glorificado. Nunca el ser humano ha tenido tantos medios para alimentar sus deseos, ni ha estado tan lejos de la paz interior.

La sociedad moderna ha elevado el querer al rango de virtud. Todo gira en torno a la realización personal, al éxito, al reconocimiento público. El individuo ya no vive para sí, sino para ser visto; no desea ser feliz, sino parecerlo. Redes de vanidad —llamadas sociales— han transformado el yo en mercancía, y el alma en escaparate. Cuanto más se multiplica el deseo, más se aleja la serenidad. Así, el hombre moderno corre sin saber adónde, condenado a sufrir por querer, y a aburrirse cuando consigue.

Han puesto la técnica al servicio de la voluntad. Cada invención que pretendía liberar al hombre, lo ha encadenado más: primero al trabajo, luego al consumo, y por último a la autoexplotación. ¿De qué sirve al hombre el poder de comunicarse con todo el planeta, si ha perdido la capacidad de estar en silencio consigo mismo?

La cultura, que en otro tiempo ofrecía un respiro —por medio del arte, la música o la filosofía— ha sido degradada a entretenimiento. El arte ya no eleva, distrae; ya no consuela, vende. La música, otrora reflejo puro de la voluntad misma, ha sido reducida a un ruido que acompaña la aceleración constante del vivir.

La moral ha sido sustituida por la opinión. La compasión, única base verdadera de toda ética, ha sido enterrada bajo discursos de eficiencia, éxito y competencia. El prójimo no es ya un ser con quien compartir el dolor del mundo, sino un obstáculo en la carrera por destacar.

Así, la modernidad ha perfeccionado el infierno. Un infierno brillante, lleno de pantallas y promesas; pero infierno al fin. La única esperanza reside, como siempre, en los pocos que comprenden la trampa, que reconocen la raíz del sufrimiento en el deseo mismo, y que, mediante la contemplación desinteresada, el ascetismo o el arte verdadero, logran vislumbrar un instante de liberación.

Pero son pocos, y cada vez más invisibles en esta era que ha confundido ruido con vida.


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