Anoche llovió con una intensidad casi violenta. Truenos, relámpagos, el cielo rugiendo como si algo antiguo quisiera despertar. Me inquieté. No era sólo el ruido, ni siquiera el sobresalto natural del cuerpo frente a lo inesperado. Era otra cosa. Algo más profundo.
Pensé
en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. En la gente que
escuchaba truenos verdaderos, no de nubes, sino de aviones cargados de
muerte. Me imaginé en un refugio, abrazando a alguien, esperando el
silencio como quien espera un milagro. No lo viví, pero por un momento,
algo en mí lo comprendió.
Y
luego pensé: no quiero ser cobarde. Sentí el miedo, sí, pero no quería
esconderme. Así que respiré. Me quedé quieto. No hice nada heroico,
salvo mirar. Escuchar. Estar presente.
Observé
la tormenta. La lluvia era violenta, sí, pero también bella. El cielo
iluminado por relámpagos tenía algo de arte salvaje. El mundo no me
atacaba, simplemente hablaba. Y yo estaba allí para escucharlo.
Me
tranquilicé. Me sentí vivo. A veces basta con quedarse, con mirar de
frente, con no huir del estruendo. Porque en medio del caos, la
naturaleza también nos ofrece verdad.
Y a veces —sólo a veces—, eso basta.
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