La frase “Me ilumino de inmenso”, escrita por Giuseppe Ungaretti en una trinchera durante la Primera Guerra Mundial, condensa en cuatro palabras una experiencia límite de conciencia. Su brevedad no es sinónimo de vacío, sino de profundidad contenida: un relámpago que atraviesa el alma humana en el momento exacto en que el ser deja de resistirse al mundo y se funde con él. Desde una mirada existencial, esta frase no es solamente un verso; es una epifanía.
El ser humano transita la vida con un sentido de separación. Se percibe como entidad individual, diferenciada del entorno, del otro, incluso de sí mismo. Nos nombramos, nos describimos, nos contenemos en historias, costumbres, títulos y pertenencias. Sin embargo, hay momentos—breves, pero radicales—donde todo eso se desmorona. Son experiencias de “inmensidad”: no por lo vasto del mundo exterior, sino por la imposibilidad de seguir sosteniendo una identidad cerrada ante lo que nos desborda.
Iluminarse de inmenso es haber tocado un fragmento de totalidad. No es saber algo nuevo, sino ser algo distinto, aunque sea por un instante. En medio del absurdo o el dolor, puede surgir una claridad no racional, una expansión. Sartre, Camus, Heidegger: todos hablaron del ser arrojado al mundo, de la náusea, del sinsentido. Pero también señalaron que esa conciencia radical, ese vértigo ante el abismo, es la puerta hacia una vida auténtica. Solo quien se ha sentido despojado de certezas es capaz de mirar el mundo sin las gafas del hábito.
Ungaretti escribe su verso en la guerra, en la cercanía constante de la muerte. Pero el verso no dice “me rompo”, “me pierdo”, “me hundo”. Dice “me ilumino”. La iluminación aquí no es un consuelo fácil ni una fe religiosa: es la lucidez que brota cuando el yo cede y el ser se ensancha. Como si el dolor, al volverse insoportable, abriera un umbral.
¿Quién soy cuando dejo de nombrarme? ¿Qué queda cuando caen las máscaras, las rutinas, los miedos? A veces, queda eso: inmensidad. Y no como algo ajeno, sino como algo que me habita. En lugar de resistirla, Ungaretti se deja atravesar por ella. Y en ese gesto, breve pero total, se ilumina.
Este verso no da respuestas, pero hace una invitación: a detenerse, a sentir, a dejar que la experiencia de existir nos golpee sin defensas. No para explicar el mundo, sino para habitarlo más hondamente. Me ilumino de inmenso: no como quien enciende una lámpara, sino como quien se incendia de mundo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario