La memoria, donde se la toque, duele
La memoria es una superficie rugosa: parece lisa a la distancia, pero basta pasar la mano para descubrir sus aristas. Giorgos Seferis lo dijo con una sencillez que desarma: “La memoria, donde se la toque, duele.” Desde la psicología, esta frase no es solo poética, sino profundamente exacta. La memoria humana no es un archivo neutral; es un tejido vivo, cargado de afecto.
Lo primero que conviene entender es que recordar es revivir. Cuando traemos a la conciencia un evento, el cerebro reactiva redes emocionales asociadas al momento en que sucedió. No recordamos como quien mira una fotografía; recordamos como quien vuelve a un paisaje conocido que, al pisarlo, nos reconoce también. La memoria es recursiva: contiene emociones que a su vez contienen historias que a su vez contienen heridas.
¿Por qué duele? Porque toda vida está hecha de pérdidas, y toda pérdida reclama un lugar en la memoria. La tristeza, la culpa, la vergüenza, la frustración, el amor que no alcanzó a desplegarse, los caminos no tomados, los rostros que ya no están: nada desaparece del todo. Nuestra mente los guarda como semillas dormidas. Basta un gesto, un olor, una palabra, una frase casual para que despierten y exijan su duelo pendiente.
Desde la psicología, podríamos decir que Seferis apuntó al corazón del fenómeno del trauma, pero también del simple hecho de estar vivos. No solo duelen los recuerdos terribles; también duelen los hermosos, porque al tocarlos se hace visible lo que ya no puede volver. La memoria es un espejo que muestra dos rostros a la vez: lo que fue y lo que dejó de ser.
Sin embargo, la memoria no duele porque sea enemiga, sino porque es honesta. Su dolor es la prueba de que aquello que vivimos nos marcó, nos transformó, nos exigió crecer. En terapia, el trabajo consiste justamente en aprender a tocar la memoria sin rompernos, a darle palabras a lo que antes solo era silencio y punzada. El camino no es evitar la memoria, sino domesticarla, volverla un espacio habitable.
Y aquí surge la paradoja más humana: lo que duele al tocar es también lo que sana al ser nombrado. La memoria es dolorosa, pero también es maestra. En su borde afilado se aprende la compasión por uno mismo, la claridad para entender el pasado y el valor para sostener el presente. El dolor de la memoria no es señal de patología; es señal de vida.
Quizás por eso Seferis tenía razón: la memoria duele porque nos recuerda que somos mortales, vulnerables, finitos… pero capaces de seguir adelante. Tocarla es permitirnos sentir. Y sentir, aunque duela, es lo que nos mantiene humanos.

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