sábado, 13 de diciembre de 2025

 Carlos Fuentes no escribía novelas: abría portales. Cada libro suyo es una habitación con espejos enfrentados donde el tiempo se marea, la historia se disfraza y México —ese animal mitológico— habla con todas sus bocas a la vez. Leer a Fuentes es entrar a un río verbal caudaloso, denso, barroco, donde las palabras no avanzan: giran, se repliegan, se contradicen, se seducen unas a otras como si supieran que el lenguaje también desea.


Fuentes entendió algo incómodo y por eso indispensable: que México no es una línea recta sino un palimpsesto. Debajo del presente palpita el pasado; debajo del pasado, el mito; y debajo del mito, una pregunta sin respuesta. La región más transparente no retrata una ciudad: la invoca. La Ciudad de México aparece como un organismo febril, con memoria larga y conciencia culpable, donde los vivos conviven con los muertos y los ricos con su mala conciencia. Ahí, el lenguaje no describe: conjura.

Su prosa avanza como un desfile ceremonial: excesiva, consciente de su exceso, orgullosa de su exceso. Fuentes no le tenía miedo a la inteligencia ni al desbordamiento. Al contrario: escribía como quien sabe que pensar también puede ser sensual. En Aura, por ejemplo, la frase se vuelve hechizo, la segunda persona un susurro hipnótico, y el tiempo una serpiente que se muerde la cola. No lees: eres leído. No miras: alguien te observa desde la página.

Políticamente, Fuentes fue un escritor incómodo —como deben ser los que valen la pena—. Amó la revolución, pero no le perdonó sus traiciones; creyó en el poder, pero lo diseccionó con bisturí literario. La muerte de Artemio Cruz es el gran retrato del revolucionario convertido en cadáver moral: un hombre que ganó la historia y perdió el alma. Ahí, Fuentes nos dice sin anestesia que el poder no corrompe: revela. Y lo hace con una prosa que respira, jadea, se fragmenta, como el cuerpo moribundo del protagonista.

Carlos Fuentes escribía desde la convicción de que la literatura no es ornamento sino conciencia crítica. Su verbo exuberante no era vanidad, era resistencia: frente a la simplificación, complejidad; frente al olvido, memoria; frente al cinismo, imaginación. En un mundo que exige frases cortas y pensamientos rápidos, Fuentes apostó por el párrafo largo, sinuoso, pensante. Un acto casi subversivo.

Al final, Fuentes nos deja una lección incómoda y luminosa: la identidad no se hereda, se discute; la historia no se honra, se interroga; el lenguaje no se usa, se habita. Y quien entra en su obra ya no sale igual. Sale con más preguntas, más sombras, más palabras rondándole la cabeza como si la literatura —esa vieja hechicera— le hubiera susurrado al oído: piensa más hondo, mira más lento, no confíes en las versiones oficiales.

Carlos Fuentes escribió como quien sabía que las palabras, bien alineadas, no sólo hipnotizan: despiertan. 

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