“La belleza llama a la catástrofe del mismo modo que los campanarios atraen el rayo...el energúmeno que lanza un bote de pintura acrílica al último autorretrato de Rembrandt, o el que ataca con un martillo la madona de Miguel Ángel, obedecen todos ellos, sin saberlo, a una misma pulsión.
Un día, hace ya tiempo, un pequeño percance me hizo intuirlo. Estaba escribiendo en un café...
El
ruido de las conversaciones no me molestaba, ni siquiera la radio que
bramaba en un rincón; había vomitado ininterrumpidamente durante toda la
mañana melodías de moda, cotizaciones de Bolsa, música de fondo,
resultados deportivos, una charla sobre la fiebre aftosa de los bovinos,
de nuevo melodías, y todo ese batiburrilo auditivo manaba como agua
caliente que se escapa de un grifo mal cerrado. ¡De pronto, milagro! Por
una razón inexplicable, esta vulgar rutina radiofónica dio paso sin
solución de continuidad a una música sublime: los primeros compases del
quinteto para clarinete de Mozart se enseñorearon de nuestro pequeño
espacio con serena autoridad, transformando ese café en una antesala del
Paraíso. Pero no se puede decir que los otros clientes, ocupados hasta
ese momento en charlar, jugar a las cartas o leer la prensa, fuesen
sordos: al oír aquellos acentos celestiales, se miraron estupefactos.
Pero su desazón no duró más de unos segundos: para alivio de todos, se
levantó resueltamente uno de ellos, fue a girar el mando de la radio y
cambió de emisora, restableciendo así una oleada de ruido más familiar y
tranquilizador, que cada uno pudo ignorar de nuevo tranquilamente.
En
ese momento se me impuso una evidencia que no me ha abandonado jamás
desde entonces: los verdaderos filisteos no son una gente incapaz de
reconocer la belleza, pues claro que la reconocen y muy bien, la
detectan al instante, y con un olfato tan infalible como el del esteta
más sutil, pero es para poder caer inmediatamente sobre ella con el fin
de ahogarla antes de que pueda entrar en su universal imperio de
fealdad. Pues la ignorancia, el oscurantismo, el mal gusto o la
estupidez no son fruto de simples carencias, sino de otras tantas
fuerzas activas, que se afirman furiosamente a la menor oportunidad, y
no toleran ninguna excepción a su tiranía. El talento inspirado siempre
es un insulto a la mediocridad. La necesidad de rebajarlo todo a nuestro
miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos
domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más
desoladores de la naturaleza humana.”
—Simon Leys
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