La imagen es cruda, pero necesaria. Nos confronta con una verdad que evitamos: no somos eternos, y lo que hacemos con el tiempo es lo que define el valor de nuestra existencia. ¿Lo dejamos pasar, lo desperdiciamos, lo llenamos de ruido inútil, o lo usamos para construir, amar, aprender, dejar huella?
Al ver ese reloj, uno no puede evitar preguntarse: ¿estoy dejando que el tiempo me cave la tumba, o estoy haciendo que cada segundo valga la pena? Porque si el final es inevitable —y lo es—, lo único que nos queda es la dignidad con la que caminamos hacia él.
Esta imagen, en su aparente sencillez, nos ofrece una lección de urgencia serena: no podemos detener el reloj, pero sí decidir qué hacemos mientras se mueve. Que el sonido del péndulo no sea solo un eco de pérdida, sino un llamado a vivir con propósito.

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