Teresa Wilms Montt: la mujer que incendió la jaula
Teresa Wilms Montt no escribió: ardió.
No vivió: se fugó.
No murió: se disolvió en la noche, con perfume de tinta y pólvora emocional.
Nació
en una jaula dorada —Chile, aristocracia, apellido con cerrojo— y desde
ahí entendió la primera gran lección trágica: el privilegio también
asfixia. A Teresa no le faltó nada, excepto lo único imprescindible:
aire. Y cuando falta aire, una mujer inteligente no pide permiso: rompe
el vidrio.
Su vida fue una batalla campal contra el mandato
femenino de su tiempo. Esposa obediente, madre silenciosa, alma
domesticada: el catálogo completo del deber ser. Teresa leyó ese manual y
lo arrojó al fuego. Amó a quien quiso, escribió como le dolía, pensó
sin pedir disculpas. Resultado previsible: castigo. La encerraron.
Literalmente. Convento. Rejas morales. Exilio interior. El patriarcado
no sabe dialogar: sabe encerrar.
Pero Teresa no fue una víctima
dócil; fue una fugitiva metafísica. Escapó del convento con ayuda de
Vicente Huidobro —porque toda épica necesita cómplices— y comenzó su
verdadero destino: errar. Buenos Aires, Nueva York, Madrid, París.
Ciudades como estaciones del alma. Nunca hogar, siempre tránsito.
Siempre herida abierta, siempre palabra.
Su escritura es un grito
que no pide aplausos. Inquietudes sentimentales, Los tres cantos, En la
quietud del mármol. No hay pose literaria, hay hemorragia. Teresa
escribe como quien se arranca algo del pecho y lo deja sangrando en la
página. No busca estilo: busca salvación. Spoiler trágico: no la
encuentra.
En sus textos aparece una constante brutalmente
honesta: el amor como droga dura. Amar hasta desaparecer. Amar hasta
doler bonito. Amar como quien se lanza de un balcón esperando que el
suelo también ame de vuelta. Teresa amó hombres, mujeres, ideas,
fantasmas. Y casi siempre perdió. Pero perder, en su caso, no fue
fracaso: fue método.
Porque Teresa entendió algo que aún incomoda:
la
libertad femenina tiene un costo altísimo, y no siempre se paga con
finales felices. Se paga con soledad, con escándalo, con diagnósticos de
“locura”, con la etiqueta de “excesiva”. A Teresa la llamaron histérica
cuando lo que tenía era claridad. La llamaron inmoral cuando lo que
tenía era deseo. La llamaron inestable cuando lo que tenía era
conciencia.
Su suicidio no fue un gesto romántico —eso se lo
dejamos a los lectores perezosos— sino el último acto de una vida
llevada al límite. Teresa vivió sin anestesia. Y el mundo, francamente,
duele demasiado cuando se siente todo. Murió joven, sí. Pero gastada
como un cometa, no como una vela apagada por el viento.
Hoy
Teresa Wilms Montt no pertenece al panteón tranquilo de las escritoras
decorativas. No cabe en la repisa ordenada de “poetisas tristes”. Ella
es otra cosa: una advertencia. Una prueba viviente —y ardiente— de lo
que ocurre cuando una mujer decide ser sujeto y no adorno.
Su
épica no es la del triunfo, sino la del desafío. No venció al mundo; lo
enfrentó sin bajar la mirada. No fue feliz; fue libre a ratos, y eso, a
veces, es más raro. Teresa no nos enseña a vivir mejor, nos enseña a
vivir sin mentirnos.
Y eso incomoda.
Y eso duele.
Y eso, precisamente, la vuelve inmortal.
Teresa Wilms Montt:
la que escribió con sangre cuando le pidieron silencio,
la que amó cuando le exigieron obediencia,
la que se fue cuando el mundo ya no tuvo nada digno que ofrecerle.
No la lloren.
Léanla.
Y tiemblen un poco.
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