SE HA AFIRMADO A MENUDO QUE el anhelo de la felicidad es lo más universal que existe. San Agustín escribe que «el deseo de felicidad es esencial al hombre; es el móvil de nuestros actos. Lo más venerable, lo más comprensible, lo más nítido, lo más constante del mundo es no sólo que queramos ser felices, sino que sólo queremos ser eso. A ello nos fuerza la naturaleza».2 Y Blaise Pascal recalca: «Es el motivo de todas las acciones de los hombres, incluidos los que van a ahorcarse».3 También reflexionan sobre ello numerosos autores de otros universos culturales. Así, el monje budista Matthieu Ricard nos recuerda en su bello alegato a favor de la felicidad que «la aspiración principal, la que subyace a todas las demás, es el deseo de una satisfacción tan poderosa que alimenta nuestro gusto por la vida. Es este: “Que cada instante de mi vida y de la de los demás sea un instante de alegría y de paz interior”».4 Este anhelo era para Platón tan evidente que dudaba si merecía la pena plantearse la pregunta: «En efecto, ¿quién no desea ser feliz?».5 Me parece necesario puntualizar, no obstante, dos aclaraciones importantes. En primer lugar, ese afán de felicidad no significa que todos la busquemos. Podemos aspirar a la felicidad de un modo natural y casi inconsciente, sin necesariamente perseguirla de manera consciente y activa. Muchos son los que no se plantean explícitamente la cuestión de su felicidad, aunque la persiguen a través de la búsqueda del placer o la realización de sus aspiraciones. No se dicen a sí mismos: «Voy a hacer esto o lo otro para ser feliz», sino que desean cumplir unas satisfacciones concretas. La suma y la calidad de esas satisfacciones los harán felices en mayor o menor medida. Por otro lado, se puede también aspirar a la felicidad sin quererlo. Y ello de dos maneras: primero, sin poner en práctica los medios necesarios para acceder a la felicidad (uno aspira a ser feliz, pero no hace nada, o muy poco, para conseguirlo), y luego y principalmente, queriendo, deliberada y conscientemente, renunciar a la felicidad. Pues no a todos les parece un valor supremo. Un valor no es fruto de una necesidad natural, es una construcción racional. Cada cual es libre de situar otro valor por encima de este, aunque sea sacrificando en parte el segundo al primero, ya se trate de la justicia o de la libertad, por ejemplo
Frederic Lenoir
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