domingo, 14 de diciembre de 2025

 El narcisismo como enfermedad de la sociedad contemporánea


Christopher Lasch, en La cultura del narcisismo (1979), diagnostica un mal que va más allá de la simple vanidad: la sociedad moderna ha desarrollado un yo inflado y frágil, una mezcla peligrosa de auto-obsesión y miedo al rechazo. Este narcisismo no es solo individual; es social, estructural, y refleja una cultura donde la imagen importa más que la esencia, donde el éxito se mide por la apariencia y no por la autenticidad.

Lasch señala que este fenómeno surge en parte por la decadencia de los lazos comunitarios y familiares.
La familia tradicional, que antes ofrecía estructura y valores, se ha debilitado frente a la presión de un mundo que premia la auto-promoción y la gratificación inmediata. Así, el individuo se convierte en un espectáculo de sí mismo, buscando constantemente aprobación externa mientras su núcleo interno se resquebraja. La sociedad, en lugar de formar ciudadanos sólidos, produce “espectadores de su propia vida”, atrapados en un ciclo de ansiedad y comparación interminable.

El consumismo moderno alimenta este vacío. Cada producto, moda o tendencia funciona como un espejo: “si tengo esto, soy valioso; si no, soy insignificante”. La identidad se externaliza, y la felicidad depende de la percepción de los demás, no del autoconocimiento ni de la realización personal. Lasch prevé la cultura de las redes sociales actuales: un espacio saturado de egos en miniatura que se retroalimentan, buscando likes y validación instantánea.

El narcisismo cultural tiene consecuencias profundas: erosiona la empatía, fragmenta las relaciones sociales y fomenta la superficialidad. Cuando el yo es el centro absoluto, la sociedad se convierte en un desfile interminable de máscaras, cada una más brillante, pero vacía por dentro. La verdadera enfermedad no está solo en el individuo, sino en un sistema que premia la apariencia sobre la sustancia y la inmediatez sobre la profundidad.

Como sociedad, enfrentamos un espejo que nos muestra rostros brillantes pero huecos.
Lasch nos recuerda que sin introspección y vínculos auténticos, corremos el riesgo de convertirnos en habitantes de un carnaval eterno, donde la frivolidad es la norma y la esencia, un lujo perdido.



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Bibliografía

Lasch, Christopher. La cultura del narcisismo: La vida americana en una época de decadencia de las instituciones. Nueva York: W.W. Norton, 1979.

Twenge, Jean M. iGen: Why Today’s Super-Connected Kids Are Growing Up Less Rebellious, More Tolerant, Less Happy—and Completely Unprepared for Adulthood. Atria Books, 2017.

Lasch, Christopher. The Minimal Self: Psychic Survival in Troubled Times. New York: W.W. Norton, 1984.

Roma: el legado que admiramos y la brutalidad que olvidamos

Cuando se habla de Roma, la conversación suele girar en torno a columnas de mármol, derecho republicano, arquitectura monumental y una supuesta “civilización” que iluminó al mundo antiguo. Roma aparece en los libros de texto como el modelo de organización, disciplina y grandeza. Pero detrás de ese brillo cultural hay una sombra larguísima que pocas veces se menciona: Roma fue, también, una maquinaria de violencia descomunal, sostenida por la espada, la esclavitud y el exterminio.

La grandeza romana no se entiende sin reconocer su brutalidad. Y quizá por eso cuesta tanto hablar de ambas cosas al mismo tiempo: porque nos obliga a aceptar que gran parte de la historia “civilizada” del mundo está construida sobre cimientos de sangre.

1. El imperio como proyecto de dominación absoluta

Roma no expandió fronteras con filosofía, sino con legiones. Donde llegaba Roma llegaban tres cosas: tributo, sometimiento y castigo. Su expansión fue uno de los proyectos militares más extensos de la historia. No había diplomacia sin amenaza, ni “paz romana” sin aniquilamiento previo.

La famosa Pax Romana fue, en realidad, la calma tras la devastación. Algo así como si un conquistador incendiara un pueblo, ejecutara a los líderes, esclavizara a una parte de la población y luego dijera: “miren qué paz tan hermosa logramos”.

Si eso no es marketing imperial, ¿qué es?

2. La esclavitud: el motor oculto del imperio

El cine nos pinta gladiadores heroicos, pero la realidad fue otra: Roma fue un imperio construido literalmente sobre millones de esclavos. Sin ellos no había agricultura, minería, construcción, ni lujo. Roma montó una economía entera basada en cuerpos ajenos.

Algunos historiadores calculan que entre el 20% y 40% de la población del imperio llegó a ser esclava en distintos periodos. La “ciudad eterna” brillaba porque miles trabajaban sin derechos, sin nombre y sin esperanza.

La supuesta superioridad cultural romana se sostenía gracias a pueblos enteros reducidos a mercancía humana.

3. La violencia como espectáculo

Roma convirtió la violencia en entretenimiento masivo. No hablamos de deportes rudos, sino de rituales públicos de tortura: hombres matando hombres, animales despedazando personas, ejecuciones teatrales.

El Coliseo no fue un símbolo de grandeza artística, sino de una sociedad que normalizó la muerte como diversión. Frente a 50 mil espectadores, la vida humana valía menos que un aplauso.

Hoy presumimos ruinas turísticas que antes fueron escenarios de masacres.

4. El borrado de los vencidos

El “legado romano” se consolidó también porque Roma destruyó deliberadamente a quienes podían contar otra historia. Ciudades borradas del mapa, bibliotecas quemadas, culturas absorbidas o aplastadas.

Cuando algo no convenía al relato romano, simplemente se eliminaba. Y cuando no se podía eliminar, se reinterpretaba bajo un lente romano para que pareciera parte del “progreso”.

El imperialismo moderno heredó esa técnica a la perfección.

5. Nuestro problema contemporáneo: fascinación por el verdugo

¿Por qué se sigue idealizando a Roma? Porque la historia la narran los vencedores, y Roma fue uno de los vencedores más exitosos. Pero también porque admirar Roma es, en el fondo, admirar un modelo de poder: ordenar el mundo mediante la fuerza, imponer una cultura como estándar universal, negar el derecho del otro a existir en sus propios términos.

En ese sentido, Roma es el espejo en el que las potencias actuales todavía se miran.

La idolatría por Roma revela algo incómodo: seguimos normalizando la violencia cuando produce civilización para algunos y sufrimiento para otros.

6. Recordar lo que hay debajo del mármol

No se trata de borrar el legado romano, sino de verlo completo. El derecho, las carreteras, las instituciones políticas y los avances urbanos existieron… pero coexistieron con campañas genocidas, esclavitud masiva y entretenimiento basado en la muerte.

El mármol no borra la sangre. Solo la cubre.

Hablar de la brutalidad romana no desmerece su historia; la humaniza y la desmitifica. Nos permite ver que las civilizaciones no son seres puros y elevados, sino proyectos contradictorios que combinan creación, destrucción, belleza y horror.

Y sobre todo, nos vacuna contra repetir la misma fascinación ciega por cualquier poder que se venda como civilizador mientras ejerce violencia estructural. 


 

 

El hombre detrás del mito: lo que realmente sabemos del Jesús histórico

Cuando se habla de Jesús, casi siempre se habla del Cristo: el personaje divino, el que camina sobre el agua, el que resucita, el que multiplica panes. Pero el Cristo es una construcción teológica, política y literaria. El Jesús histórico —el hombre de carne, polvo, sudor y contradicciones— es otra historia. Y es ahí donde la conversación se pone interesante, porque en lugar de milagros tenemos un contexto brutal; en lugar de dogmas, tensiones sociales; y en lugar de certezas absolutas, pistas, fragmentos y ecos.

¿Qué fuentes tenemos realmente?

De Jesús no tenemos ni una sola línea escrita por él. Ni un diario, ni una carta, ni un testimonio directo de alguien que lo vio en vida. Todo lo que sabemos proviene de:

  • Los evangelios, escritos décadas después de su muerte, por autores que no lo conocieron personalmente y que tenían una intención clara: convencer.
  • Un par de menciones romanas, breves y frías, donde apenas se confirma que existió un líder judío ejecutado por Roma.
  • Algunas referencias judías, donde aparece indirectamente como un agitador más.

Es decir: Jesús entra a la historia como un eco. Pero un eco fuerte.

¿Son históricos los evangelios?

Los evangelios no son biografías al estilo moderno. No buscan describir, sino proclamar: convencer de que Jesús es el hijo de Dios. Por eso mezclan dichos reales con interpretaciones, parábolas con teología, y hechos con simbolismos.

Pero eso no significa que sean inútiles para la historia. Los historiadores usan criterios como:

  • Múltiple atestiguación (si algo aparece en varias fuentes independientes, tiene más peso).
  • Criterio de dificultad (si un pasaje es embarazoso para la Iglesia, probablemente sea auténtico).
  • Coherencia con el contexto histórico conocido.

Usando esos filtros, emerge un retrato más terrenal.

El retrato más probable de Jesús

La mayoría de historiadores serios coinciden en que Jesús fue:

  • Un judío apocalíptico del siglo I, convencido de que Dios estaba a punto de intervenir en la historia.
  • Un predicador campesino, no un sacerdote ni un escriba.
  • Un curandero carismático, como muchos en esa época.
  • Un crítico feroz de las élites religiosas del Templo de Jerusalén.
  • Un hombre que anunciaba un “Reino de Dios”, no como un lugar celestial sino como un orden social distinto: más justo, más igualitario, más directo.

En pocas palabras: un hombre que caminaba con los pobres, hablaba contra los poderosos y anunciaba que el mundo iba a voltearse.

El contexto: una tierra al borde del estallido

Galilea y Judea estaban bajo una ocupación romana cruel, con impuestos que aplastaban a la gente, violencia cotidiana y corrupción institucional. En ese terreno fértil aparecían “mesías” cada tanto: líderes campesinos que prometían liberación.

Jesús parece haber sido uno de ellos. No el único. Pero sí el que más conectó con un pueblo cansado de ser pisoteado.

La tensión política

A veces se dice que Jesús murió por cuestiones religiosas. Eso es falso.
Roma no crucificaba a poetas. Crucificaba a rebeldes.

El título colgado en la cruz —“Rey de los judíos”— no era teológico: era político.
Era la forma romana de decir:

“Aquí está lo que hacemos con quienes se creen líderes de un movimiento peligroso.”

Jesús no fue ejecutado por hablar de amor. Fue ejecutado porque su mensaje cuestionaba la estructura de poder, generaba seguidores y despertaba miedos entre las élites.

¿Qué queda de él, históricamente hablando?

Queda una figura compleja:

  • Un hombre real que caminó con campesinos y enfermos.
  • Un predicador radical que hablaba de un mundo nuevo.
  • Un líder carismático que terminó como terminaban muchos líderes contra el Imperio: en una cruz.

El resto —los milagros, la resurrección, la divinidad— vino después, construido por comunidades que necesitaban darle un sentido más grande a su fracaso político.

Y sin embargo, ese fracaso se convirtió en una de las fuerzas culturales más grandes de la historia.

 Se cuenta que en el siglo pasado, un turista americano fue a la ciudad de El Cairo, con la finalidad de visitar a un famoso sabio. El turista se sorprendió al ver que el sabio vivía en un cuartito muy simple y lleno de libros. Las únicas piezas de mobiliario eran una cama, una mesa y un banco.

–¿Dónde están sus muebles?–preguntó el turista. Y el sabio, rápidamente, también preguntó:

–¿Y dónde están los suyos?

–¿Los míos?–se sorprendió el turista–. ¡Pero si yo estoy aquí solamente de paso!

–Yo también…–concluyó el sabio.

 Por qué el cielo es azul?


No lo sé.
¿Cómo puede ver el cielo sin saber por qué es azul?

Usted es el profesor.
Y usted es una persona. Si le explico por qué el cielo es azul, cuando lo mire verá mucho más de lo que veía. Y así vivirá más.

¿Y?
Enseñar es eso: ayudar a los demás a que vivan más y mejor.

¿En qué sentido?
Yo enseño a vivir con más sentido. Cuando aprende, su vida se llena de sentido. Por eso, yo no doy clases: doy vida al alumno.

¿Tan grave es no saber lo del cielo?
Más grave es no habérselo preguntado. Si logro que se lo pregunte, elevaré su nivel de conciencia y haré de usted mejor persona. ¿Ha estado hace poco en una guardería?

Sí.
Pues fíjese en los soles que dibujan hoy los parvulitos: pintan soles verdes o azules.

Los pintan de todos los colores.
¿Y sabe por qué?

¿...?
Porque hubo un Van Gogh que un día pintó un sol verde: ¡nos enseñó a ver el sol como yo le enseño a ver el cielo! Cuando yo era niño, el profesor que nos veía pintar un sol verde nos reñía: "Walter, no pintes el sol verde; ¿no ves que es amarillo?".

¿Y por qué hoy no se lo dicen al niño?
¡Porque existió Van Gogh! Y porque hubo un Picasso que nos enseñó a ver el cuerpo humano en Las señoritas de Aviñón, y hasta un Duchamp que convirtió un urinario en una obra de arte. El arte nos enseña a ver el mundo, y eso es lo que yo quiero hacer cuando enseño física y colecciono arte.

¿Qué tienen que ver arte y física?
Amo el arte porque me enseña a ver el mundo y, así, a crecer como persona y vivir más. Por eso soy artista cuando doy mis clases, porque aspiro a cambiar a mis alumnos.

Walter Lewin

 

 El niño que veía hadas en un imperio cansado

Nació en un imperio que hablaba en voz baja y mandaba en voz alta. Un imperio que administraba el mundo como si fuera una contabilidad infinita, donde la imaginación era un gasto innecesario y la belleza una excentricidad sospechosa. Irlanda, para Londres, no era un mito: era un problema. Y en medio de ese paisaje domesticado por el cálculo, William Butler Yeats creció escuchando algo que no figuraba en los informes imperiales.

Mientras el poder se expresaba en leyes, impuestos y ferrocarriles, el niño Yeats atendía a otras voces: hadas, colinas encantadas, héroes antiguos, símbolos que no servían para producir nada, pero que sostenían todo. No era evasión. Era resistencia primitiva. Antes de cualquier consigna política, Yeats entendió que quien pierde sus mitos pierde la forma de mirarse a sí mismo.

El Imperio quería una Irlanda funcional. Yeats intuía una Irlanda invisible.

Desde temprano, su imaginación se movió hacia lo que el mundo moderno desprecia: lo inútil, lo arcaico, lo simbólico. No porque fuera ingenuo, sino porque comprendía algo que los administradores no comprenden nunca: que las sociedades no se mantienen solo con pan, sino con imágenes. Que cuando se extingue el lenguaje del asombro, lo que queda es obediencia o ruido.

Aquí aparece el primer conflicto que marcará toda su obra: el poeta frente al progreso. No como reaccionario automático, sino como sospechoso lúcido. El progreso promete orden; Yeats veía empobrecimiento espiritual. Promete claridad; Yeats respondía con misterio. En vez de sumar datos, acumulaba símbolos. En vez de avanzar en línea recta, giraba en círculos antiguos.

No era nostalgia decorativa. Era una intuición histórica. Los pueblos conquistados no solo pierden tierras: pierden relatos. Y sin relatos propios, terminan hablando con la voz del vencedor incluso cuando creen estar pensando. El joven Yeats entendió que la verdadera colonización ocurre cuando el imaginario se vuelve ajeno, cuando lo posible y lo deseable son definidos desde fuera.

Por eso eligió lo que parecía frágil: leyendas, folklore, mitología celta. No para encerrarse en el pasado, sino para reconstruir una continuidad rota. Cada hada era una insurrección mínima. Cada símbolo, una negativa a aceptar que la realidad fuera solo lo que el poder decía que era. Frente al lenguaje administrativo del imperio, Yeats levantó un lenguaje ceremonial.

Ese gesto inicial contiene ya al Yeats entero. El poeta que nunca será cómodo. El hombre que nunca escribirá para tranquilizar a su época. El artista que sospecha de los consensos y prefiere el temblor del mito a la seguridad del manual. Antes de ser político, fue guardián. Antes de ser profeta, fue oyente.

El niño que veía hadas no estaba escapando del mundo: estaba preparándose para enfrentarlo. Porque sabía —aunque aún no pudiera decirlo— que vendría un tiempo en que el centro no se sostendría, en que las viejas formas se romperían, y que entonces solo quienes hubieran conservado un lenguaje profundo podrían nombrar el derrumbe.

Así comienza esta epopeya: no con un arma, no con una proclama, sino con un niño que se niega a dejar de ver lo que el imperio ha decidido no ver.

sábado, 13 de diciembre de 2025

 Carlos Fuentes no escribía novelas: abría portales. Cada libro suyo es una habitación con espejos enfrentados donde el tiempo se marea, la historia se disfraza y México —ese animal mitológico— habla con todas sus bocas a la vez. Leer a Fuentes es entrar a un río verbal caudaloso, denso, barroco, donde las palabras no avanzan: giran, se repliegan, se contradicen, se seducen unas a otras como si supieran que el lenguaje también desea.


Fuentes entendió algo incómodo y por eso indispensable: que México no es una línea recta sino un palimpsesto. Debajo del presente palpita el pasado; debajo del pasado, el mito; y debajo del mito, una pregunta sin respuesta. La región más transparente no retrata una ciudad: la invoca. La Ciudad de México aparece como un organismo febril, con memoria larga y conciencia culpable, donde los vivos conviven con los muertos y los ricos con su mala conciencia. Ahí, el lenguaje no describe: conjura.

Su prosa avanza como un desfile ceremonial: excesiva, consciente de su exceso, orgullosa de su exceso. Fuentes no le tenía miedo a la inteligencia ni al desbordamiento. Al contrario: escribía como quien sabe que pensar también puede ser sensual. En Aura, por ejemplo, la frase se vuelve hechizo, la segunda persona un susurro hipnótico, y el tiempo una serpiente que se muerde la cola. No lees: eres leído. No miras: alguien te observa desde la página.

Políticamente, Fuentes fue un escritor incómodo —como deben ser los que valen la pena—. Amó la revolución, pero no le perdonó sus traiciones; creyó en el poder, pero lo diseccionó con bisturí literario. La muerte de Artemio Cruz es el gran retrato del revolucionario convertido en cadáver moral: un hombre que ganó la historia y perdió el alma. Ahí, Fuentes nos dice sin anestesia que el poder no corrompe: revela. Y lo hace con una prosa que respira, jadea, se fragmenta, como el cuerpo moribundo del protagonista.

Carlos Fuentes escribía desde la convicción de que la literatura no es ornamento sino conciencia crítica. Su verbo exuberante no era vanidad, era resistencia: frente a la simplificación, complejidad; frente al olvido, memoria; frente al cinismo, imaginación. En un mundo que exige frases cortas y pensamientos rápidos, Fuentes apostó por el párrafo largo, sinuoso, pensante. Un acto casi subversivo.

Al final, Fuentes nos deja una lección incómoda y luminosa: la identidad no se hereda, se discute; la historia no se honra, se interroga; el lenguaje no se usa, se habita. Y quien entra en su obra ya no sale igual. Sale con más preguntas, más sombras, más palabras rondándole la cabeza como si la literatura —esa vieja hechicera— le hubiera susurrado al oído: piensa más hondo, mira más lento, no confíes en las versiones oficiales.

Carlos Fuentes escribió como quien sabía que las palabras, bien alineadas, no sólo hipnotizan: despiertan. 

Esta frase de Deleuze suena como un golpe poético y filosófico al mismo tiempo: nos habla de la vida no como una experiencia autónoma, sino como un espacio en el que los deseos, expectativas y sueños de los otros —el “Otro”— nos condicionan hasta límites extremos.

Cuando dice “la realidad será concebida como el fondo de una pesadilla”, imagino que se refiere a un mundo donde lo que llamamos real no es más que un decorado opresivo, oscuro, construido por fuerzas externas a nosotros. Y el héroe que muere “prisionero del sueño del Otro” simboliza a quien intenta vivir según su propio impulso pero queda atrapado en los mapas mentales, sociales o culturales impuestos por otros. Es una muerte existencial: no se trata de morir físicamente, sino de morir en la medida en que nuestra vida deja de ser genuina, atrapada en la proyección ajena.

En otras palabras, Deleuze parece decirnos: si vivimos solo para cumplir los sueños de otros, si nos definimos a través de sus expectativas, nuestra vida se convierte en una pesadilla, y la muerte —la desaparición del yo auténtico— es la consecuencia inevitable.

 

 Teresa Wilms Montt: la mujer que incendió la jaula


Teresa Wilms Montt no escribió: ardió.
No vivió: se fugó.
No murió: se disolvió en la noche, con perfume de tinta y pólvora emocional.

Nació en una jaula dorada —Chile, aristocracia, apellido con cerrojo— y desde ahí entendió la primera gran lección trágica: el privilegio también asfixia. A Teresa no le faltó nada, excepto lo único imprescindible: aire. Y cuando falta aire, una mujer inteligente no pide permiso: rompe el vidrio.

Su vida fue una batalla campal contra el mandato femenino de su tiempo. Esposa obediente, madre silenciosa, alma domesticada: el catálogo completo del deber ser. Teresa leyó ese manual y lo arrojó al fuego. Amó a quien quiso, escribió como le dolía, pensó sin pedir disculpas. Resultado previsible: castigo. La encerraron. Literalmente. Convento. Rejas morales. Exilio interior. El patriarcado no sabe dialogar: sabe encerrar.

Pero Teresa no fue una víctima dócil; fue una fugitiva metafísica. Escapó del convento con ayuda de Vicente Huidobro —porque toda épica necesita cómplices— y comenzó su verdadero destino: errar. Buenos Aires, Nueva York, Madrid, París. Ciudades como estaciones del alma. Nunca hogar, siempre tránsito. Siempre herida abierta, siempre palabra.

Su escritura es un grito que no pide aplausos. Inquietudes sentimentales, Los tres cantos, En la quietud del mármol. No hay pose literaria, hay hemorragia. Teresa escribe como quien se arranca algo del pecho y lo deja sangrando en la página. No busca estilo: busca salvación. Spoiler trágico: no la encuentra.

En sus textos aparece una constante brutalmente honesta: el amor como droga dura. Amar hasta desaparecer. Amar hasta doler bonito. Amar como quien se lanza de un balcón esperando que el suelo también ame de vuelta. Teresa amó hombres, mujeres, ideas, fantasmas. Y casi siempre perdió. Pero perder, en su caso, no fue fracaso: fue método.

Porque Teresa entendió algo que aún incomoda:
la libertad femenina tiene un costo altísimo, y no siempre se paga con finales felices. Se paga con soledad, con escándalo, con diagnósticos de “locura”, con la etiqueta de “excesiva”. A Teresa la llamaron histérica cuando lo que tenía era claridad. La llamaron inmoral cuando lo que tenía era deseo. La llamaron inestable cuando lo que tenía era conciencia.

Su suicidio no fue un gesto romántico —eso se lo dejamos a los lectores perezosos— sino el último acto de una vida llevada al límite. Teresa vivió sin anestesia. Y el mundo, francamente, duele demasiado cuando se siente todo. Murió joven, sí. Pero gastada como un cometa, no como una vela apagada por el viento.

Hoy Teresa Wilms Montt no pertenece al panteón tranquilo de las escritoras decorativas. No cabe en la repisa ordenada de “poetisas tristes”. Ella es otra cosa: una advertencia. Una prueba viviente —y ardiente— de lo que ocurre cuando una mujer decide ser sujeto y no adorno.

Su épica no es la del triunfo, sino la del desafío. No venció al mundo; lo enfrentó sin bajar la mirada. No fue feliz; fue libre a ratos, y eso, a veces, es más raro. Teresa no nos enseña a vivir mejor, nos enseña a vivir sin mentirnos.

Y eso incomoda.
Y eso duele.
Y eso, precisamente, la vuelve inmortal.

Teresa Wilms Montt:
la que escribió con sangre cuando le pidieron silencio,
la que amó cuando le exigieron obediencia,
la que se fue cuando el mundo ya no tuvo nada digno que ofrecerle.

No la lloren.
Léanla.
Y tiemblen un poco. 


 

 Decir “no estoy pensando en nada” es una pequeña mentira piadosa. Como cuando uno dice “solo una copita” o “ya voy saliendo”. El cerebro, ese órgano incapaz de apagar la luz, nunca se queda en blanco. Lo que hace, cuando creemos que no piensa, es pensar sin avisarnos.


La neurociencia
le puso nombre a ese estado aparentemente vacío: red neuronal por defecto (default mode network). Suena a configuración de fábrica, y lo es. Cuando no resolvemos problemas, no leemos, no discutimos ni calculamos impuestos, el cerebro entra en modo divagar. No se duerme: se va de paseo.

En ese paseo mental no hay silencio; hay murmullo. Aparecen recuerdos sueltos, escenas viejas, diálogos que no terminamos nunca, versiones alternativas de nuestra vida (“¿y si hubiera dicho eso?”), fantasmas del futuro (“¿y si pasa aquello?”). Es el cerebro haciendo archivo, limpieza, conexiones raras, como un bibliotecario insomne que reorganiza estanterías a las tres de la mañana.

Paradójicamente, no pensar en nada es cuando más nos pensamos. No en términos lógicos, sino existenciales. La red por defecto está ligada al yo, a la identidad, a la autobiografía. Ahí se cocina la sensación de ser alguien continuo en el tiempo. Cuando creemos estar vacíos, el cerebro está escribiendo —sin pedir permiso— el borrador de quienes somos.

Por eso el silencio incomoda. Callar deja espacio. Y el espacio deja entrar cosas. En una época obsesionada con estímulos, pantallas y ruido, no pensar en nada es casi un acto subversivo. El sistema prefiere cerebros ocupados: consumiendo, produciendo, reaccionando. Un cerebro que divaga es peligroso: puede imaginar.

Y aquí viene la ironía: muchas ideas brillantes nacen justo ahí, en ese supuesto vacío. El “¡ajá!” aparece cuando uno se baña, camina, mira al techo. No cuando fuerza la cabeza como si fuera un frasco duro. El cerebro necesita holgura para unir puntos que, bajo presión, no se tocan. El ocio mental no es flojera: es incubadora.

Pero cuidado: ese vagar también puede volverse pantano. La misma red que permite la creatividad puede alimentar la rumiación, la ansiedad, el bucle infinito del “qué hubiera pasado si…”. No pensar en nada no siempre es paz; a veces es un espejo sin marco donde uno se queda demasiado tiempo mirándose.

Así que no, no existe el vacío mental.
Existe el pensamiento sin micrófono, el pensamiento en pantuflas. El cerebro no descansa: cambia de música. Baja el volumen de la razón y sube el del recuerdo, el deseo, la intuición.

Quizá la pregunta no sea qué pasa cuando no pensamos en nada, sino qué pasa cuando por fin dejamos de estorbarle al cerebro. Ahí, en ese aparente silencio, no hay nada… salvo nosotros, dispersos, recombinándonos, como constelaciones que solo se ven cuando se apagan las luces. 

viernes, 12 de diciembre de 2025


 

 

🌿 HORACIO: EL POETA QUE APRENDIÓ A VIVIR ENTRE LA GUERRA Y EL VINO

Imagínate Roma en el siglo I a.C.:
la República se desmorona, las calles huelen a tumulto y hierro, los discursos arden, los ejércitos marchan contra sus propios ciudadanos.
En medio de ese caos nace un hombre que, paradójicamente, terminará siendo la voz de la tranquilidad, el poeta que invita a detenerse, respirar y mirar la vida con serenidad.

Ese hombre es Quinto Horacio Flaco, más conocido simplemente como Horacio.


✦ El hijo del liberto que llegó a codearse con los grandes

Horacio nació en el año 65 a.C. en Venusia, en el sur de Italia.
Su padre había sido esclavo y logró comprar su libertad. Lejos de resignarse a un destino humilde, decidió que su hijo recibiría la mejor educación posible. Lo llevó a Roma y después a Atenas, donde Horacio estudió filosofía y retórica.

Ese detalle es clave: Horacio, antes que poeta, fue un obsesivo observador de la vida, un lector de las pasiones humanas.


✦ Soldado republicano: la guerra que no pidió

Cuando estalló la guerra civil entre César, Pompeyo y más tarde entre Marco Antonio y Octaviano (Augusto), Horacio, todavía un joven idealista, se alistó en el ejército republicano.
Participó en la desastrosa batalla de Filipos.
Perdieron.
Y el poeta huyó “vergonzosamente”, según él mismo reconocía con ironía.

Volvió a Roma sin fortuna, sin poder y sin ilusiones políticas. Le quedaba una cosa: la poesía.


✦ Mecenas: el encuentro que le salvó la vida

Aquí aparece uno de los grandes mecenas de la historia: Cayo Cilnio Mecenas, consejero de Augusto y protector de las artes.
Leyó los primeros versos de Horacio y quedó cautivado.
Le dio apoyo económico, una villa en el campo y, sobre todo, un espacio para escribir en paz.
Sin Mecenas, nunca habríamos tenido un Horacio.


✦ “Carpe diem”: un poema que moldeó siglos

Si hay una frase que resume a Horacio es:

“Carpe diem, quam minimum credula postero.”
Aprovecha el día, confiando lo menos posible en el mañana.

Pero el “carpe diem” de Horacio no es libertinaje ni impulso ciego.
Es una sabiduría suave, nacida del trauma de la guerra y del reconocimiento de la fragilidad humana.

Para Horacio, vivir era un arte:
– disfrutar el vino sin caer en el exceso,
– saborear la conversación,
– cultivar amistades,
– aceptar con dignidad lo que no se puede controlar.

Horacio es el poeta del justo medio, de la moderación luminosa.


✦ Las Odas: un templo de palabras

Su obra más famosa, las Odas, son poemas que mezclan filosofía, sensualidad, mitología y una observación sutil del mundo cotidiano.
Son pequeñas catedrales líricas donde cada verso parece colocado con un cincel.

En ellas habla del amor, la naturaleza, el paso del tiempo, la amistad, la gloria, la simplicidad.
Horacio parece decirnos:

“La vida no es larga. No la desperdicies deseando otra.”


✦ El poeta de la intimidad

A diferencia de Virgilio, que cantó a los emperadores y a Roma, Horacio cantó al individuo, a la lucha cotidiana de una persona cualquiera por encontrar equilibrio en un mundo turbulento.

Por eso su poesía sigue viva:
porque habla con una voz cercana, más humana que heroica.


✦ Su legado: un monumento más duradero que el mármol

Poco antes de morir, Horacio escribió:

“He levantado un monumento más perenne que el bronce.”

No mentía.
Poetas medievales, renacentistas, modernos y contemporáneos —de Petrarca a Borges— lo leyeron como a un maestro del vivir.
Sus versos son un recordatorio de que incluso en medio del caos, el ser humano puede esculpir belleza, calma y lucidez.

Horacio fue el poeta del vino suave, de la amistad verdadera, del tiempo que se escapa y del arte de atraparlo entre versos.

 

La Biblioteca Oscura 

Huntington y El choque de civilizaciones: cuando la geopolítica hizo del prejuicio una teoría

Hay libros que no necesitan ser racistas para provocar racismo. Basta con que organicen el mundo en cajones rígidos, simplifiquen identidades complejas y den a los poderosos un mapa emocional para justificar guerras. The Clash of Civilizations (1996), de Samuel P. Huntington, logró exactamente eso: convirtió un estereotipo del café universitario estadounidense en una teoría “seria” que terminó moldeando políticas reales.

Huntington escribió su libro después del fin de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos buscaba su nuevo enemigo favorito. La caída de la URSS había dejado un vacío narrativo: ya no había un villano global conveniente. Y en vez de pensar en desigualdad, capitalismo salvaje, dictaduras financiadas por Occidente o el desastre climático, Huntington ofreció un diagnóstico elegante y cómodo:

el mundo no se divide por política o economía, sino por “civilizaciones” incompatibles entre sí.

Así agrupó a miles de millones de personas como si fueran tribus homogéneas con instintos fijos:

  • La “civilización occidental”.
  • La “islámica”.
  • La “confuciana”.
  • La “hindu”.
  • La “ortodoxa”.
  • Y otras cajas más, todas rígidas como manual de Disneyland.

Y dentro de ese mapa reduccionista, Huntington insinuó —con el tono académico del que no insulta: diagnostica— que el Islam estaba predispuesto al conflicto. No por historia, geopolítica o circunstancias, sino por su “cultura profunda”. Así de fácil: si un país musulmán tenía tensiones, era porque era musulmán. Punto.

Fue un bestseller inmediato.
No porque fuera cierto, sino porque calmaba ansiedades:
—“Ah, claro… no es que intervengamos, bombardemos o apoyemos dictadores. Es su civilización. Ellos son así.”

Con ese lente, Huntington le dio a Occidente un permiso intelectual para mirar al resto del planeta como si fueran tribus eternas atrapadas en su esencia. Una idea vieja, pero ahora en traje de politólogo de Harvard.

Lo peligroso es que el libro no quedó en debates académicos: influenció la política real.
Después del 11 de septiembre de 2001, su tesis se convirtió en profecía autocumplida.
Gobiernos, militares, periodistas y think tanks citaron a Huntington como si fuera un profeta.
Y su mapa simplista —Occidente vs. Islam— se volvió sentido común global.

De pronto, la complejidad del mundo se redujo a un slogan:
“Ellos contra nosotros.”

Irónico: Huntington afirmaba que no buscaba justificar conflictos, pero su libro se volvió el guion de una era de guerras, sospechas y paranoias.

Las civilizaciones que describió no existen como él las imagina. Lo que sí existe es el poder de una idea mal planteada para reorganizar la violencia.

El mayor error del libro no fue predecir un conflicto que no existía:
fue ayudarnos a construirlo.

Y lo más divertido es que El choque de civilizaciones fue tomado como verdad revelada por gente que nunca ha salido de su país.
Personas que creen que “el Islam” es un bloque uniforme, pero no saben ni distinguir Pakistán de Indonesia.
Huntington les sirvió el mundo en un menú infantil:
—“Aquí tienes siete civilizaciones. No mezcles los colores.”

Para los políticos fue perfecto:
mucho más fácil decir “nos odian por nuestra libertad” que aceptar
“quizá estamos bombardeando países desde hace décadas”.

Si Bill Hicks hubiese leído a Huntington, habría dicho algo así:
—“Este tipo no describió el mundo: describió el contenido de la televisión estadounidense a las tres de la mañana.”

Porque al final, las civilizaciones no chocan.
Lo que choca es la ignorancia organizada.
Y eso sí que es una superpotencia global.

 La inmortalidad como maldición elegante: el humano atrapado en su propio eco

Hay quienes sueñan con dejar huella, como si el mundo fuera una playa eterna y la espuma no tuviera oficio. Pero Kundera, con la sonrisa torcida del que ya vio demasiadas tragedias volverse comedia, nos recuerda que la inmortalidad no es un premio: es una prolongación incómoda del ruido que dejamos al pasar. Un eco terco. Una sombra que insiste en caminar cuando el cuerpo ya se fue a dormir.

En La inmortalidad, la idea de trascender no es una gloria, sino un malentendido que se infla como globo de feria: bonito desde lejos, ridículo de cerca. Agnes, con su melancolía que no presume, encarna el deseo de desaparecer sin deberle nada al mundo, pero el mundo —caprichoso como un gato— insiste en darle un significado. Goethe, por su parte, ya no puede escapar de la fama que lo convirtió en estatua, condenado a sonreír para un público que jamás pidió.

La inmortalidad aquí no es el Olimpo; es un cuarto mal iluminado donde los humanos seguimos actuando incluso después del aplauso. Una condena teatral. Una maroma sin fin. El problema de trascender es que deja de pertenecerte tu historia: la toman otros, la visten, la peinan, la tergiversan… y tú, ya difunto, no puedes pedir derecho de réplica. Te vuelves mito, y los mitos no se defienden: sólo se usan.

Lo más irónico —Kundera diría “humano, demasiado humano” con risa baja— es que la inmortalidad no depende del mérito, sino del capricho ajeno. Puedes dedicar una vida a la delicadeza y la inteligencia, y aun así ser recordado por el chisme equivocado. O peor: por una anécdota menor que jamás quisiste que sobreviviera. Ser inmortal es tener mala suerte archivada.

Pero lo más feroz del asunto es que el deseo de inmortalidad nace del miedo: miedo a ser olvidado, a ser intercambiable, a que nuestra vida —esa obra con tanto ensayo y tan poco público— no deje ni un suspiro en el aire. En respuesta, Kundera nos guiña: “relájate, nadie recuerda bien a nadie”.

Así, la inmortalidad aparece como chiste cósmico, una broma larga que juega con el orgullo humano. ¿Querías sobrevivir? Toma: aquí tienes una caricatura de ti. Una versión mejorada… o arruinada. Pero no te quejes: peor sería que nadie te dibujara.

En el fondo, la inmortalidad kundereana no es un premio divino, sino un espejo deformado. Una invitación a dejar de correr detrás del aplauso y regresar a lo íntimo, a lo leve, a lo que no necesita monumentos. Porque al final, lo más vivo del ser humano no es lo que permanece, sino lo que se escapa.

La verdadera eternidad —susurra Kundera,
con esa risa suya que acaricia y raspa— quizá está en vivir sin preocuparse del eco. Porque el eco, al fin y al cabo, sólo repite lo que ya no somos. 

jueves, 11 de diciembre de 2025


La canción que aterró a los guardianes del orden moral

Hay canciones que nacen como susurros y otras que nacen como amenazas. “Imagine” pertenece a la segunda categoría, aunque no suene así. Su melodía es suave, casi una caricia, pero su mensaje es dinamita: pedirle a la humanidad que se imagine un mundo sin países, sin religiones, sin posesiones… en plena Guerra Fría. Era como lanzar una granada a cámara lenta.

Cuando Lennon la publicó en 1971, la canción fue recibida como un himno de paz, pero también como un manifiesto subversivo. Para ciertos sectores conservadores en Estados Unidos, “Imagine” era casi un acto de traición ideológica. No por pacifista, sino por cuestionar los pilares que esos mismos sectores consideraban intocables: Dios, la propiedad y la nación.

¿Por qué fue censurada?

  • Emisoras conservadoras de EE. UU. la sacaron de programación porque la frase “Imagine there's no heaven” se interpretó como un ataque directo a la fe cristiana.
  • Algunos políticos la calificaron de “antiamericana”, especialmente durante los años posteriores al caso Watergate y en el ambiente paranoico del anticomunismo.
  • Durante la presidencia de Reagan, varias radios vetaron la canción por considerarla una “defensa soterrada del comunismo”.
  • Tras el 11 de septiembre de 2001, la canción volvió a ser temporalmente retirada en algunas estaciones de Clear Channel por “contenido inapropiado”, pues pedía imaginar un mundo sin fronteras en pleno auge del patriotismo bélico.

El poder simbólico

La censura reveló algo importante:
no hay nada más peligroso para un sistema que una idea simple, pegajosa y emocionalmente bella.
La canción no usa lenguaje revolucionario, no convoca a las armas, no organiza huelgas. Solo pide imaginar. Y sin embargo, asusta. ¿Por qué? Porque el poder teme a las metáforas cuando conectan con el deseo colectivo. El poder sabe que si la gente empieza a imaginar un mundo sin las estructuras que lo sostienen, entonces ese poder deja de parecer natural.

Una obra prohibida que se volvió universal

Lo irónico es que la censura no debilitó a “Imagine”; la convirtió en un himno. Hoy es cantada en ceremonias oficiales, en los Juegos Olímpicos, en eventos globales.
Los mismos sistemas que la temían terminaron adoptándola porque su magnetismo simbólico era demasiado grande para ser ignorado.

Pero eso no borra su filo. “Imagine” sigue siendo una canción radical. Solo que ahora se canta con voz dulce, como si nada. La letra no ha perdido su poder, solo se volvió tan famosa que muchos olvidaron que propone dinamitar las bases del mundo tal como lo conocemos.

La reacción de los gobiernos a “Imagine” demuestra algo que George Carlin siempre señalaba:
los poderosos no le temen a la violencia, le temen a las ideas.
A un Estado le preocupa más una canción bonita con una idea peligrosa que toda la artillería que presume.

“Imagine” no propone destruir nada. Propone imaginar algo distinto. Y eso —para los guardianes del orden— siempre será más peligroso que un misil.


 

 Los flagelantes medievales son uno de los fenómenos religiosos más intensos, dramáticos y reveladores de la psicología colectiva en tiempos de crisis. Narrado como historia, pero también como radiografía de la mente humana.


1. El origen: Europa entre la peste y el pánico

A mediados del siglo XIV, Europa vivió la Peste Negra.
Muerte por todos lados: aldeas vacías, cadáveres en las calles, miedo absoluto.

La gente buscaba una explicación, algo que ordenara el caos. La idea dominante fue:

“Esto es un castigo de Dios por nuestros pecados”.

Si el castigo es divino, la lógica medieval era:
debemos sufrir para limpiar nuestros pecados y aplacar a Dios.

La muerte inexplicable se interpretó religiosamente:
no como fenómeno biológico, sino moral.


2. ¿Quiénes eran los flagelantes?

Eran grupos de hombres (a veces también mujeres) que recorrían pueblos y ciudades formando procesiones penitenciales. Caminaban descalzos, vestidos con túnicas blancas o negras, con hoods que tapaban el rostro, cantando himnos sombríos.

Y en medio del camino hacían esto:

Golpearse la espalda con látigos de cuero, cuerdas o cadenas

a veces con puntas de hierro.

La sangre corría.
El suelo se manchaba.
La gente lloraba al verlos.

Creían que el dolor físico liberaba la ira divina y calmaba la peste.


3. Ritmo ritual: 33 días y 33 noches

Muchos grupos seguían un número simbólico:
33 días, uno por cada año de la vida de Cristo.

Cada día había dos ceremonias:

  • la procesión pública
  • la flagelación ritual, donde se azotaban hasta quedar exhaustos

Lo hacían cantando himnos apocalípticos, pidiendo perdón por el mundo.

Era una especie de “teatro de salvación colectiva”.


4. ¿Por qué se propagó tan rápido?

Porque el ser humano, en crisis, busca sentido.
La peste mataba sin lógica.
Los flagelantes ofrecían una narrativa simple y brutal:

“Sufro yo para salvarnos a todos.”

Además, ofrecían algo raro: control.
En un mundo donde la muerte llegaba sin avisar, ellos decidían cuándo sentir dolor.
Era un poder simbólico en medio del caos.


5. Pero también eran un desafío al poder

La Iglesia Católica, paradójicamente, condenó a los flagelantes.

¿Por qué?

Porque se volvieron demasiado populares, demasiado autónomos, demasiado peligrosos para el orden eclesiástico.

  • No obedecían al clero.
  • Afirmaban recibir revelaciones directas de Dios.
  • A veces acusaban al Papa de corrupción.
  • Sus procesiones generaban tumultos y contagios (literalmente propagaban la peste).

En 1349, el Papa Clemente VI los excomulgó.

Pero el movimiento ya había prendido como fuego en pastizal seco.


6. Psicología profunda del flagelante

Aquí está lo más interesante

a) El dolor como liberación emocional

Cuando todo está mal afuera, el dolor interno parece una purga.
Un reset.
Una forma de sentir que “pagas” tus miedos.

b) Culpa colectiva

La Edad Media estaba saturada de culpa religiosa:
pecado original, amenazas de infierno, sermones de penitencia.

Los flagelantes convirtieron esa culpa abstracta en algo físico:
que duela, para que valga.

c) Comunidad y trance

Las procesiones producían un estado de éxtasis colectivo.
Música, cantos, movimiento repetitivo, gritos, sangre.
Esto genera trance, aunque no lo llamaran así.

Era casi un ritual chamánico europeo.

d) El cuerpo como mensaje

En una época sin redes sociales, sin periódicos, sin nada…
La sangre era el comunicado.


7. El lado oscuro: persecuciones y violencia

Muchos grupos de flagelantes terminaron cayendo en fanatismos extremos.
Algunos propagaron ideas antisemitas, culpando a los judíos de la peste.
Esto llevó a linchamientos y masacres.

La culpa, cuando se vuelve colectiva, busca culpables externos para aliviarse.


8. ¿Y Dios? ¿Quería ese sufrimiento?

Desde una perspectiva teológica más madura, no.

La idea de que Dios necesita tu dolor para perdonar es una proyección humana:
refleja más la estructura social (autoridad, castigo, obediencia) que la divinidad.

Pero en la Edad Media, la espiritualidad era inseparable del miedo:
miedo al pecado, al infierno, a la condena eterna.

El flagelante era un hijo tratando de calmar a un padre cósmico que imaginaba furioso.


9. ¿Por qué nos intriga tanto hoy?

Porque nos muestra un patrón eterno:
cuando el mundo colapsa, los seres humanos buscan sentido en el sacrificio.

El flagelante medieval es antepasado simbólico de:

  • quien se autocastiga por culpa
  • quien se vuelve adicto al sufrimiento para sentir valor
  • quien cree que debe pagar con dolor para ser digno de amar o ser amado

Es una psicología que sigue viva, pero disfrazada.


La deconstrucción: abrir la caja negra del sentido

La deconstrucción no es un martillo filosófico ni una motosierra conceptual, aunque a veces lo parezca. Es más bien un acto de oído fino: escuchar las grietas del lenguaje, oír cómo cada palabra guarda dentro un fantasma que contradice lo que dice. Jacques Derrida, su padre incómodo, la imaginaba como ese gesto que revela que los conceptos son casas viejas: parecen sólidas, pero si levantas una tabla, encuentras termitas, memorias y doble fondo.

En un mundo cansado de certezas instantáneas, la deconstrucción aparece como un método para desarmar los discursos que se presentan como “naturales”. Es un arte de sospecha poética: mira el texto como quien revisa un espejo empañado, buscando aquello que se oculta detrás del reflejo.

1. ¿Qué es deconstruir?

Deconstruir no es destruir —aunque a muchos conservadores les encante esa caricatura— sino deshacer cuidadosamente los hilos que sostienen una idea. Es mostrar que los binomios que usamos a diario (“hombre/mujer”, “civilizado/salvaje”, “normal/anormal”) no son leyes naturales, sino sillas cojas sostenidas por siglos de repetición.

Derrida lo decía con un guiño casi zen:

> No hay un afuera del texto.

No porque todo sea “texto”, sino porque toda experiencia pasa por el lenguaje. Y el lenguaje, pobrecito, es tan fiel como un gato.

Así que deconstruir es leer al revés, al sesgo, desde el margen. Es preguntarnos:
—¿Qué tuvo que ser silenciado para que esta idea pareciera firme?

2. Ejemplos actuales: la calle como laboratorio

a) El debate sobre el género

Las discusiones sobre identidades trans y no binarias son un campo de batalla donde se ve brillar —y sangrar— la deconstrucción. La cuestión no es “inventar géneros”, sino mostrar que la división rígida hombre/mujer nunca fue tan rígida. La biología es compleja, la cultura es caprichosa, y la historia está llena de matices que se limpiaron para fabricar un binario cómodo.

La deconstrucción entra como un reflector:

> ¿Qué intereses sostuvieron esa dicotomía?
¿A quién deja fuera?
¿Quién gana cuando el mundo se reduce a dos cajones?

b) La idea de “seguridad” en política

Gobiernos actuales —de Bukele a ciertos discursos europeos— repiten el mantra de “seguridad total”. Suena bien. Huele a orden. Pero la deconstrucción pregunta:
¿Seguridad para quién?
¿Contra quién?
¿Cómo se fabrica un enemigo y se lo convierte en principio de gobernabilidad?

Al desmontar ese relato, aparece una danza de exclusiones: “los otros”, “los peligrosos”, “los desechables”. La deconstrucción hace visible el truco: la seguridad no es un valor absoluto, sino una narrativa que reorganiza miedos y poderes.

c) Deconstrucción en la cultura pop

De Beyoncé en Lemonade a las películas de Jordan Peele, la cultura afrodescendiente ha usado la deconstrucción como arma estética. Tomar un símbolo tradicional —la familia perfecta, la identidad nacional, la masculinidad— y mostrar su fractura interna.
Peele agarra al “monstruo” clásico del horror y lo voltea para revelar que el verdadero monstruo es la sociedad que necesita crearlo.

3. El gesto político de la deconstrucción

Deconstruir es dejar de aceptar las cosas como “naturales”.
Eso asusta.
Porque cuando se afloja la tuerca del orden, tiemblan también los privilegios.
Por eso la deconstrucción siempre ha sido acusada de relativista, nihilista, disolvente.

Pero más bien es una invitación a respirar:

> Si nada es completamente sólido, todo puede cambiar.
Y si todo puede cambiar, entonces el poder no es destino.


La deconstrucción es una ética del temblor.

Nos recuerda que lo que hoy gobierna puede mañana ser polvo.
Y que pensar críticamente no destruye al mundo: lo abre.


4. Conclusión: deconstruir es un acto de amor feroz

La deconstrucción es ese arte de decir:
—No me vengas con verdades eternas; déjame ver de qué están hechas.

No quiere aniquilar significados, sino dejarlos respirar.
Es un gesto político, sí, pero también íntimo, casi sensual:
haz lugar para lo otro, para lo que no encaja, para lo que estaba tapado.

En tiempos de discursos rígidos, de identidades blindadas y nacionalismos que se creen de mármol, la deconstrucción es aire fresco.
Un viento que sopla, burlón y poético, recordándonos que incluso las palabras más solemnes tienen su talón de Aquiles.



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Bibliografía mínima y jugosa

Derrida, Jacques. De la gramatología. Siglo XXI, 2017.

Derrida, Jacques. Márgenes de la filosofía. Cátedra, 2008.

Butler, Judith. El género en disputa. Paidós, 2007.

Butler, Judith. Vidas precarias. Paidós, 2006.

Spivak, Gayatri Chakravorty. “¿Puede hablar el subalterno?”. En Crítica de la razón poscolonial. Akal, 2010.

Hall, Stuart. La identidad cultural en la posmodernidad. Amorrortu, 2003.

Ahmed, Sara. The Cultural Politics of Emotion. Edinburgh University Press, 2014.

Mbembe, Achille. Necropolítica. Melusina, 2011.


 

1. ¿Cómo sabemos que la materia existe independientemente de la conciencia?

No podemos demostrarlo como se demuestra un teorema, pero sí podemos inferirlo racionalmente con una fuerza enorme. Hay tres grandes líneas:

A) Coherencia y estabilidad del mundo

El mundo se comporta con regularidad incluso cuando nadie lo observa:

  • Una roca sigue en la cima de la montaña aunque no haya ojos humanos.
  • Las galaxias nacieron y murieron mucho antes de que existiera conciencia en el planeta.
  • La radiación cósmica de fondo quedó “impresa” en el universo 380 mil años después del Big Bang, mucho antes de cualquier mente.

Nada en la experiencia o en la ciencia requiere la presencia de la conciencia humana para que el universo funcione.

Esto plantea:
El universo no se comporta como algo que requiere observadores para existir.
Se comporta como algo que existe y punto, con o sin nosotros.

B) Inter-subjetividad

Si solo tu conciencia creara el mundo, entonces:

  • No podrías predecir fenómenos que nadie sabía que existían.
  • No habría descubrimientos: todo sería imaginación.

Pero ocurre lo contrario:
distintos observadores, en distintos lugares y momentos, describen el mismo mundo con leyes que funcionan. Eso no prueba metafísicamente la existencia objetiva, pero la hace la explicación más simple.

Como decía Einstein:

“Lo que me impulsa es descubrir si la Luna sigue ahí cuando no la miro.”
(En ciencia, todo sugiere que sí.)

C) Independencia causal

El universo causa eventos que no dependen de nuestras creencias:

  • Un terremoto no se detiene si tú no crees en él.
  • Un rayo de luz llega de una estrella muerta hace millones de años: claramente no depende de tu conciencia.

La conciencia no es condición causal del mundo físico.


2. ¿Esto es verificable?

Sí, pero no al 100% absoluto estilo “prueba matemática”.
Es verificable en el sentido científico y filosófico:

  • Puedes hacer predicciones sobre fenómenos físicos que ocurren sin mente cerca, y se cumplen.
  • Puedes construir modelos del universo temprano (sin vida, sin conciencia) y coinciden con los datos.

El mundo se comporta como si existiera objetivamente.
La explicación alternativa (“todo depende de la conciencia”) requiere mil trucos y no explica nada mejor.

Así que, aunque no es demostración lógica, sí es la hipótesis más sólida, coherente y mínima.


3. ¿Un fotón es materia?

Aquí viene lo fino.

Un fotón NO es materia.

Un fotón es:

  • un cuanto de energía,
  • una excitación del campo electromagnético,
  • sin masa,
  • que siempre viaja a la velocidad de la luz.

La materia, desde la física moderna, tiene:

  • masa en reposo,
  • ocupa lugar,
  • puede formar átomos.

Los fotones no cumplen eso.

Pero:
Los fotones sí son parte del universo físico, no son “mentales”, no dependen de conciencia. Interaccionan con la materia, transmiten energía, mueven electrones, calientan cuerpos.

Si quisiéramos ser más estrictos:

  • El universo está hecho de campos.
  • La materia es un tipo de excitación (fermiones).
  • La radiación es otro tipo (bosones).

Conclusión 

  • No podemos probar como un teorema que la materia existe independientemente de la conciencia.
  • Pero todo en la física, cosmología y experiencia cotidiana indica que la mente es un producto tardío del universo, no su creadora.
  • Y un fotón no es materia, pero sí es parte fundamental del mundo físico.

miércoles, 10 de diciembre de 2025


 

 La prolongación artificial de la infancia y el mito del cerebro adolescente

Richard Epstein, en su ensayo El mito del cerebro adolescente, cuestiona la narrativa popular que presenta a los adolescentes como seres en crisis debido a un cerebro biológicamente inmaduro o defectuoso. Según Epstein, el problema no radica tanto en la biología cerebral como en las condiciones sociales que prolongan artificialmente la infancia de los jóvenes.

1. La adolescencia como construcción social
La visión tradicional en Estados Unidos y otros países occidentales retrata la adolescencia como un período turbulento, lleno de conflictos y decisiones arriesgadas, atribuyéndolo a cambios hormonales y al desarrollo incompleto del lóbulo frontal. Epstein señala que esta interpretación ignora la influencia del entorno: la escuela, la familia y la sociedad a menudo retienen a los jóvenes en un estado de dependencia más allá de lo necesario.

Esto se traduce en varias prácticas:

  • Educación prolongada, con más años de escolarización obligatoria.
  • Dependencia económica y logística de los padres hasta después de los veinte años.
  • Regulaciones estrictas sobre trabajos, responsabilidades y toma de decisiones legales.

El resultado es que los jóvenes viven una especie de “adolescencia extendida”, donde se espera que sigan comportándose como niños mientras se les exige comportarse como adultos parcialmente, generando ansiedad, frustración y confusión.

2. Consecuencias psicológicas y sociales
Epstein argumenta que esta prolongación artificial de la infancia puede producir:

  • Una falsa percepción de fragilidad o vulnerabilidad adolescente.
  • Un exceso de protección que limita la experiencia real y la autonomía.
  • Confusión sobre identidad y propósito, porque los jóvenes no practican responsabilidades significativas hasta tarde.

En otras palabras, muchos de los problemas que atribuimos al “cerebro adolescente” son, en realidad, problemas de socialización y estructura cultural. No es que el cerebro sea incapaz, sino que la sociedad no lo entrena adecuadamente para la autonomía y la resiliencia.

3. Implicaciones para la educación y la crianza
Epstein invita a repensar cómo tratamos a los jóvenes:

  • Darles responsabilidades reales desde temprano, coherentes con su capacidad de juicio.
  • Evitar la sobreprotección que retrasa la autonomía.
  • Reconocer que la adolescencia puede ser un período de aprendizaje activo, no solo de espera o experimentación guiada.

4. Reflexión final
El ensayo de Epstein desmantela el mito de que los adolescentes son inherentemente problemáticos por su biología. En cambio, pone el foco en cómo la cultura, la educación y la familia prolongan artificialmente la infancia, generando la crisis que tanto se observa. La pregunta que queda es provocadora: ¿y si gran parte de lo que llamamos “adolescencia problemática” no es un reflejo del cerebro, sino de la sociedad que decide cuándo un joven puede ser verdaderamente adulto?


 El colapso no se previene con bolsas reutilizables

Vivimos en una paradoja histórica: mientras los informes científicos sobre el cambio climático son cada vez más alarmantes, las soluciones que se nos ofrecen desde los medios, las empresas y los gobiernos se vuelven más superficiales. En el fondo, una verdad incómoda se hace cada vez más evidente: el capitalismo de crecimiento perpetuo nos conduce al colapso.

El mito del capitalismo verde

Durante años se nos ha vendido la idea de que basta con "hacer más verdes" los procesos: paneles solares, autos eléctricos, empaques biodegradables. Pero la lógica sigue siendo la misma: producir más, consumir más, acumular más. El "capitalismo verde" es una contradicción en términos. No se puede sostener un sistema basado en la expansión infinita dentro de un planeta finito.

Incluso las llamadas energías limpias implican extractivismo brutal: litio, cobalto, tierras raras, agua. Cambia el discurso, pero se mantienen las jerarquías, la destrucción ambiental y la dependencia del sur global. En lugar de cuestionar el modelo, simplemente lo pintamos de verde.

El simulacro de la responsabilidad individual

¿Y nosotros qué? Nos dicen que debemos "hacer nuestra parte": llevar una bolsa reutilizable, usar un termo, consumir menos carne, reciclar. Es cierto que esas acciones pueden tener sentido como gestos simbólicos o éticos, pero no resuelven nada si no van acompañadas de transformaciones estructurales.

Peor aún: nos hacen creer que estamos ayudando cuando en realidad nos desactivan políticamente. El mensaje implícito es devastador: "el problema eres tú". Así, mientras los verdaderos responsables—las grandes corporaciones, los tratados comerciales, los sistemas financieros—siguen operando con normalidad, nosotros discutimos si usar popote o no.

La crisis del neoliberalismo

La era del neoliberalismo ha terminado, aunque no todos lo sepan aún. Los mercados desregulados, los recortes presupuestales, el Estado mínimo y la mercantilización de la vida no han sido capaces de responder a las múltiples crisis: climática, alimentaria, energética, sanitaria, social. El modelo colapsó, pero seguimos atrapados en su lógica.

Las élites intentan sostenerlo con nuevas máscaras: capitalismo verde, "transición energética", "desarrollo sostenible", "economía circular". Son nombres bonitos para mantener el control, no para cambiar el rumbo.

Lo personal es político

Claro que las decisiones individuales cuentan, pero solo si forman parte de una apuesta colectiva por desmercantilizar la vida y reconstruir la comunidad. No se trata de “ser ecológicos”, sino de ser críticos, conscientes y valientes. Algunas formas reales de resistencia pueden ser:

Apostar por redes de economía solidaria.

Participar en luchas territoriales.

Recuperar saberes comunitarios y prácticas de autosuficiencia.

Apoyar proyectos que desafíen la lógica del capital, no que la adornen.

No basta con vivir de forma “menos dañina”. Hay que imaginar un mundo fuera del capitalismo y organizarse para construirlo.

Una última advertencia

Que el neoliberalismo haya muerto no implica que venga algo mejor. Podría llegar un nuevo régimen autoritario, tecnocrático y ecológico solo en apariencia. O peor: un ecofascismo donde los recursos se concentren más aún y los excluidos sean sacrificados por el “bien común”. Por eso es urgente actuar, no con culpa individual, sino con coraje colectivo y lucidez política.

Conclusión

No vamos a frenar el colapso con una bolsa de tela ni con un coche eléctrico. Lo frenaremos —si es que aún estamos a tiempo— derribando la fantasía del crecimiento perpetuo y construyendo alternativas reales desde abajo. El peligro no es solo el cambio climático. El verdadero peligro es enfrentarlo con las mismas ideas que lo provocaron.


 

 


La memoria, donde se la toque, duele

La memoria es una superficie rugosa: parece lisa a la distancia, pero basta pasar la mano para descubrir sus aristas. Giorgos Seferis lo dijo con una sencillez que desarma: “La memoria, donde se la toque, duele.” Desde la psicología, esta frase no es solo poética, sino profundamente exacta. La memoria humana no es un archivo neutral; es un tejido vivo, cargado de afecto.

Lo primero que conviene entender es que recordar es revivir. Cuando traemos a la conciencia un evento, el cerebro reactiva redes emocionales asociadas al momento en que sucedió. No recordamos como quien mira una fotografía; recordamos como quien vuelve a un paisaje conocido que, al pisarlo, nos reconoce también. La memoria es recursiva: contiene emociones que a su vez contienen historias que a su vez contienen heridas.

¿Por qué duele? Porque toda vida está hecha de pérdidas, y toda pérdida reclama un lugar en la memoria. La tristeza, la culpa, la vergüenza, la frustración, el amor que no alcanzó a desplegarse, los caminos no tomados, los rostros que ya no están: nada desaparece del todo. Nuestra mente los guarda como semillas dormidas. Basta un gesto, un olor, una palabra, una frase casual para que despierten y exijan su duelo pendiente.

Desde la psicología, podríamos decir que Seferis apuntó al corazón del fenómeno del trauma, pero también del simple hecho de estar vivos. No solo duelen los recuerdos terribles; también duelen los hermosos, porque al tocarlos se hace visible lo que ya no puede volver. La memoria es un espejo que muestra dos rostros a la vez: lo que fue y lo que dejó de ser.

Sin embargo, la memoria no duele porque sea enemiga, sino porque es honesta. Su dolor es la prueba de que aquello que vivimos nos marcó, nos transformó, nos exigió crecer. En terapia, el trabajo consiste justamente en aprender a tocar la memoria sin rompernos, a darle palabras a lo que antes solo era silencio y punzada. El camino no es evitar la memoria, sino domesticarla, volverla un espacio habitable.

Y aquí surge la paradoja más humana: lo que duele al tocar es también lo que sana al ser nombrado. La memoria es dolorosa, pero también es maestra. En su borde afilado se aprende la compasión por uno mismo, la claridad para entender el pasado y el valor para sostener el presente. El dolor de la memoria no es señal de patología; es señal de vida.

Quizás por eso Seferis tenía razón: la memoria duele porque nos recuerda que somos mortales, vulnerables, finitos… pero capaces de seguir adelante. Tocarla es permitirnos sentir. Y sentir, aunque duela, es lo que nos mantiene humanos.

 La fuerza y la verdad: una reflexión sobre la ofensa

Decía Marco Aurelio que “para ofender a un hombre fuerte, dile una mentira. Para ofender a un hombre débil, dile la verdad”. A primera vista, parece una sentencia simple, casi provocadora. Pero si nos detenemos a analizarla, descubrimos que revela una verdad profunda sobre la naturaleza humana y la relación entre fuerza, debilidad y autoconocimiento.

El hombre fuerte no se ofende ni por la mentira ni por la verdad, y no porque sea insensible o arrogante, sino porque ha construido un núcleo sólido de valores que guía su vida. Su integridad y su juicio no dependen de la aprobación externa ni del reconocimiento superficial; se apoyan en principios firmes y en la comprensión de sí mismo. Por eso, la mentira, que intenta distorsionar la realidad o manipularlo, resbala sobre su conciencia. Incluso la verdad más dura, si apunta a sus defectos, no logra quebrarlo: la enfrenta con claridad, la integra si es justa, o la ignora si es irrelevante.

En cambio, el hombre débil se ofende con la verdad, no porque sea falsa, sino porque toca sus grietas internas. Sus valores están incompletos o vacilantes, y su autoestima depende de ilusiones o de la aprobación ajena. La verdad lo confronta con aspectos de sí mismo que no puede aceptar: errores, limitaciones, incoherencias. Por eso, la sinceridad ajena lo hiere, mientras que la mentira a menudo puede confortarlo o distraerlo de sus vulnerabilidades. La ofensa que siente no nace de la injusticia de la verdad, sino de su incapacidad de sostenerla sin resentimiento.

Esta reflexión invita a un ejercicio de introspección. ¿Qué nos hace fuertes o débiles ante la crítica, ante la confrontación con lo real? La fuerza no se mide por la dureza física, ni por la capacidad de imponer la voluntad, sino por la coherencia con nuestros valores y la claridad para aceptar, transformar o descartar lo que nos llega del mundo. La debilidad, en cambio, se manifiesta en la sensibilidad a lo que revela nuestros defectos, en la dependencia de opiniones externas para sostener nuestra identidad.

Al final, la frase de Marco Aurelio no solo nos habla de cómo ofender a otros, sino de cómo comprendernos a nosotros mismos. La fuerza reside en la verdad interior, en la solidez de los valores que elegimos cultivar. La debilidad, en la fragilidad de los defectos que no hemos enfrentado. Reconocer esto nos permite orientar nuestra vida hacia la fortaleza auténtica: aquella que no teme la mentira ni la verdad, porque ambas se filtran a través de un juicio firme y una conciencia consciente.

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