La belleza… esa aparición fugaz que nos salva y nos condena al mismo tiempo.
La vi en los ojos de una muchacha en Oaxaca, bailando la Guelaguetza, y la vi también en las ruinas de Tenochtitlán, donde el esplendor fue derrotado por la avaricia. Porque la belleza en México —y tal vez en toda América— está siempre herida, siempre en lucha, como una flor que crece entre piedras coloniales y helicópteros modernos.
La belleza no es el orden. Es el relámpago en medio del caos. Es el rostro de Quetzalcóatl en un muro de concreto, la sombra de Sor Juana entre pantallas digitales, el jade del pasado convertido en lágrima del presente.
¿Qué es la belleza sino la nostalgia de lo que no tuvimos? El arte intenta atraparla, la literatura intenta nombrarla, pero siempre se nos escapa. La belleza es un fantasma generoso: se deja ver, pero no se deja poseer. Cuando creemos que la tenemos entre las manos, ya estamos hablando del recuerdo, no de la presencia.
La juventud cree que la belleza es superficie. La ve en los labios, en las caderas, en la piel tensa. Pero con los años entendemos: la belleza verdadera es la que sobrevive al espejo, la que no se marchita con la carne. Es la mirada que contiene siglos, la voz que pronuncia verdades aunque tiemble.
Y aun así, la belleza no consuela. Porque nos recuerda lo que no dura. Es el eterno ensayo general de lo eterno en el teatro de lo perecedero.
Escribimos —yo escribo— no para atrapar la belleza, sino para dialogar con su sombra. Porque quizás eso sea el arte: una conversación con lo que se está yendo, con lo que no volverá, con lo que duele precisamente por ser tan bello.
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