viernes, 5 de diciembre de 2025

    Cuando, al final de la vida, la mayoría de los hombres miren hacia atrás, descubrirán que han vivido ad interim

Schopenhauer

Vivir ad interim: la existencia como sala de espera

Hay frases que funcionan como espejos; otras, como diagnósticos. La afirmación de que “cuando, al final de la vida, la mayoría de los hombres miren hacia atrás, descubrirán que han vivido ad interim” pertenece a esta segunda categoría. Nos interpela con la fuerza incómoda de una verdad que intuimos, pero que evitamos mirar de frente: la sospecha de que hemos habitado la vida como un trámite, como un paréntesis entre deberes, como la antesala de un acontecimiento que nunca llega.

La provisionalidad como estructura de la existencia

En filosofía, la temporalidad humana ha sido descrita como “proyectiva”: el ser humano está siempre arrojado hacia el futuro. Heidegger lo entendió como parte esencial de nuestro ser. Sin embargo, hay una diferencia entre proyectarse hacia el porvenir y suspender el presente a la espera de un mañana idealizado. En la vida ad interim, el futuro no es horizonte: es excusa. El presente queda degradado a mero pasillo, útil solo en tanto conduzca a otra parte.

Esta condición provisional se normaliza hasta volverse invisible. Trabajamos para vivir, pero también vivimos para cumplir lo que la lógica del trabajo exige. “Ya habrá tiempo” se convierte en un mantra que reorganiza silenciosamente nuestras prioridades.

La vida como aplazamiento

Vivimos rodeados de dispositivos —sociales, económicos, culturales— que legitiman la postergación. La promesa de éxito, de estabilidad, de reconocimiento, actúa como un espejismo que nos invita a aplazar lo que realmente valoramos en nombre de lo conveniente. El problema no es perseguir metas, sino convertir la vida completa en el camino hacia ellas.

En este sentido, vivir ad interim significa renunciar al presente en nombre de una promesa futura que rara vez se materializa. Y cuando lo hace, exige otra promesa, otro sacrificio, otro “mientras tanto”.

La trampa del tiempo disponible

La filosofía contemporánea ha mostrado que la sensación de falta de tiempo no proviene tanto de tener muchas tareas como de una estructura vital basada en la posposición. Byung-Chul Han habla de una “crisis del tiempo” donde el sujeto ya no sabe habitar el instante. Incluso cuando disponemos de tiempo libre, nuestra mente continúa en modo ad interim: pensando en lo siguiente, en lo pendiente, en lo que “todavía no”.

Perdemos así la capacidad de presencia, que no es simple atención, sino la experiencia ontológica de estar en el mundo, no al margen de él.

El arrepentimiento como revelación tardía

Cuando uno mira retrospectivamente la vida —y ese momento siempre llega— descubre que lo no vivido pesa más que los errores cometidos. Aquello que se aplazó indefinidamente adquiere un peso moral y existencial que solo se revela al final.

La fenomenología del arrepentimiento es curiosa: casi nunca lamentamos haber tomado riesgos, sino haberlos evitado. No sufrimos por los caminos recorridos, sino por los que siempre consideramos transitorios y que, sin darnos cuenta, se volvieron definitivos.

El ad interim es, en el fondo, una forma de autoexilio.

La urgencia de habitar el presente sin caer en el facilismo del carpe diem

La salida no es entregarse a un hedonismo impulsivo ni abandonar cualquier proyecto a futuro. La filosofía no propone un presente sin profundidad, sino un presente con espesor: un presente que comprende que la vida no comienza más adelante.

Vivir no es esperar; es ejercer la libertad en el marco de lo finito.

Aceptar la finitud —esa conciencia de que la vida tiene un final— no debería conducirnos al miedo, sino a la intensidad lúcida. La muerte, cuando se piensa bien, no acorta la vida: la afila.

Conclusión: transformar la espera en existencia

La invitación filosófica es simple y radical: dejar de vivir ad interim.
Recuperar la conciencia de que cada día es parte de la obra, no un ensayo técnico; que la vida no se encuentra después de los obstáculos, sino en los obstáculos; que el presente no es un trámite, sino el único espacio donde podemos ser.

Porque, al final, la mayor tragedia no es morir:
es descubrir demasiado tarde que casi no se vivió.

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