Creció sola, en un rincón cualquiera del mundo. Entre el
concreto y el polvo, en el mismo lugar donde corren los días y las
personas sin mirar. Una flor, apenas visible para muchos, brotó como un
acto de rebeldía de la naturaleza: sin permiso, sin ruido, sin necesidad
de aprobación. Era, simplemente, bella.
La
primera vez que la vi fue como una pausa en medio del movimiento. No
era más grande que mi palma, pero tenía ese brillo silencioso que sólo
poseen las cosas que no buscan atención. Al día siguiente, ya no estaba.
La habían arrancado. Tal vez alguien pensó que le serviría para adornar
su casa, o simplemente la cortó por costumbre, sin detenerse a pensar.
Días
después, la flor volvió a crecer, como si quisiera insistir en su
derecho a existir. Pero otra vez fue destruida. Y eso, más que tristeza,
me provocó una decepción difícil de explicar. ¿Por qué lo hacemos? ¿Por
qué nos cuesta tanto dejar que algo bello exista en paz? ¿Por qué
pensamos que todo lo que no entendemos o no nos pertenece debe ser
tomado o eliminado?
Hay
una forma de violencia silenciosa que ocurre cuando pasamos por alto lo
que debería inspirarnos respeto. Una flor en la tierra pública no es de
nadie, pero por lo mismo es de todos. Y lo que es de todos no debería
ser tratado con menos cuidado, sino con más.
No
se trata sólo de una flor. Se trata de cómo miramos el mundo. Si
aprendemos a respetar lo pequeño, lo frágil, lo que no nos grita para
ser visto, tal vez también aprendamos a ser mejores entre nosotros. La
belleza que no nos pertenece merece ser respetada, justamente porque
está ahí para recordarnos que no todo tiene que ser útil o nuestro para
tener valor.
La humanidad no está perdida mientras alguien se detenga a mirar una flor. Pero ojalá más personas decidan no cortarla.

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