miércoles, 31 de octubre de 2012
martes, 30 de octubre de 2012
Los Mastretta
Los Mastretta
Lo que no sabían los conductores del programa de automovilismo Top Gear es que detrás del auto deportivo mexicano Mastretta MXT está la entreñable historia de una familia italo-mexicana, cuyo padre guardó un secreto toda su vida.
Por Emiliano Ruiz Parra
Habían pasado casi cuarenta años desde aquel lejano martes de mayo de 1971 en que su padre, Carlos Mastretta Arista, murió de un derrame cerebral tras dos jornadas de agonía, a los escasos 58 años y dejando tras de sí a una viuda y cinco hijos adolescentes. A casi cuatro décadas de esa pérdida, no sólo gravitaba en la atmósfera la decena de mujeres en bikini que desfilaban en torno de un automóvil deportivo color mandarina, ni los vestidos largos y los trajes de terciopelo de los invitados. Era el 14 de noviembre de 2010, y el Ex Convento de San Hipólito de la ciudad de México se había reservado para la presentación del primer automóvil diseñado y ensamblado en México, el Mastretta MXT, un coupé de dos plazas capaz de acelerar a 100 kilómetros por hora en menos de cinco segundos. A pesar de su ausencia física, Carlos Mastretta Arista —que para efectos de esta historia se llamará Carlos Segundo— dominaba los recuerdos de esa noche festiva, con su aura de humo de cigarro que lo acompañaba a lo largo del día y el aire cavilante y melancólico que se le había impregnado tras participar en la guerra más cruenta de la historia.
A primera vista, producir el primer auto deportivo mexicano había costado cinco años desde que los hermanos Carlos y Daniel Mastretta Guzmán se propusieron incursionar en el mercado de los coches deportivos. Pero quizás habría que decir que no fueron cinco sino veinticuatro años, pues en 1987 los mismos hermanos fundaron la empresa Tecnoidea con el sueño de hacer coches. Aunque estrictamente hablando habría que contar cincuenta y cuatro años, desde la tarde remota en que su padre Carlos Segundo los subió a un coche de carreras que él mismo había armado en su garage y que bautizó con el nombre de Faccia Feroce, "rostro feroz".
Su hermana mayor, la escritora Ángeles Mastretta, estaba segura, y así se lo hizo saber a sus hermanos, de que si su padre Carlos Segundo hubiera vivido lo suficiente, ese día habría vuelto a morir, pero ahora de la emoción, al ver un sueño genealógico vuelto realidad. Su otra hermana, Verónica, lamentaba no sólo la ausencia de su padre, sino también la de su madre, María de los Ángeles Guzmán, una hermosa poblana que no ocultaba su escepticismo respecto a la obsesión por los coches de sus hijos varones: "¿Cómo ves lo de tus hermanos, no estarán soñando?", le preguntaba su madre. Verónica se quedó con ganas de responderle: "No, mamá, no estaban soñando, el Faccia Feroce hoy se llama Mastretta MXT".
¿Pero cómo había empezado todo? Más de 50 años atrás, en una casa de la calle 15 Sur, a unas cuadras del centro de Puebla, el niño Daniel Mastretta Guzmán se pasaba el día dibujando, ensamblando piezas de mecano, diseñando artefactos con los cartones de cornflakes y cualquier material que cayera en sus manos, e inventando aparatos con el cesto de ropa sucia y el taburete de la casa. Le gustaba cortejar a las muchachas con coches a escala que él mismo pintaba. "Su imaginación no tenía fin", escribió Verónica recientemente. Callado y humilde, aprendió italiano sin que nadie lo notara, leyendo Quattro Ruote y otras revistas italianas de automovilismo que llegaban por correo a casa, con tal fervor que su conocimiento de esa industria alcanzó el nivel enciclopédico. Muchos años después, cuando Daniel escribió sobre su padre, dejó claro que su primer recuerdo estaba ligado de manera indisoluble a los automóviles: "Debo haber tenido tres o cuatro años. La imagen es bastante clara. Estamos en el garaje de la casa de la 15 Sur. Mi papá está sentado al volante de este pequeño monoplaza venido como del futuro. El Faccia Feroce. Podría ser la primera imagen que tengo del mundo automotriz, que se convirtió para mí en una adicción". Curiosamente, su hermano mayor, Carlos Mastretta Guzmán, que de niño estaba más interesado en ser campeón de goleo de la liga infantil que en diseñar automóviles, también asocia el primer recuerdo de su padre al coche de carreras: "¡Ahí voy yo, subido en el Faccia Feroce! Voy en las piernas de mi papá, en la 15 Sur, hacia arriba. Un recuerdo absolutamente imborrable y con el que me surge la primera lágrima al escribir estas palabras. ¿Qué clase de lágrima es ésta? Es de completa emoción, la que sólo se tiene en momentos grandes en nuestra vida. Mi papá, el Faccia Feroce y yo. Ese día fui el rey del mundo". Carlos Mastretta Guzmán —a quien habría que llamar Carlos Tercero— fue el primero de los hermanos que dejó Puebla para estudiar en el Distrito Federal la carrera de Administración en la Universidad Iberoamericana. Pronto lo siguió Daniel. Verónica, en su columna de Milenio Puebla, lo recuerda así: "Cuando Daniel entró a estudiar diseño industrial a la Universidad Iberoamericana mi padre ya había muerto. Con muy poco dinero armaba los diseños que les iban dejando de tarea. Sus materiales, por falta de recursos, siguieron siendo los cartones, los palos, el resistol, pero sus trabajos siempre eran perfectos. Sus papalotes volaban, sus diseños y dibujos tenían un toque que lo llevarían, muchos años después, a ganar el Premio Nacional de Diseño Industrial" (que obtuvo en 1997).
¿Pero cómo había empezado todo? Muchos años atrás, en 1930, y en un lugar muy lejano, Carlos Segundo se matriculó en la carrera de Ingeniería Automotriz en Pavía, al norte de Italia, en donde Enzo Ferrari le dio clases de Motores de Aviación. En la escuela era conocido como Il Messicano por haber nacido en Puebla de los Ángeles, aun cuando su padre era un italiano macizo del Piamonte. Al Messicano lo impresionó el piloto Tazio Nuvolari, héroe de las pistas italianas, a quien Ferdinand Porsche consideraba el mejor piloto de todos los tiempos. La Italia de los treinta atravesaba por un embelesamiento con Benito Mussolini del que Carlos Segundo no era ajeno. Il Duce visitó la escuela de Carlos cuando él estaba cerca de graduarse. El discurso y la presencia del fundador del fascismo cayeron en tierra fértil en el ánimo del joven ingeniero, como lo narra su hijo Sergio Mastretta, compilador del libro Memoria y acantilado, que recoge cartas y escritos de Carlos Mastretta Arista y que constituye una fuente primordial para esta nota: "Son los años de esplendor del Duce, brutales para desgracia de sus opositores, gloriosos para el desvalido espíritu imperial de los italianos, que prende como yesca en el ánimo de los campesinos antiguos de la Lombardía. El espíritu patriota de la época, el catolicismo radical heredado por la abuela —reforzado por la revuelta cristera— y el nacionalismo del abuelo Carlo, encaminarán sin remedio al joven poblano a enrolarse en el ejército". Carlos Segundo se alista en el Décimo Regimiento de Ingenieros e inicia un diario cuyo epígrafe es una cita de Mussolini: "Se necesita ser fuerte, no volver nunca atrás cuando se ha tomado una decisión". Esa frase de manual de autoayuda refleja su estado de ánimo los primeros meses en el ejército, en 1934, cuyo diario está plagado de oraciones breves como "Desde que estoy aquí tengo momentos en los cuales me viene una tristeza que me hace llorar", "No creo que sea indolencia sino decepción porque yo creía ésta una vida diferente", "Se fue enero, dentro de un año, si Dios quiere, regreso a mi casa", "Siguen los días como las páginas de un libro estúpido", pero contrastarán con las líneas de mayo, cuando ya está en prácticas militares: "Ésta ya es otra vida, más de hombres como los quiere el Duce", "Me siento otro y bendigo a Dios por esto. Veo la vida con seguridad". En Memoria y acantilado, con un tiraje de apenas diez ejemplares, Sergio Mastretta considera que la decisión de su padre de enrolarse en el ejército italiano determinará su historia. Y también la de sus futuros hijos.
¿Pero cómo había empezado todo? Todo había empezado en África, muchos años atrás, en una de las derrotas militares más vergonzosas en la historia de Occidente. El reino de Italia, que se había creado apenas en 1861, quería entrar en la carrera colonialista en el continente negro y había invadido Abisinia, hoy Etiopía, para convertirla en un protectorado. Italia quiso asestar un golpe fulminante el primero de marzo de 1896, al atacar con cuatro batallones las fuerzas del emperador Menelik II en una zona montañosa. Los italianos contaban con unos veinte mil hombres, mientras que los abisinios sumaban —según distintas versiones— de setenta mil a cien mil efectivos, aunque muchos de ellos eran campesinos desarmados. Los italianos pretendieron lanzar un ataque de madrugada, pero fueron descubiertos por centinelas y, en vez de sorprender, se vieron sorprendidos en un descampado. Murieron unos siete mil soldados italianos, tres mil fueron hechos prisioneros y mil quinientos quedaron heridos. Los generales huyeron y la derrota marcó el fin de las pretensiones imperialistas italianas en Abisinia, hasta que Mussolini la invadió de nuevo cuarenta años después. De acuerdo con las crónicas, el ataque estuvo mal planeado, fallaron los mapas, el ejército italiano estaba pobremente armado y se componía de soldados viejos mezclados con jóvenes inexpertos. La derrota tuvo un altísimo costo en casa: el primer ministro Crespi cayó a los ocho días y se registraron diversas movilizaciones, algunas de ellas violentas, para protestar por la pésima planeación de la batalla y su elevadísimo costo humano y político.
Uno de los sobrevivientes fue Carlo Manstretta Magnani, que para efectos de esta historia se llamará Carlos Primero. A sus 22 años era capitán del ejército italiano y jefe de una sección de telegrafistas. Su retirada del campo de batalla a través del desierto fue larga y sufrida y, con otros sobrevivientes, debió matar a las mulas para alimentarse con su carne en el trayecto a la costa. Carlo regresó a casa y contó su historia a un tío periodista en Turín. Y ese acto, contar su historia, la historia de un descalabro militar en África que no había visto Europa desde los tiempos de Aníbal, lo marcaría de por vida. Los colonialistas no le perdonaron que, supuestamente, hubiera revelado detalles del fracaso militar y se tuvo que exiliar, con la seguridad de que habría de regresar a morir a Stradella, el pueblo vinicultor donde había nacido.
Con ese episodio se resumen dos aspectos que perseguirán a los Mastretta durante años: el afán de contar y la guerra. Carlo Manstretta desembarcó en Nueva York en 1898, pero le incomodó el racismo estadounidense contra la colonia italiana y se embarcó de nuevo. En Veracruz, el oficial de aduanas simplificó su apellido a Mastretta y castellanizó su nombre a Carlos. Trabajó primero en la ciudad de México en una compañía de ferrocarriles, y después se instaló en Querétaro, donde su talento como ingeniero civil y su emprendimiento pronto rindieron frutos. Dirigió la construcción de la presa La Carmelita y conoció a una señorita devota, Ana Arista, con quien se casó y se instaló en Puebla. Las tres primeras décadas del siglo XX fueron prósperas para Carlos Primero, aun cuando la Revolución Mexicana perturbaba la tranquilidad de su estado, como él mismo lo testimonia en sus cartas: "Aquí tuvimos otro levantamiento, pero ha sido pronto sofocado. Hay siempre provincias enteras en manos de los rebeldes. Yo tengo mucho trabajo y espero tener un buen año", escribe en 1912. A sus parientes en Stradella les envía miles de liras y les dice cómo deben repartirlas, en dónde invertir y qué cuentas saldar. De mantener esa prosperidad, pensaba, en unos años podría comprar la Rocca Mantovani, una vieja construcción militar en una colina de Stradella, y pasar ahí su retiro. A su primer hijo lo bautizó Marcos, en honor al abuelo, y al segundo, que nació en 1912, lo llamó Carlos. Su familia la completó otro varón y dos mujeres. En 1926, ya con Italia nuevamente unida bajo el encanto demagogo de Mussolini, los integrantes de la colonia italiana en Puebla se tomaron una foto. Al centro aparece el próspero Carlos Mastretta Magnani. Detrás de ellos preside la reunión un enorme retrato del primer ministro que para entonces ya se hacía llamar Il Duce.
Carlos Primero no ocultaba su fervor mussolinista. Sus cartas de los años veinte y treinta rebosaban de entusiasmo por ver a una Italia altiva bajo la guía del hombre fuerte, y posiblemente ese entusiasmo explique por qué mandó a su hijo Carlos a estudiar ingeniería a su patria. Una vez terminada la carrera y tras un breve servicio en las fuerzas armadas, Carlos Mastretta Arista regresó a Puebla en 1936 con ánimo de establecer un negocio. Pero su estancia en México aparentemente no fue fructífera. Quizá la falta de empleo para un ingeniero automotriz, combinada con el encanto y la seguridad que prodigaba el dictador italiano, lo atrajeron de vuelta a la tierra de su padre. Pensaba que su partida sería breve. Llevaba en mente un negocio petrolero y otro automotriz que podrían realizarse en el plazo de un año. Eso le dijo a Natalia Fernández, la mujer de la que estaba enamorado y que se quedó esperándolo en Puebla. Memoria y acantilado reconstruye los años previos a la guerra por medio de las cartas de su padre, de su hermano Marcos, de un amigo de nombre Enzo, de su amada Natalia y, ocasionalmente, de Carlos mismo. En ellas se revela un estupendo escritor epistolar que mantiene vivo el amor de Natalia con una prosa elegante y seductora, a quien le promete volver para contraer matrimonio. Le dice a su padre que tiene el proyecto de escribir un libro sobre México para derrumbar los mitos que los italianos tienen de este país, y que quiere ser corresponsal de automovilismo para revistas mexicanas. Pero lo llaman a las armas y debe combinar su mando de tropa con los negocios particulares.
Aunque Europa olía a pólvora, Il Duce inspiraba certidumbre. Carlos Segundo escribió el 17 de septiembre de 1938: "Hace tres semanas que esta pobre y vieja Europa se sacude ante el preludio de una guerra general. En Italia, por virtud del Duce, reina sin embargo una paz y una tranquilidad absoluta […] Mussolini y tras él toda Italia no sólo conservan una paz grandiosa, sino que indica a unos y a otros la única solución posible: Mussolini dará al mundo la paz. Vive tranquila porque muy pronto nos veremos", le dice a Natalia. Mientras tanto su padre lo saturaba de un patriotismo que había encontrado en el dictador una vía para vengar supuestas afrentas históricas y henchir el orgullo nacional. Lo felicitaba por haber entrado al ejército y le presumía que él había sido el mejor alumno de su generación: "Es necesario ocupar París, no abandonarlo en algunos siglos para que sepan que las fanfarronadas se pagan […] yo odio a los franceses y estoy convencido de que jamás seremos respetados si no resolvemos hacerles la guerra", o bien "si estuviera en Italia con los míos, a los 64 años, podría todavía dirigir un pelotón de zapadores, excavando trincheras y obras de fortificación en general. Mi actual experiencia y mi voluntad lograrían que cumpliera con mi deber". Pero el éxito que Carlos Primero y su hijo Marcos Mastretta cultivaban en México, en Italia se tornaba en fracasos para Carlos Segundo. Por cumplir con el ejército, Carlos descuidó el negocio petrolero, que de un día para otro se derrumbó. El pesar de la derrota, mezclado con el hartazgo por las habladurías en Puebla y por el escepticismo que despertaba su noviazgo a distancia con Natalia, Carlos Segundo terminó la relación con su amada y anunció que rompía puentes con México.
En Puebla, el entusiasmo de Carlos Primero respecto a la guerra se tornó en desazón y angustia. Desazón porque la inminencia del conflicto le frustraba el deseo de pasar sus últimos años en Stradella, y angustia porque comprendía que su hijo se vería envuelto en una pelea que se perfilaba atroz. Por la radio de onda corta escuchó el llamado a las armas de la clase 1912 y le preguntó si ya ha sido reclutado. Carlos Segundo le respondió con una de las últimas cartas enviadas antes de la guerra: le dijo que colaboraba en Vela e motor y Motonautica y que quería dedicarse al periodismo automovilístico.
Después se sumergió en el silencio.
A primera vista, producir el primer auto deportivo mexicano había costado cinco años desde que los hermanos Carlos y Daniel Mastretta Guzmán se propusieron incursionar en el mercado de los coches deportivos. Pero quizás habría que decir que no fueron cinco sino veinticuatro años, pues en 1987 los mismos hermanos fundaron la empresa Tecnoidea con el sueño de hacer coches. Aunque estrictamente hablando habría que contar cincuenta y cuatro años, desde la tarde remota en que su padre Carlos Segundo los subió a un coche de carreras que él mismo había armado en su garage y que bautizó con el nombre de Faccia Feroce, "rostro feroz".
Su hermana mayor, la escritora Ángeles Mastretta, estaba segura, y así se lo hizo saber a sus hermanos, de que si su padre Carlos Segundo hubiera vivido lo suficiente, ese día habría vuelto a morir, pero ahora de la emoción, al ver un sueño genealógico vuelto realidad. Su otra hermana, Verónica, lamentaba no sólo la ausencia de su padre, sino también la de su madre, María de los Ángeles Guzmán, una hermosa poblana que no ocultaba su escepticismo respecto a la obsesión por los coches de sus hijos varones: "¿Cómo ves lo de tus hermanos, no estarán soñando?", le preguntaba su madre. Verónica se quedó con ganas de responderle: "No, mamá, no estaban soñando, el Faccia Feroce hoy se llama Mastretta MXT".
¿Pero cómo había empezado todo? Más de 50 años atrás, en una casa de la calle 15 Sur, a unas cuadras del centro de Puebla, el niño Daniel Mastretta Guzmán se pasaba el día dibujando, ensamblando piezas de mecano, diseñando artefactos con los cartones de cornflakes y cualquier material que cayera en sus manos, e inventando aparatos con el cesto de ropa sucia y el taburete de la casa. Le gustaba cortejar a las muchachas con coches a escala que él mismo pintaba. "Su imaginación no tenía fin", escribió Verónica recientemente. Callado y humilde, aprendió italiano sin que nadie lo notara, leyendo Quattro Ruote y otras revistas italianas de automovilismo que llegaban por correo a casa, con tal fervor que su conocimiento de esa industria alcanzó el nivel enciclopédico. Muchos años después, cuando Daniel escribió sobre su padre, dejó claro que su primer recuerdo estaba ligado de manera indisoluble a los automóviles: "Debo haber tenido tres o cuatro años. La imagen es bastante clara. Estamos en el garaje de la casa de la 15 Sur. Mi papá está sentado al volante de este pequeño monoplaza venido como del futuro. El Faccia Feroce. Podría ser la primera imagen que tengo del mundo automotriz, que se convirtió para mí en una adicción". Curiosamente, su hermano mayor, Carlos Mastretta Guzmán, que de niño estaba más interesado en ser campeón de goleo de la liga infantil que en diseñar automóviles, también asocia el primer recuerdo de su padre al coche de carreras: "¡Ahí voy yo, subido en el Faccia Feroce! Voy en las piernas de mi papá, en la 15 Sur, hacia arriba. Un recuerdo absolutamente imborrable y con el que me surge la primera lágrima al escribir estas palabras. ¿Qué clase de lágrima es ésta? Es de completa emoción, la que sólo se tiene en momentos grandes en nuestra vida. Mi papá, el Faccia Feroce y yo. Ese día fui el rey del mundo". Carlos Mastretta Guzmán —a quien habría que llamar Carlos Tercero— fue el primero de los hermanos que dejó Puebla para estudiar en el Distrito Federal la carrera de Administración en la Universidad Iberoamericana. Pronto lo siguió Daniel. Verónica, en su columna de Milenio Puebla, lo recuerda así: "Cuando Daniel entró a estudiar diseño industrial a la Universidad Iberoamericana mi padre ya había muerto. Con muy poco dinero armaba los diseños que les iban dejando de tarea. Sus materiales, por falta de recursos, siguieron siendo los cartones, los palos, el resistol, pero sus trabajos siempre eran perfectos. Sus papalotes volaban, sus diseños y dibujos tenían un toque que lo llevarían, muchos años después, a ganar el Premio Nacional de Diseño Industrial" (que obtuvo en 1997).
¿Pero cómo había empezado todo? Muchos años atrás, en 1930, y en un lugar muy lejano, Carlos Segundo se matriculó en la carrera de Ingeniería Automotriz en Pavía, al norte de Italia, en donde Enzo Ferrari le dio clases de Motores de Aviación. En la escuela era conocido como Il Messicano por haber nacido en Puebla de los Ángeles, aun cuando su padre era un italiano macizo del Piamonte. Al Messicano lo impresionó el piloto Tazio Nuvolari, héroe de las pistas italianas, a quien Ferdinand Porsche consideraba el mejor piloto de todos los tiempos. La Italia de los treinta atravesaba por un embelesamiento con Benito Mussolini del que Carlos Segundo no era ajeno. Il Duce visitó la escuela de Carlos cuando él estaba cerca de graduarse. El discurso y la presencia del fundador del fascismo cayeron en tierra fértil en el ánimo del joven ingeniero, como lo narra su hijo Sergio Mastretta, compilador del libro Memoria y acantilado, que recoge cartas y escritos de Carlos Mastretta Arista y que constituye una fuente primordial para esta nota: "Son los años de esplendor del Duce, brutales para desgracia de sus opositores, gloriosos para el desvalido espíritu imperial de los italianos, que prende como yesca en el ánimo de los campesinos antiguos de la Lombardía. El espíritu patriota de la época, el catolicismo radical heredado por la abuela —reforzado por la revuelta cristera— y el nacionalismo del abuelo Carlo, encaminarán sin remedio al joven poblano a enrolarse en el ejército". Carlos Segundo se alista en el Décimo Regimiento de Ingenieros e inicia un diario cuyo epígrafe es una cita de Mussolini: "Se necesita ser fuerte, no volver nunca atrás cuando se ha tomado una decisión". Esa frase de manual de autoayuda refleja su estado de ánimo los primeros meses en el ejército, en 1934, cuyo diario está plagado de oraciones breves como "Desde que estoy aquí tengo momentos en los cuales me viene una tristeza que me hace llorar", "No creo que sea indolencia sino decepción porque yo creía ésta una vida diferente", "Se fue enero, dentro de un año, si Dios quiere, regreso a mi casa", "Siguen los días como las páginas de un libro estúpido", pero contrastarán con las líneas de mayo, cuando ya está en prácticas militares: "Ésta ya es otra vida, más de hombres como los quiere el Duce", "Me siento otro y bendigo a Dios por esto. Veo la vida con seguridad". En Memoria y acantilado, con un tiraje de apenas diez ejemplares, Sergio Mastretta considera que la decisión de su padre de enrolarse en el ejército italiano determinará su historia. Y también la de sus futuros hijos.
¿Pero cómo había empezado todo? Todo había empezado en África, muchos años atrás, en una de las derrotas militares más vergonzosas en la historia de Occidente. El reino de Italia, que se había creado apenas en 1861, quería entrar en la carrera colonialista en el continente negro y había invadido Abisinia, hoy Etiopía, para convertirla en un protectorado. Italia quiso asestar un golpe fulminante el primero de marzo de 1896, al atacar con cuatro batallones las fuerzas del emperador Menelik II en una zona montañosa. Los italianos contaban con unos veinte mil hombres, mientras que los abisinios sumaban —según distintas versiones— de setenta mil a cien mil efectivos, aunque muchos de ellos eran campesinos desarmados. Los italianos pretendieron lanzar un ataque de madrugada, pero fueron descubiertos por centinelas y, en vez de sorprender, se vieron sorprendidos en un descampado. Murieron unos siete mil soldados italianos, tres mil fueron hechos prisioneros y mil quinientos quedaron heridos. Los generales huyeron y la derrota marcó el fin de las pretensiones imperialistas italianas en Abisinia, hasta que Mussolini la invadió de nuevo cuarenta años después. De acuerdo con las crónicas, el ataque estuvo mal planeado, fallaron los mapas, el ejército italiano estaba pobremente armado y se componía de soldados viejos mezclados con jóvenes inexpertos. La derrota tuvo un altísimo costo en casa: el primer ministro Crespi cayó a los ocho días y se registraron diversas movilizaciones, algunas de ellas violentas, para protestar por la pésima planeación de la batalla y su elevadísimo costo humano y político.
Uno de los sobrevivientes fue Carlo Manstretta Magnani, que para efectos de esta historia se llamará Carlos Primero. A sus 22 años era capitán del ejército italiano y jefe de una sección de telegrafistas. Su retirada del campo de batalla a través del desierto fue larga y sufrida y, con otros sobrevivientes, debió matar a las mulas para alimentarse con su carne en el trayecto a la costa. Carlo regresó a casa y contó su historia a un tío periodista en Turín. Y ese acto, contar su historia, la historia de un descalabro militar en África que no había visto Europa desde los tiempos de Aníbal, lo marcaría de por vida. Los colonialistas no le perdonaron que, supuestamente, hubiera revelado detalles del fracaso militar y se tuvo que exiliar, con la seguridad de que habría de regresar a morir a Stradella, el pueblo vinicultor donde había nacido.
Con ese episodio se resumen dos aspectos que perseguirán a los Mastretta durante años: el afán de contar y la guerra. Carlo Manstretta desembarcó en Nueva York en 1898, pero le incomodó el racismo estadounidense contra la colonia italiana y se embarcó de nuevo. En Veracruz, el oficial de aduanas simplificó su apellido a Mastretta y castellanizó su nombre a Carlos. Trabajó primero en la ciudad de México en una compañía de ferrocarriles, y después se instaló en Querétaro, donde su talento como ingeniero civil y su emprendimiento pronto rindieron frutos. Dirigió la construcción de la presa La Carmelita y conoció a una señorita devota, Ana Arista, con quien se casó y se instaló en Puebla. Las tres primeras décadas del siglo XX fueron prósperas para Carlos Primero, aun cuando la Revolución Mexicana perturbaba la tranquilidad de su estado, como él mismo lo testimonia en sus cartas: "Aquí tuvimos otro levantamiento, pero ha sido pronto sofocado. Hay siempre provincias enteras en manos de los rebeldes. Yo tengo mucho trabajo y espero tener un buen año", escribe en 1912. A sus parientes en Stradella les envía miles de liras y les dice cómo deben repartirlas, en dónde invertir y qué cuentas saldar. De mantener esa prosperidad, pensaba, en unos años podría comprar la Rocca Mantovani, una vieja construcción militar en una colina de Stradella, y pasar ahí su retiro. A su primer hijo lo bautizó Marcos, en honor al abuelo, y al segundo, que nació en 1912, lo llamó Carlos. Su familia la completó otro varón y dos mujeres. En 1926, ya con Italia nuevamente unida bajo el encanto demagogo de Mussolini, los integrantes de la colonia italiana en Puebla se tomaron una foto. Al centro aparece el próspero Carlos Mastretta Magnani. Detrás de ellos preside la reunión un enorme retrato del primer ministro que para entonces ya se hacía llamar Il Duce.
Carlos Primero no ocultaba su fervor mussolinista. Sus cartas de los años veinte y treinta rebosaban de entusiasmo por ver a una Italia altiva bajo la guía del hombre fuerte, y posiblemente ese entusiasmo explique por qué mandó a su hijo Carlos a estudiar ingeniería a su patria. Una vez terminada la carrera y tras un breve servicio en las fuerzas armadas, Carlos Mastretta Arista regresó a Puebla en 1936 con ánimo de establecer un negocio. Pero su estancia en México aparentemente no fue fructífera. Quizá la falta de empleo para un ingeniero automotriz, combinada con el encanto y la seguridad que prodigaba el dictador italiano, lo atrajeron de vuelta a la tierra de su padre. Pensaba que su partida sería breve. Llevaba en mente un negocio petrolero y otro automotriz que podrían realizarse en el plazo de un año. Eso le dijo a Natalia Fernández, la mujer de la que estaba enamorado y que se quedó esperándolo en Puebla. Memoria y acantilado reconstruye los años previos a la guerra por medio de las cartas de su padre, de su hermano Marcos, de un amigo de nombre Enzo, de su amada Natalia y, ocasionalmente, de Carlos mismo. En ellas se revela un estupendo escritor epistolar que mantiene vivo el amor de Natalia con una prosa elegante y seductora, a quien le promete volver para contraer matrimonio. Le dice a su padre que tiene el proyecto de escribir un libro sobre México para derrumbar los mitos que los italianos tienen de este país, y que quiere ser corresponsal de automovilismo para revistas mexicanas. Pero lo llaman a las armas y debe combinar su mando de tropa con los negocios particulares.
Aunque Europa olía a pólvora, Il Duce inspiraba certidumbre. Carlos Segundo escribió el 17 de septiembre de 1938: "Hace tres semanas que esta pobre y vieja Europa se sacude ante el preludio de una guerra general. En Italia, por virtud del Duce, reina sin embargo una paz y una tranquilidad absoluta […] Mussolini y tras él toda Italia no sólo conservan una paz grandiosa, sino que indica a unos y a otros la única solución posible: Mussolini dará al mundo la paz. Vive tranquila porque muy pronto nos veremos", le dice a Natalia. Mientras tanto su padre lo saturaba de un patriotismo que había encontrado en el dictador una vía para vengar supuestas afrentas históricas y henchir el orgullo nacional. Lo felicitaba por haber entrado al ejército y le presumía que él había sido el mejor alumno de su generación: "Es necesario ocupar París, no abandonarlo en algunos siglos para que sepan que las fanfarronadas se pagan […] yo odio a los franceses y estoy convencido de que jamás seremos respetados si no resolvemos hacerles la guerra", o bien "si estuviera en Italia con los míos, a los 64 años, podría todavía dirigir un pelotón de zapadores, excavando trincheras y obras de fortificación en general. Mi actual experiencia y mi voluntad lograrían que cumpliera con mi deber". Pero el éxito que Carlos Primero y su hijo Marcos Mastretta cultivaban en México, en Italia se tornaba en fracasos para Carlos Segundo. Por cumplir con el ejército, Carlos descuidó el negocio petrolero, que de un día para otro se derrumbó. El pesar de la derrota, mezclado con el hartazgo por las habladurías en Puebla y por el escepticismo que despertaba su noviazgo a distancia con Natalia, Carlos Segundo terminó la relación con su amada y anunció que rompía puentes con México.
En Puebla, el entusiasmo de Carlos Primero respecto a la guerra se tornó en desazón y angustia. Desazón porque la inminencia del conflicto le frustraba el deseo de pasar sus últimos años en Stradella, y angustia porque comprendía que su hijo se vería envuelto en una pelea que se perfilaba atroz. Por la radio de onda corta escuchó el llamado a las armas de la clase 1912 y le preguntó si ya ha sido reclutado. Carlos Segundo le respondió con una de las últimas cartas enviadas antes de la guerra: le dijo que colaboraba en Vela e motor y Motonautica y que quería dedicarse al periodismo automovilístico.
Después se sumergió en el silencio.
Entre 1941 y 1943 mandó una sola carta, y luego reapareció hasta 1945, cuando ya Italia estaba ocupada por el ejército estadounidense y el Duce había sido ejecutado. Lo que ocurrió con Carlos Mastretta Arista durante la Segunda Guerra Mundial pertenece más al ámbito de la especulación que al de la certeza. Ni a su futura esposa ni a sus hijos les contó jamás qué hizo entonces, en dónde estuvo, por qué desapareció. En Memoria y acantilado se recogen un par de cartas en las que deja algunas pistas sobre su papel en el ejército. Cuando describe una iglesia en Roma, dice: "En los años tristes de la guerra… cerca de este templo se encontraba el edificio del Estado Mayor, del cual yo dependía". Y en otra carta añade: "1942: Marsella, Lyon, Konlovatz, Spalato, Sección IV Contraespionaje, Roma, Estado Mayor, Viena, Budapest, Varsovia, Gomel: un oscuro oficialillo vagabundeando por mil lugares". Cuando restableció comunicación, contó escuetamente que había trabajado en la Societá Editrice como reportero de automovilismo y que se formaba varias horas en un domicilio en Milán para recibir una ración de coles hervidas y "arroz-engrudo".
Su hija Ángeles Mastretta visitó a una novia que tuvo su padre durante la guerra. Obtuvo muy pocas respuestas, porque ella tampoco quería profundizar en las heridas de esos años.
—¿Mi papá estaba en el ejército? —le preguntó.
—Todo el mundo.
—¿Pero mi papá disparaba?
—No, cómo se te ocurre, tu papá estaba en una oficina.
No le dijo más.
¿Carlos Mastretta Arista fue espía del gobierno italiano? A favor de esta hipótesis están sus propias confesiones de que dependía del Estado Mayor y que acudía a la sección de contraespionaje. Vagabundeó, dijo, en ciudades de Francia, Croacia, Polonia, Austria, Hungría y Bielorrusia, territorios ocupados por los nazis pero con movimientos de resistencia antifascistas. Hablaba español con acento mexicano —por sus escritos se infiere que sabía inglés y francés—, así que podía encubrir su identidad italiana. Y su silencio de tantos años podría deberse a que no quiso arriesgarse a que sus comunicaciones, que estaban expuestas a la intercepción del enemigo, pudieran descubrir su identidad. Pero ésas son sólo especulaciones. Carlos Mastretta Arista calló sobre su participación en la guerra. En 1945, en una carta que le escribe a su hermano Marcos —un próspero constructor que fundó el Partido Acción Nacional— dice: soy un hombre "triste y sombrío. Simplemente he vivido". Le aseguró que no se casaría nunca y que volvería a México en cuanto le fuera posible.
"Es un misterio que a mi mamá no le interesó desenredar. A ella la sacó adelante, las remembranzas y la fantasía no eran lo suyo. Ella decía: ‘Yo estoy en una guerra diaria'. No tenían mucho dinero y debían de salir adelante con cinco hijos. Mi papá era capaz de decir que el matrimonio era peor que la guerra y estaba con una mujer que era muy buena y muy guapa. Él era generoso y bondadoso, con un sentido del humor fantástico y muy oportuno, pero tenía una zona melancólica, que no hubiera tenido si la guerra no hubiera pasado por encima de él", me dice Ángeles Mastretta.
Aun cuando fue oficial del ejército italiano, Carlos Mastretta Arista salió de Italia reconocido por el consulado como mexicano, con un plazo de seis meses para regularizar su nacionalidad en el país. Su trámite demoró meses, le hicieron imprimir sus huellas digitales 186 veces, pero por fin pudo abordar un carguero estadounidense en Génova que lo llevó a Nueva York. Sus hijos descubrieron en su baúl un fragmento del diario de viaje, que empezó a escribir en su último día en la península y que se interrumpe cuando el barco atraviesa el Estrecho de Gibraltar. Si sólo de ese diario dependiera inferir los trabajos de Carlos Mastretta Arista en los años de la guerra, el lector podría decir que se dedicó a pulir su prosa. "Llegué a Stradella a las siete de la noche. El reloj de la vieja torre medieval acaba de lloriquear las once y tres cuartos, mientras la nieve sigue impasiblemente transformando la llanura en un sudario". El reloj "lloriquea" las once como Italia llora su desgracia: las avenidas señoriales se vuelven "un hacinamiento de muros chamuscados", las paredes lucen consignas de "muerte a fulano, muerte a zutano". El tren que lo lleva a Milán se divide en dos secciones: una con calefacción y asientos —que transporta a los soldados estadounidenses— y la otra para los italianos derrotados. Este último lleva las puertas bloqueadas por el hielo: "Rebosante de humanidad entumida y silenciosa, macilenta y amargada. Esto quiere decir: perder la guerra". Los italianos se emplean como sirvientes de los soldados ocupantes, "diez guapas genovesas ayudan a cinco sargentos americanos a fumar cigarrillos, masticar chicle, tratar despectivamente a los malaventurados necesitados de ayuda; todo en un salón donde antiguamente se reunían, allá por el 1400 y pico, los banqueros genoveses a discutir si le prestaban o no dinero al rey de Inglaterra". Los niños recogen colillas del piso y las mujeres limosnean una lata de comida con los oficiales estadounidenses. Carlos Segundo se ve a sí mismo en una obra de teatro que ya agotó sus dos primeros actos pero al que aún le falta por representar el tercero. "Adiós, Italia […] hijo tuyo de adopción, luché por un mundo mejor, más noble, más sano, siguiendo la idea de un grande hijo tuyo, hoy proscrito y maldecido por escribas y fariseos de todas lenguas y razas. Pero, día vendrá. ¿Más, qué vale lamentarse? Estoy pisando las láminas y, pronto, la tierra del vencedor […] Sólo escombro pueden llevarse de Italia". Cuando el barco pasó frente a España, anotó: "¡España, el último vestigio de la obra de Mussolini como hombre político, que aún resiste a la borrachera democrática que atraviesa el mundo".
El relato del viaje en barco es delicioso. En el desvencijado carguero confluyen ex soldados italianos en desgracia, prepotentes oficiales estadounidenses, un capitán danés, la condesa Maraldi, un primo del rey de Italia, un supuesto obispo calvinista que despierta la desconfianza en el olfato sagaz de Carlos Mastretta, un radiotelegrafista chileno, un comunista cubano que viaja esposado por asesinar a un marinero filipino, un fogonero portugués, entre otros personajes. Mastretta, "no queriendo la cosa", obtiene la historia del cubano: pertenece a la Unión Internacional de Marineros, organización fachada del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista (Comitern), que había matado al filipino en una discusión política y lo llevaban a Nueva York para juzgarlo en una corte militar. Al otro día, Carlos advierte que hace falta uno de los botes salvavidas. En el calor del cuarto de máquinas, el portugués le cuenta la historia: "¿Sabe, amigo, que Panchito se ha marchado a saludar a Franco?", le dice el fogonero. "Panchito [el cubano] había destripado al finlandés al margen de una discusión política y [el fogonero] siendo miembro activo del partido y de la Unión Internacional de Marineros, había decidido ayudar a Panchito a esquivar las preguntas de un fiscal americano […] Ya Panchito tenía una dirección en Cartagena y además el chileno radiotelegrafista, también del partido, se había encargado por la mañana de transmitir lo más tarde posible el telegrama que el capitán Wolfberg había enviado a las autoridades españolas advirtiendo del probable desembarco del cubano en esas costas".
En unos minutos, Carlos Mastretta develó una conspiración para evadir a un preso comunista de un carguero estadounidense, una tarea que las autoridades del barco fueron incapaces de hacer. Desafortunadamente el diario se interrumpe ese cuatro de marzo con una metáfora alcohólica de la ocupación soviética y angloamericana de Europa: "Pobre Mar Mediterráneo, cuna de toda civilización. Vodka y whisky dominan tus costas".
Aun cuando Carlos Mastretta Arista tenía visado para transitar por Estados Unidos, agentes del Federal Bureau of Investigation (FBI) lo escoltaron hasta la frontera con México. A su vuelta era un hombre derrotado. Los fracasos empresariales y la guerra devoraron nueve años de su vida. No tenía dinero ni mujer. Su salud resentía los años de privaciones, adquirió el hábito de fumar de manera obsesiva y, sobre todo, estaba desmoralizado. Pero conoció a una mujer de veintidós años, una de las más bellas de Puebla, y la cortejó puntualmente con una carta a la semana durante dos años. Una vez más su prosa lo salvó. María de los Ángeles Guzmán, una muchacha tímida, catorce años menor, decidió corresponder. "Al robarme el alma me devolvió la vida", decía Carlos Mastretta sobre la mujer que lo hizo rectificar su decisión de morir solo. Se casaron y tuvieron cinco hijos: Ángeles, Verónica, Carlos, Daniel y Sergio.
Carlos Mastretta Arista estableció diversos negocios. Asociado con su hermano, fabricó revolvedoras de cemento hidráulico, organizó la Carrera Panamericana de automovilismo y escribió la crónica para revistas italianas. Y apostó por importar automóviles Fiat y venderlos con facilidades de pago. Pero nuevamente fracasaron. Su padre, Carlos Primero, le había legado la casa en Stradella porque pensó que sería el único de sus hijos que volvería a su tierra. Carlos Segundo vendió a sus parientes en Italia la casa familiar. La vendo para comprar una casa en México, donde me estableceré definitivamente, les mintió. Nunca compró una casa en Puebla. Carlos dejó un testimonio de esos años: "Llevo la vida modesta de un trabajo estatal —es gerente de ventas de Renault en Puebla, empresa intervenida por el Estado— con el dinero necesario para llegar a fin de mes. Una vida en constante ansiedad y sin otras perspectivas de mejora… me he convertido en un hombre con las características de fracasado". Además era hipoglucémico, hipertenso y padecía de cálculos renales.
Ángeles Mastretta, una de las escritoras mexicanas más leídas, recuerda su infancia como el país de las maravillas. Su padre trabajaba todo el día pero comía y cenaba en casa. Era un hombre dulce y bondadoso que transmitía sus pasiones —por los coches, por la escritura— con enorme suavidad. Los Mastretta rentaban una casa, que se conectaba a través del jardín con la casa de su tía y sus cinco primos de apellido Sánchez Guzmán. Estaba llena de autopistas, de Scalextric, de revistas de automovilismo, del Corriere della Sera y la Domenica del Corriere. Una de las joyas era el tren eléctrico marca Lionel, cortesía de los Reyes Magos, que hoy, 50 años después, sigue funcionando. De clase media, nunca les faltó nada, aunque a diferencia de las familias de sus amigos, ellos nunca fueron propietarios y siempre pagaron renta, pues el dinero de la casa de Stradella se tuvo que destinar a reponer los fondos prestados de cuando Carlos quiso introducir la Fiat en Puebla y los inversionistas quisieron ganancias al primer año. A su padre, recuerda Ángeles, le agobiaba que su esposa, con una academia de ballet, contribuyera con el sostén de la casa. Carlos Mastretta Arista se levantaba temprano y a las ocho de la mañana ya estaba de camino al trabajo. Regresaba a la una y media a comer y a las tres treinta ya estaba de nuevo en la Renault. Cuando la familia salía de vacaciones, él se quedaba en Puebla a seguir trabajando. "Era un señor que nunca comió fuera de su casa y nunca salió a cenar: fue a la guerra y de ahí a su casa. Se quedó cansado para siempre", reflexiona Ángeles. Los sábados laboraba medio día y los domingos escribía su columna Automovilismo, que tenía la subsección "Temas automovilísticos", firmada por su heterónimo Temístocles Salvatierra, un telegrafista que redactaba sus observaciones sobre el tráfico como si fueran telegramas. Temístocles cuenta también las historias del Mísero Vendecoches, el álter ego de Carlos Mastretta: "Contaba cómo llegaba un señor con su suegra, mujer, tres niños, y cómo los empujaba el Mísero Vendecoches para que cupieran en el Renault". En sus ratos libres, además de escribir, Carlos Mastretta modificó un Renault Dolphin en convertible y construyó el Faccia Feroce en el garage.
Además de sus colaboraciones sobre automovilismo, que sostuvo por más de veinte años, Carlos Mastretta Arista publicó semanalmente la columna Mundo Nuestro. Durante seis meses la mandó todos los días, aunque su salud lo obligó a volver a una entrega a la semana. En Mundo Nuestro, Mastretta escribió con agudeza sobre la vida poblana: señaló la mala planeación, el crecimiento desmedido, la especulación inmobiliaria, la desigualdad social, la indolencia de las autoridades e incluso la proliferación de automóviles. Llama la atención que no quedara ni un atisbo de ideología fascista o de nostalgia autoritaria en su escritura. Por el contrario, Carlos Mastretta fue un promotor de la democratización del régimen, un crítico de la corrupción y de la verticalidad del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Sus detractores lo acusaron de comunista, que era la acusación preferida contra los disidentes.
Ángeles Mastretta cuenta una anécdota que ilustra el carácter de su padre. Una mañana, ella amaneció con una herida en el dedo. Revisaron el colchón, pero no le brotaba ningún alambre. Descubrieron a una rata, que había llegado a la casa metida en el coche de la mamá. El médico les dijo que tenían que vigilar al animal durante unos días para ver si tenía rabia y dar el tratamiento adecuado a la niña. Carlos Mastretta se llevó la rata a su trabajo, pero no presentó síntomas de rabia. Un año después, recuerda Ángeles, le seguía llevando zanahorias.
Carlos Mastretta Guzmán —Carlos Tercero— fue el primero que se mudó a la ciudad de México para estudiar. Lo siguieron Daniel y Ángeles, todos matriculados en la Universidad Iberoamericana. Ángeles cambió la Ibero, de cuatrocientos pesos mensuales de colegiatura, por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), de sólo doscientos pesos al año. "Cuando se lo dije a mi papá le brotó una personalidad que nunca había manifestado, la de un hombre temeroso, porque él sí tenía muy claro el 68, que a mí me había importado un comino porque estaba en la febril adolescencia. No vivió para ver el 10 de junio de 1971 porque murió en mayo, pero estaba muy preocupado. Yo pensaba que a mi papá lo había matado yo del disgusto".
"Durante muchos años —continúa Ángeles— pensamos que mi papá se había muerto porque había querido: la cosa se puso tan agobiante que dijo: ‘Yo paso a retirarme con un derrame cerebral', cosa que no es verdad. Fumaba como dos cajetillas diarias y era sedentario. Le preocupaba de más que tenía que mantener cinco hijos. Si hubiera vivido unos años más hubiera visto que ya no había problemas. Yo entré a trabajar y mis hermanos consiguieron becas. Esa monstruosa carga que tenía sobre sus espaldas en 1970 se acabó en el 73. Todo mundo se empezó a ganar la vida".
Su madre, Ángeles Guzmán, Geles, no volvió a casarse. Cuando su hijo menor terminó la universidad, ella, de sesenta años, se matriculó en la preparatoria abierta. Cambió las faldas por los pantalones de mezclilla, se colgó un morral al hombro y se inscribió en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla en la licenciatura en Antropología. De setenta años, fue la oradora en la fiesta de graduación. Dijo que ése era el día más feliz de su vida. Murió en 2008, de ochenta y seis años.
En la década del setenta del siglo XX, el transporte público mexicano se componía mayoritariamente de coches sedán que cobraban un peso, conocidos como "peseros", un término que se lexicalizó para las combis y microbuses que atestaron las calles en las décadas por venir. Daniel Mastretta Guzmán abordaba el pesero en Taxqueña para llegar a la Ibero, ubicada entonces en la Campestre Churubusco, y le parecía absurdo que, si la señora que iba en medio quería apearse, los otros dos pasajeros tuvieran que descender para darle paso. Su tesis de licenciatura fue Autobús urbano para las condiciones mexicanas. Apenas terminó la carrera, entró a trabajar en el despacho de Juan Manuel Aceves, pionero del diseño industrial mexicano, quien le confió el diseño de carrocerías. A los tres años se fue a Ruta-100, la empresa de transporte del gobierno del Distrito Federal, donde se quedó un lustro dibujando camiones. Luego trabajó para diversas compañías carroceras. En 1987 fundó Tecnoidea con su hermano Carlos, que tenía experiencia como director comercial de empresas de línea blanca. "Los dos primeros años fue una empresa de las tardes y de chambitas de logos y diseño gráfico, hasta que agarramos una chamba de hacer un autobús chato para el gobierno del DF". Durante veinte años, Tecnoidea fue una empresa de diseños de carrocería de transporte público y de carga. Unos veinticinco modelos de camiones que circulan en México salieron del lápiz de Daniel Mastretta, aunque se fabricaron con logos de firmas internacionales. En un taller en casa de Daniel, se hacían los prototipos y los moldes y las grandes fábricas los construían en serie. Pero llegó la crisis de 1995, que arrasó con las carroceras. Los Mastretta se refugiaron en los coches-réplica: copias de automóviles clásicos que se montaban en chasises de Volkswagen sedán, como un Porsche de los cincuenta del que hicieron veinticinco unidades. Y Daniel se lanzó a su primer diseño, el Mastretta MXA, un auto deportivo montado también sobre un chasís de "vochito". No fue fácil sobrevivir a esas épocas. Ángeles Mastretta cuenta que los préstamos que les hacía a sus hermanos los consideraba a fondo perdido.
En 2004, ya repuestos de la crisis, descubrieron que había un nicho para los automóviles deportivos: cada año, en el mundo, se venden unos veinte mil coches de este tipo, cuyo atractivo es que son casi únicos: de cada uno se producen unas cien, doscientas, hasta ochocientas unidades al año, pero no más. Contradictoriamente, una empresa pequeña como Tecnoidea no podría darse el lujo de armar un coche popular, pero puede probar suerte en el mercado de los coches de lujo, que se producen casi de manera artesanal. La planta de Tecnoidea, en el municipio de Lerma, dista de las imágenes clásicas del armado del Ford-T o de la enajenación que produce la cadena de montaje que describe el sociólogo francés Robert Linhart en la novela De cadenas y de hombres. En la planta, de 2 500 metros cuadrados, trabajan treinta y cinco obreros repartidos en secciones, que hacen pieza por pieza, salvo el motor marca Ford Duratec. Su plan es armar cien Mastretta en un año: dos por semana, en contraste con las 1 500 unidades diarias que hace la Volkswagen de Puebla, por ejemplo. Si se vende, los Mastretta quieren hacer cuatrocientos o quinientos automóviles más. Al día de hoy tienen vendidas por adelantado unas cincuenta unidades. Quieren ver al MXT circulando en Europa, Estados Unidos y Medio y Lejano Oriente. Para el mercado europeo consiguieron al distribuidor británico Lifestyle Automotive.
Su hija Ángeles Mastretta visitó a una novia que tuvo su padre durante la guerra. Obtuvo muy pocas respuestas, porque ella tampoco quería profundizar en las heridas de esos años.
—¿Mi papá estaba en el ejército? —le preguntó.
—Todo el mundo.
—¿Pero mi papá disparaba?
—No, cómo se te ocurre, tu papá estaba en una oficina.
No le dijo más.
¿Carlos Mastretta Arista fue espía del gobierno italiano? A favor de esta hipótesis están sus propias confesiones de que dependía del Estado Mayor y que acudía a la sección de contraespionaje. Vagabundeó, dijo, en ciudades de Francia, Croacia, Polonia, Austria, Hungría y Bielorrusia, territorios ocupados por los nazis pero con movimientos de resistencia antifascistas. Hablaba español con acento mexicano —por sus escritos se infiere que sabía inglés y francés—, así que podía encubrir su identidad italiana. Y su silencio de tantos años podría deberse a que no quiso arriesgarse a que sus comunicaciones, que estaban expuestas a la intercepción del enemigo, pudieran descubrir su identidad. Pero ésas son sólo especulaciones. Carlos Mastretta Arista calló sobre su participación en la guerra. En 1945, en una carta que le escribe a su hermano Marcos —un próspero constructor que fundó el Partido Acción Nacional— dice: soy un hombre "triste y sombrío. Simplemente he vivido". Le aseguró que no se casaría nunca y que volvería a México en cuanto le fuera posible.
"Es un misterio que a mi mamá no le interesó desenredar. A ella la sacó adelante, las remembranzas y la fantasía no eran lo suyo. Ella decía: ‘Yo estoy en una guerra diaria'. No tenían mucho dinero y debían de salir adelante con cinco hijos. Mi papá era capaz de decir que el matrimonio era peor que la guerra y estaba con una mujer que era muy buena y muy guapa. Él era generoso y bondadoso, con un sentido del humor fantástico y muy oportuno, pero tenía una zona melancólica, que no hubiera tenido si la guerra no hubiera pasado por encima de él", me dice Ángeles Mastretta.
Aun cuando fue oficial del ejército italiano, Carlos Mastretta Arista salió de Italia reconocido por el consulado como mexicano, con un plazo de seis meses para regularizar su nacionalidad en el país. Su trámite demoró meses, le hicieron imprimir sus huellas digitales 186 veces, pero por fin pudo abordar un carguero estadounidense en Génova que lo llevó a Nueva York. Sus hijos descubrieron en su baúl un fragmento del diario de viaje, que empezó a escribir en su último día en la península y que se interrumpe cuando el barco atraviesa el Estrecho de Gibraltar. Si sólo de ese diario dependiera inferir los trabajos de Carlos Mastretta Arista en los años de la guerra, el lector podría decir que se dedicó a pulir su prosa. "Llegué a Stradella a las siete de la noche. El reloj de la vieja torre medieval acaba de lloriquear las once y tres cuartos, mientras la nieve sigue impasiblemente transformando la llanura en un sudario". El reloj "lloriquea" las once como Italia llora su desgracia: las avenidas señoriales se vuelven "un hacinamiento de muros chamuscados", las paredes lucen consignas de "muerte a fulano, muerte a zutano". El tren que lo lleva a Milán se divide en dos secciones: una con calefacción y asientos —que transporta a los soldados estadounidenses— y la otra para los italianos derrotados. Este último lleva las puertas bloqueadas por el hielo: "Rebosante de humanidad entumida y silenciosa, macilenta y amargada. Esto quiere decir: perder la guerra". Los italianos se emplean como sirvientes de los soldados ocupantes, "diez guapas genovesas ayudan a cinco sargentos americanos a fumar cigarrillos, masticar chicle, tratar despectivamente a los malaventurados necesitados de ayuda; todo en un salón donde antiguamente se reunían, allá por el 1400 y pico, los banqueros genoveses a discutir si le prestaban o no dinero al rey de Inglaterra". Los niños recogen colillas del piso y las mujeres limosnean una lata de comida con los oficiales estadounidenses. Carlos Segundo se ve a sí mismo en una obra de teatro que ya agotó sus dos primeros actos pero al que aún le falta por representar el tercero. "Adiós, Italia […] hijo tuyo de adopción, luché por un mundo mejor, más noble, más sano, siguiendo la idea de un grande hijo tuyo, hoy proscrito y maldecido por escribas y fariseos de todas lenguas y razas. Pero, día vendrá. ¿Más, qué vale lamentarse? Estoy pisando las láminas y, pronto, la tierra del vencedor […] Sólo escombro pueden llevarse de Italia". Cuando el barco pasó frente a España, anotó: "¡España, el último vestigio de la obra de Mussolini como hombre político, que aún resiste a la borrachera democrática que atraviesa el mundo".
El relato del viaje en barco es delicioso. En el desvencijado carguero confluyen ex soldados italianos en desgracia, prepotentes oficiales estadounidenses, un capitán danés, la condesa Maraldi, un primo del rey de Italia, un supuesto obispo calvinista que despierta la desconfianza en el olfato sagaz de Carlos Mastretta, un radiotelegrafista chileno, un comunista cubano que viaja esposado por asesinar a un marinero filipino, un fogonero portugués, entre otros personajes. Mastretta, "no queriendo la cosa", obtiene la historia del cubano: pertenece a la Unión Internacional de Marineros, organización fachada del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista (Comitern), que había matado al filipino en una discusión política y lo llevaban a Nueva York para juzgarlo en una corte militar. Al otro día, Carlos advierte que hace falta uno de los botes salvavidas. En el calor del cuarto de máquinas, el portugués le cuenta la historia: "¿Sabe, amigo, que Panchito se ha marchado a saludar a Franco?", le dice el fogonero. "Panchito [el cubano] había destripado al finlandés al margen de una discusión política y [el fogonero] siendo miembro activo del partido y de la Unión Internacional de Marineros, había decidido ayudar a Panchito a esquivar las preguntas de un fiscal americano […] Ya Panchito tenía una dirección en Cartagena y además el chileno radiotelegrafista, también del partido, se había encargado por la mañana de transmitir lo más tarde posible el telegrama que el capitán Wolfberg había enviado a las autoridades españolas advirtiendo del probable desembarco del cubano en esas costas".
En unos minutos, Carlos Mastretta develó una conspiración para evadir a un preso comunista de un carguero estadounidense, una tarea que las autoridades del barco fueron incapaces de hacer. Desafortunadamente el diario se interrumpe ese cuatro de marzo con una metáfora alcohólica de la ocupación soviética y angloamericana de Europa: "Pobre Mar Mediterráneo, cuna de toda civilización. Vodka y whisky dominan tus costas".
Aun cuando Carlos Mastretta Arista tenía visado para transitar por Estados Unidos, agentes del Federal Bureau of Investigation (FBI) lo escoltaron hasta la frontera con México. A su vuelta era un hombre derrotado. Los fracasos empresariales y la guerra devoraron nueve años de su vida. No tenía dinero ni mujer. Su salud resentía los años de privaciones, adquirió el hábito de fumar de manera obsesiva y, sobre todo, estaba desmoralizado. Pero conoció a una mujer de veintidós años, una de las más bellas de Puebla, y la cortejó puntualmente con una carta a la semana durante dos años. Una vez más su prosa lo salvó. María de los Ángeles Guzmán, una muchacha tímida, catorce años menor, decidió corresponder. "Al robarme el alma me devolvió la vida", decía Carlos Mastretta sobre la mujer que lo hizo rectificar su decisión de morir solo. Se casaron y tuvieron cinco hijos: Ángeles, Verónica, Carlos, Daniel y Sergio.
Carlos Mastretta Arista estableció diversos negocios. Asociado con su hermano, fabricó revolvedoras de cemento hidráulico, organizó la Carrera Panamericana de automovilismo y escribió la crónica para revistas italianas. Y apostó por importar automóviles Fiat y venderlos con facilidades de pago. Pero nuevamente fracasaron. Su padre, Carlos Primero, le había legado la casa en Stradella porque pensó que sería el único de sus hijos que volvería a su tierra. Carlos Segundo vendió a sus parientes en Italia la casa familiar. La vendo para comprar una casa en México, donde me estableceré definitivamente, les mintió. Nunca compró una casa en Puebla. Carlos dejó un testimonio de esos años: "Llevo la vida modesta de un trabajo estatal —es gerente de ventas de Renault en Puebla, empresa intervenida por el Estado— con el dinero necesario para llegar a fin de mes. Una vida en constante ansiedad y sin otras perspectivas de mejora… me he convertido en un hombre con las características de fracasado". Además era hipoglucémico, hipertenso y padecía de cálculos renales.
Ángeles Mastretta, una de las escritoras mexicanas más leídas, recuerda su infancia como el país de las maravillas. Su padre trabajaba todo el día pero comía y cenaba en casa. Era un hombre dulce y bondadoso que transmitía sus pasiones —por los coches, por la escritura— con enorme suavidad. Los Mastretta rentaban una casa, que se conectaba a través del jardín con la casa de su tía y sus cinco primos de apellido Sánchez Guzmán. Estaba llena de autopistas, de Scalextric, de revistas de automovilismo, del Corriere della Sera y la Domenica del Corriere. Una de las joyas era el tren eléctrico marca Lionel, cortesía de los Reyes Magos, que hoy, 50 años después, sigue funcionando. De clase media, nunca les faltó nada, aunque a diferencia de las familias de sus amigos, ellos nunca fueron propietarios y siempre pagaron renta, pues el dinero de la casa de Stradella se tuvo que destinar a reponer los fondos prestados de cuando Carlos quiso introducir la Fiat en Puebla y los inversionistas quisieron ganancias al primer año. A su padre, recuerda Ángeles, le agobiaba que su esposa, con una academia de ballet, contribuyera con el sostén de la casa. Carlos Mastretta Arista se levantaba temprano y a las ocho de la mañana ya estaba de camino al trabajo. Regresaba a la una y media a comer y a las tres treinta ya estaba de nuevo en la Renault. Cuando la familia salía de vacaciones, él se quedaba en Puebla a seguir trabajando. "Era un señor que nunca comió fuera de su casa y nunca salió a cenar: fue a la guerra y de ahí a su casa. Se quedó cansado para siempre", reflexiona Ángeles. Los sábados laboraba medio día y los domingos escribía su columna Automovilismo, que tenía la subsección "Temas automovilísticos", firmada por su heterónimo Temístocles Salvatierra, un telegrafista que redactaba sus observaciones sobre el tráfico como si fueran telegramas. Temístocles cuenta también las historias del Mísero Vendecoches, el álter ego de Carlos Mastretta: "Contaba cómo llegaba un señor con su suegra, mujer, tres niños, y cómo los empujaba el Mísero Vendecoches para que cupieran en el Renault". En sus ratos libres, además de escribir, Carlos Mastretta modificó un Renault Dolphin en convertible y construyó el Faccia Feroce en el garage.
Además de sus colaboraciones sobre automovilismo, que sostuvo por más de veinte años, Carlos Mastretta Arista publicó semanalmente la columna Mundo Nuestro. Durante seis meses la mandó todos los días, aunque su salud lo obligó a volver a una entrega a la semana. En Mundo Nuestro, Mastretta escribió con agudeza sobre la vida poblana: señaló la mala planeación, el crecimiento desmedido, la especulación inmobiliaria, la desigualdad social, la indolencia de las autoridades e incluso la proliferación de automóviles. Llama la atención que no quedara ni un atisbo de ideología fascista o de nostalgia autoritaria en su escritura. Por el contrario, Carlos Mastretta fue un promotor de la democratización del régimen, un crítico de la corrupción y de la verticalidad del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Sus detractores lo acusaron de comunista, que era la acusación preferida contra los disidentes.
Ángeles Mastretta cuenta una anécdota que ilustra el carácter de su padre. Una mañana, ella amaneció con una herida en el dedo. Revisaron el colchón, pero no le brotaba ningún alambre. Descubrieron a una rata, que había llegado a la casa metida en el coche de la mamá. El médico les dijo que tenían que vigilar al animal durante unos días para ver si tenía rabia y dar el tratamiento adecuado a la niña. Carlos Mastretta se llevó la rata a su trabajo, pero no presentó síntomas de rabia. Un año después, recuerda Ángeles, le seguía llevando zanahorias.
Carlos Mastretta Guzmán —Carlos Tercero— fue el primero que se mudó a la ciudad de México para estudiar. Lo siguieron Daniel y Ángeles, todos matriculados en la Universidad Iberoamericana. Ángeles cambió la Ibero, de cuatrocientos pesos mensuales de colegiatura, por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), de sólo doscientos pesos al año. "Cuando se lo dije a mi papá le brotó una personalidad que nunca había manifestado, la de un hombre temeroso, porque él sí tenía muy claro el 68, que a mí me había importado un comino porque estaba en la febril adolescencia. No vivió para ver el 10 de junio de 1971 porque murió en mayo, pero estaba muy preocupado. Yo pensaba que a mi papá lo había matado yo del disgusto".
"Durante muchos años —continúa Ángeles— pensamos que mi papá se había muerto porque había querido: la cosa se puso tan agobiante que dijo: ‘Yo paso a retirarme con un derrame cerebral', cosa que no es verdad. Fumaba como dos cajetillas diarias y era sedentario. Le preocupaba de más que tenía que mantener cinco hijos. Si hubiera vivido unos años más hubiera visto que ya no había problemas. Yo entré a trabajar y mis hermanos consiguieron becas. Esa monstruosa carga que tenía sobre sus espaldas en 1970 se acabó en el 73. Todo mundo se empezó a ganar la vida".
Su madre, Ángeles Guzmán, Geles, no volvió a casarse. Cuando su hijo menor terminó la universidad, ella, de sesenta años, se matriculó en la preparatoria abierta. Cambió las faldas por los pantalones de mezclilla, se colgó un morral al hombro y se inscribió en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla en la licenciatura en Antropología. De setenta años, fue la oradora en la fiesta de graduación. Dijo que ése era el día más feliz de su vida. Murió en 2008, de ochenta y seis años.
En la década del setenta del siglo XX, el transporte público mexicano se componía mayoritariamente de coches sedán que cobraban un peso, conocidos como "peseros", un término que se lexicalizó para las combis y microbuses que atestaron las calles en las décadas por venir. Daniel Mastretta Guzmán abordaba el pesero en Taxqueña para llegar a la Ibero, ubicada entonces en la Campestre Churubusco, y le parecía absurdo que, si la señora que iba en medio quería apearse, los otros dos pasajeros tuvieran que descender para darle paso. Su tesis de licenciatura fue Autobús urbano para las condiciones mexicanas. Apenas terminó la carrera, entró a trabajar en el despacho de Juan Manuel Aceves, pionero del diseño industrial mexicano, quien le confió el diseño de carrocerías. A los tres años se fue a Ruta-100, la empresa de transporte del gobierno del Distrito Federal, donde se quedó un lustro dibujando camiones. Luego trabajó para diversas compañías carroceras. En 1987 fundó Tecnoidea con su hermano Carlos, que tenía experiencia como director comercial de empresas de línea blanca. "Los dos primeros años fue una empresa de las tardes y de chambitas de logos y diseño gráfico, hasta que agarramos una chamba de hacer un autobús chato para el gobierno del DF". Durante veinte años, Tecnoidea fue una empresa de diseños de carrocería de transporte público y de carga. Unos veinticinco modelos de camiones que circulan en México salieron del lápiz de Daniel Mastretta, aunque se fabricaron con logos de firmas internacionales. En un taller en casa de Daniel, se hacían los prototipos y los moldes y las grandes fábricas los construían en serie. Pero llegó la crisis de 1995, que arrasó con las carroceras. Los Mastretta se refugiaron en los coches-réplica: copias de automóviles clásicos que se montaban en chasises de Volkswagen sedán, como un Porsche de los cincuenta del que hicieron veinticinco unidades. Y Daniel se lanzó a su primer diseño, el Mastretta MXA, un auto deportivo montado también sobre un chasís de "vochito". No fue fácil sobrevivir a esas épocas. Ángeles Mastretta cuenta que los préstamos que les hacía a sus hermanos los consideraba a fondo perdido.
En 2004, ya repuestos de la crisis, descubrieron que había un nicho para los automóviles deportivos: cada año, en el mundo, se venden unos veinte mil coches de este tipo, cuyo atractivo es que son casi únicos: de cada uno se producen unas cien, doscientas, hasta ochocientas unidades al año, pero no más. Contradictoriamente, una empresa pequeña como Tecnoidea no podría darse el lujo de armar un coche popular, pero puede probar suerte en el mercado de los coches de lujo, que se producen casi de manera artesanal. La planta de Tecnoidea, en el municipio de Lerma, dista de las imágenes clásicas del armado del Ford-T o de la enajenación que produce la cadena de montaje que describe el sociólogo francés Robert Linhart en la novela De cadenas y de hombres. En la planta, de 2 500 metros cuadrados, trabajan treinta y cinco obreros repartidos en secciones, que hacen pieza por pieza, salvo el motor marca Ford Duratec. Su plan es armar cien Mastretta en un año: dos por semana, en contraste con las 1 500 unidades diarias que hace la Volkswagen de Puebla, por ejemplo. Si se vende, los Mastretta quieren hacer cuatrocientos o quinientos automóviles más. Al día de hoy tienen vendidas por adelantado unas cincuenta unidades. Quieren ver al MXT circulando en Europa, Estados Unidos y Medio y Lejano Oriente. Para el mercado europeo consiguieron al distribuidor británico Lifestyle Automotive.
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Además de su propia inversión en tiempo y dinero, los Mastretta obtuvieron financiamiento de Nacional Financiera y tocaron la puerta de Emilio Azcárraga, Pedro Aspe y Andrés Gómez, empresarios aficionados a los coches deportivos, que se entusiasmaron con el MXT. Su inversión fue menor, pero ayudaron a captar capital y ofrecieron sus puntos de vista. Pedro Aspe lo probó en Puebla y Emilio Azcárraga en el Autódromo Hermanos Rodríguez, donde lo corrió a más de 200 kilómetros por hora. "Ya quiero el mío", le dijo a Carlos.
Al igual que el resto de sus diseños, Daniel dibujó a mano el Mastretta MXT en sus cuadernos de tapas negras. Al trazo en tinta le añadió volumen con acuarela. Y después se preocupó por el aspecto técnico. El resultado es un coche de 930 kilogramos (bastante ligero para su tipo), de 390 centímetros de largo, 175 de ancho, con un tanque de 40 litros, 16 válvulas y 250 caballos de fuerza, transmisión manual y motor en la parte trasera del auto. Su precio de 58 000 dólares, afirman Carlos y Daniel, es muy competitivo para el mercado. El probador oficial del Mastretta se llama Carlos Mastretta Aguilera —Carlos Cuarto—, hijo de Carlos Mastretta Guzmán y ex piloto semiprofesional de carreras. Me dice que la suspensión del coche y el centro de gravedad se proyectaron para ofrecer la misma experiencia que un coche de carreras. Para hacer énfasis en el carácter mexicano del automóvil, la escudería Mastretta lo ofrece en colores como blanco raspado, plata Taxco, negro petróleo, dorado tequila, rojo chile, verde maguey, amarillo Acapulco y azul Cancún.
El Mastretta MXT cobró notoriedad mundial por ser utilizado como pretexto para un sketch racista en el programa Top Gear, de la BBC, el 30 de enero pasado. Sentados en sillones de automóvil, con un público complaciente que les celebraba sus chistes, presentaron una fotografía del Mastretta MXT, al que llamaron "La Tortilla". Richard Hammond dijo que los coches reflejan las características nacionales, así que mientras los autos alemanes son eficientes y bien hechos, los mexicanos debían ser "flojos, irresponsables, pedorros y obesos, dormidos sobre una barda, mirando un cactus, y cubiertos con una manta con un hoyo en medio en lugar de abrigo". James May añadió: "Es interesante, ¿no? Porque los mexicanos son incapaces de hacer comida, ¿cierto? Porque todo es como vómito con queso encima". "Vómito refrito", completó Hammond. "Sólo imagínate despertar y darte cuenta de que eres mexicano", lanzó Hammond de nuevo. Jeremy Clarkson terció: "Sería genial porque podrías volver a dormirte y decir: ‘Ah, soy mexicano'. Por eso no creo que se quejen, porque el embajador mexicano debe estar roncando en la embajada".
Una respuesta lúcida vino del comediante inglés Steve Coogan, en un artículo publicado en The Observer —la edición dominical de Guardian— el 5 de febrero, cuya versión en línea acumula casi mil comentarios. Coogan inicia su artículo diciendo que es un fan de Top Gear, al que ha sido invitado tres veces, pero duda que, después de su artículo, lo vuelvan a convocar.
Algunas de sus reflexiones: "Muy bien, chicos, tengo sugerencias para el próximo show. Jeremy, ¿por qué no describir la comida kosher como ‘vómito con queso'? Mejor aún: a los fundamentalistas islámicos como flojos e irresponsables. Silencio. Esas comunidades están bien organizadas, ¿o no? Mejor limitémonos a los menos problemáticos. ¿Ancianos?, ¿personas con discapacidad? ¡Ya sé: mexicanos! Hay muy pocos para ser problemáticos y no tienen celebridades que se molesten. Y la mayoría de ellos están a muchas millas de aquí".
Coogan agrega que la justificación inicial de la BBC —tras la queja formal del embajador Eduardo Medina-Mora— fue vergonzosa. La BBC dijo que el programa se servía de estereotipos de naciones europeas para hacer comedia: por ejemplo, que los franceses son arrogantes y los alemanes hiperorganizados. "Pero eso evadía un punto crucial —dijo Coogan—: la etnicidad: los ejemplos que se usaron para justificar esa basura llena de odio son países ricos mayoritariamente poblados por blancos: ¿qué tal que los muchachos [de la BBC] hubieran descrito a los africanos o paquistaníes como flojos, irresponsables, etcétera? […] En Top Gear son tres jóvenes ricos burlándose de los mexicanos pobres: ¿valiente, originalísima aportación?"
Hay una fuerte dimensión ética en la mejor comedia. No sólo evita reforzar prejuicios, sino que debe activamente desafiarlos. En la comedia debemos de reflexionar antes de hablar. Ésta no fue la ocasión. De hecho, si puedo tomar prestada la chispa wildeana de Richard Hammond, su postura frente al tema fue ‘floja, irresponsable y pedorra'. No es completamente su culpa. Parte de la responsabilidad está en lo que algunos llaman la reacción ‘posmoderna' a la rígida corrección política. Algunas veces, es cierto, las cosas necesitan una sacudida, las ortodoxias necesitan ser retadas [pero] estos compas piensan que ser ofensivos les confiere una suerte de aura de fregonería ‘anti-stablishment'. En realidad, al igual que sus chamarras de cuero y sus jeans, esa actitud es ultraconservadora".
Carlos y Daniel Mastretta recibieron un correo electrónico la mañana del lunes 31 de enero de sus distribuidores británicos con la noticia del programa. Vieron el video y dirigieron una carta de protesta a la BBC. Desde entonces cosecharon la fama de haber sido el pretexto para un ataque xenófobo y se han acostumbrado a las entrevistas. Pero sus planes de producción no cambiaron. El Reino Unido sigue siendo uno de sus objetivos prioritarios.
A la muerte de Carlos Mastretta Arista, sus hijos descubrieron que no había sido sólo el tranquilo y predecible vendecoches que ellos habían conocido. Al encontrar su diario en el escritorio de la agencia automotriz, Verónica se dio cuenta de que no sabía casi nada de su vida antes del matrimonio. Las dudas se ampliaron cuando recibió una carta de Milán, acompañada de una foto de su padre en traje de campaña y con una mujer en los brazos. La firmaba Italia, una novia de Carlos de la época de la guerra. A partir de ahí Sergio Mastretta, periodista y fundador de una estación de radio —y socio de una empresa de software para verificar automóviles—, recopiló las cartas, escritos y artículos de su padre en un libro, y pidió para el epílogo una reflexión de cada uno de sus hermanos. "Cada uno de nosotros sacó algo de tus muchos genios: la búsqueda de la belleza en la palabra escrita, la serena pasión por transformar el mundo, el humor imbatible, la mirada irónica ante los milagros tecnológicos, la estética de la velocidad y el trazo de la mano para imaginar una realidad inasible", escribió. Ángeles confiesa cómo sigue llorando su orfandad: "Tener papá siendo adulto debe ser como andar por la vida bajo un paraguas inmenso". Luego lamenta las cosas que no pudo decirle: "Papá, no importa que no seas rico. Papá, ya entendí por qué no eres rico. Papá, cuéntame de la guerra y de las otras cosas que te duelen. Papá, en un tiempo más no tendrás que mantenernos. Papá, no cometas la estupidez de morirte, porque el resto será la mejor parte. Será un premio la vida que te falta". Daniel imagina el placer de su padre al planear, diseñar y construir el Faccia Feroce. "Si algo le agradezco es que me haya pasado esa mecánica mental completita. Lástima que las condiciones de su tiempo y lugar no le permitieron dedicarse a construir autos. Estoy seguro de que hubiera vivido muchos años más". Carlos reconoce que entre su padre y él hubo una barrera invisible que no supieron franquear los dieciocho años que se conocieron. "¿Por qué habremos puesto esa barrera?, ¿me tenías miedo?, ¿o yo a ti? Sólo hubiera querido decirte que gracias por ese instante glorioso del Faccia Feroce. Conservo ese momento como mi mayor tesoro. Qué lástima que no hubo muchos más, aunque, al fin y al cabo, ése fue demasiado y me alcanzará para toda la vida. Por encima de la barrera y a través de la barrera, este hombre inteligente, apasionado y simpático me pasó algunas fortalezas: sé lo que eres, cree en lo que crees, goza lo que gozas y corre todas las carreras". \\
Al igual que el resto de sus diseños, Daniel dibujó a mano el Mastretta MXT en sus cuadernos de tapas negras. Al trazo en tinta le añadió volumen con acuarela. Y después se preocupó por el aspecto técnico. El resultado es un coche de 930 kilogramos (bastante ligero para su tipo), de 390 centímetros de largo, 175 de ancho, con un tanque de 40 litros, 16 válvulas y 250 caballos de fuerza, transmisión manual y motor en la parte trasera del auto. Su precio de 58 000 dólares, afirman Carlos y Daniel, es muy competitivo para el mercado. El probador oficial del Mastretta se llama Carlos Mastretta Aguilera —Carlos Cuarto—, hijo de Carlos Mastretta Guzmán y ex piloto semiprofesional de carreras. Me dice que la suspensión del coche y el centro de gravedad se proyectaron para ofrecer la misma experiencia que un coche de carreras. Para hacer énfasis en el carácter mexicano del automóvil, la escudería Mastretta lo ofrece en colores como blanco raspado, plata Taxco, negro petróleo, dorado tequila, rojo chile, verde maguey, amarillo Acapulco y azul Cancún.
El Mastretta MXT cobró notoriedad mundial por ser utilizado como pretexto para un sketch racista en el programa Top Gear, de la BBC, el 30 de enero pasado. Sentados en sillones de automóvil, con un público complaciente que les celebraba sus chistes, presentaron una fotografía del Mastretta MXT, al que llamaron "La Tortilla". Richard Hammond dijo que los coches reflejan las características nacionales, así que mientras los autos alemanes son eficientes y bien hechos, los mexicanos debían ser "flojos, irresponsables, pedorros y obesos, dormidos sobre una barda, mirando un cactus, y cubiertos con una manta con un hoyo en medio en lugar de abrigo". James May añadió: "Es interesante, ¿no? Porque los mexicanos son incapaces de hacer comida, ¿cierto? Porque todo es como vómito con queso encima". "Vómito refrito", completó Hammond. "Sólo imagínate despertar y darte cuenta de que eres mexicano", lanzó Hammond de nuevo. Jeremy Clarkson terció: "Sería genial porque podrías volver a dormirte y decir: ‘Ah, soy mexicano'. Por eso no creo que se quejen, porque el embajador mexicano debe estar roncando en la embajada".
Una respuesta lúcida vino del comediante inglés Steve Coogan, en un artículo publicado en The Observer —la edición dominical de Guardian— el 5 de febrero, cuya versión en línea acumula casi mil comentarios. Coogan inicia su artículo diciendo que es un fan de Top Gear, al que ha sido invitado tres veces, pero duda que, después de su artículo, lo vuelvan a convocar.
Algunas de sus reflexiones: "Muy bien, chicos, tengo sugerencias para el próximo show. Jeremy, ¿por qué no describir la comida kosher como ‘vómito con queso'? Mejor aún: a los fundamentalistas islámicos como flojos e irresponsables. Silencio. Esas comunidades están bien organizadas, ¿o no? Mejor limitémonos a los menos problemáticos. ¿Ancianos?, ¿personas con discapacidad? ¡Ya sé: mexicanos! Hay muy pocos para ser problemáticos y no tienen celebridades que se molesten. Y la mayoría de ellos están a muchas millas de aquí".
Coogan agrega que la justificación inicial de la BBC —tras la queja formal del embajador Eduardo Medina-Mora— fue vergonzosa. La BBC dijo que el programa se servía de estereotipos de naciones europeas para hacer comedia: por ejemplo, que los franceses son arrogantes y los alemanes hiperorganizados. "Pero eso evadía un punto crucial —dijo Coogan—: la etnicidad: los ejemplos que se usaron para justificar esa basura llena de odio son países ricos mayoritariamente poblados por blancos: ¿qué tal que los muchachos [de la BBC] hubieran descrito a los africanos o paquistaníes como flojos, irresponsables, etcétera? […] En Top Gear son tres jóvenes ricos burlándose de los mexicanos pobres: ¿valiente, originalísima aportación?"
Hay una fuerte dimensión ética en la mejor comedia. No sólo evita reforzar prejuicios, sino que debe activamente desafiarlos. En la comedia debemos de reflexionar antes de hablar. Ésta no fue la ocasión. De hecho, si puedo tomar prestada la chispa wildeana de Richard Hammond, su postura frente al tema fue ‘floja, irresponsable y pedorra'. No es completamente su culpa. Parte de la responsabilidad está en lo que algunos llaman la reacción ‘posmoderna' a la rígida corrección política. Algunas veces, es cierto, las cosas necesitan una sacudida, las ortodoxias necesitan ser retadas [pero] estos compas piensan que ser ofensivos les confiere una suerte de aura de fregonería ‘anti-stablishment'. En realidad, al igual que sus chamarras de cuero y sus jeans, esa actitud es ultraconservadora".
Carlos y Daniel Mastretta recibieron un correo electrónico la mañana del lunes 31 de enero de sus distribuidores británicos con la noticia del programa. Vieron el video y dirigieron una carta de protesta a la BBC. Desde entonces cosecharon la fama de haber sido el pretexto para un ataque xenófobo y se han acostumbrado a las entrevistas. Pero sus planes de producción no cambiaron. El Reino Unido sigue siendo uno de sus objetivos prioritarios.
A la muerte de Carlos Mastretta Arista, sus hijos descubrieron que no había sido sólo el tranquilo y predecible vendecoches que ellos habían conocido. Al encontrar su diario en el escritorio de la agencia automotriz, Verónica se dio cuenta de que no sabía casi nada de su vida antes del matrimonio. Las dudas se ampliaron cuando recibió una carta de Milán, acompañada de una foto de su padre en traje de campaña y con una mujer en los brazos. La firmaba Italia, una novia de Carlos de la época de la guerra. A partir de ahí Sergio Mastretta, periodista y fundador de una estación de radio —y socio de una empresa de software para verificar automóviles—, recopiló las cartas, escritos y artículos de su padre en un libro, y pidió para el epílogo una reflexión de cada uno de sus hermanos. "Cada uno de nosotros sacó algo de tus muchos genios: la búsqueda de la belleza en la palabra escrita, la serena pasión por transformar el mundo, el humor imbatible, la mirada irónica ante los milagros tecnológicos, la estética de la velocidad y el trazo de la mano para imaginar una realidad inasible", escribió. Ángeles confiesa cómo sigue llorando su orfandad: "Tener papá siendo adulto debe ser como andar por la vida bajo un paraguas inmenso". Luego lamenta las cosas que no pudo decirle: "Papá, no importa que no seas rico. Papá, ya entendí por qué no eres rico. Papá, cuéntame de la guerra y de las otras cosas que te duelen. Papá, en un tiempo más no tendrás que mantenernos. Papá, no cometas la estupidez de morirte, porque el resto será la mejor parte. Será un premio la vida que te falta". Daniel imagina el placer de su padre al planear, diseñar y construir el Faccia Feroce. "Si algo le agradezco es que me haya pasado esa mecánica mental completita. Lástima que las condiciones de su tiempo y lugar no le permitieron dedicarse a construir autos. Estoy seguro de que hubiera vivido muchos años más". Carlos reconoce que entre su padre y él hubo una barrera invisible que no supieron franquear los dieciocho años que se conocieron. "¿Por qué habremos puesto esa barrera?, ¿me tenías miedo?, ¿o yo a ti? Sólo hubiera querido decirte que gracias por ese instante glorioso del Faccia Feroce. Conservo ese momento como mi mayor tesoro. Qué lástima que no hubo muchos más, aunque, al fin y al cabo, ése fue demasiado y me alcanzará para toda la vida. Por encima de la barrera y a través de la barrera, este hombre inteligente, apasionado y simpático me pasó algunas fortalezas: sé lo que eres, cree en lo que crees, goza lo que gozas y corre todas las carreras". \\
lunes, 29 de octubre de 2012
domingo, 28 de octubre de 2012
Ada Lovelace
"I never am really satisfied that I understand anything; because, understand it well as I may, my comprehension can only be an infinitesimal fraction of all I want to understand about the many connections and relations which occur to me, how the matter in question was first thought of or arrived at, etc., etc."
Ada Byron, Lady Lovelace, was one of the most picturesque characters in computer history. A brilliant mathematician, analyst and metaphysician, she is widely regarded as the founder of scientific computing.
Augusta Ada Byron was born in December 10, 1815, the only legitimate child of Anne Isabella “Annabella” Milbanke and the Romantic poet Lord Byron. Five weeks after her daughter’s birth, Lady Byron asked for a separation from Lord Byron, and was awarded sole custody of Ada, who she brought up to become a mathematician and scientist. Terrified that Ada might end up being a poet like her father, Lady Byron insisted that she receives tutoring in mathematics and music, as disciplines to counter dangerous poetic tendencies. But Ada’s complex inheritance became apparent as early as 1828, when she produced the design for a flying machine. It was mathematics that gave her life a meaning. Despite her mother’s programming, however, she did not deny her poetical inclinations. She wanted to be "an analyst and a metaphysician" and often referred to herself as a “poetical scientist.” Hence, her understanding of mathematics was laced with imagination, and described in metaphors.
Ada met Charles Babbage, a Lucasian professor of mathematics at Cambridge, when she was just 17. It was at a dinner party at their mutual friend’s house that she heard for the first time of Babbage's ideas for the invention of a new calculating engine, the Analytical Engine. Babbage presumed it was possible that a calculating engine could not only foresee but could act on that foresight. Ada was touched by the "universality of his ideas." Since that moment they became friends and began a voluminous correspondence on different subjects such as mathematics and logic.
In the autumn of 1841, Babbage was working on the plans for his new engine. His parliamentary sponsors, however, refused to support a second machine with his first invention - the Difference Engine, still unfinished. Nevertheless, Babbage found sympathy for the new project abroad. In 1842, an Italian mathematician, Louis Menabrea, published a memoir in French on the subject of the Analytical Engine. On the other hand, Ada, in 1843, married to the Earl of Lovelace and already the mother of three children under the age of eight, translated Menabrea's original memoir into English. When she showed Babbage her translation he suggested that she add her own notes and comments, which turned out to be three times the length of the memoir itself. Ada’s work was published in the same year. In it Lady Lovelace elaborated on her idea that such a machine might be used to compose complex music, to produce graphics, and would be used for both practical and scientific use. She was correct. Furthermore, it was her translation of Menabrea’s original work and the Notes she appended to it that became the source of Ada Byron’s enduring fame. She had anticipated for more than a century most of what we nowadays consider brand-new computing.
Ada called herself “an Analyst and Metaphysician.” She put all her knowledge and analytical skills to use in the Notes she appended to Menabrea’s memoir’s translation. Both she and Babbage understood the plans for the new device but Ada had one advantage – she was much better at articulating the Analytical Engine’s promise. She rightly saw it as what we nowadays would call a general-purpose computer. She speculated that the new engine might act upon other things beside numbers. Her ideas of a machine that could manipulate symbols in accordance with rules and that numbers could represent entities other than quantities mark the fundamental transition from calculation to computation. Lovelace was the first to explicitly articulate this notion and in this she appears to have seen further than Babbage. That is why she has been referred to as the “prophet of the computer age.” Certainly she was the first to express the potential for computers outside mathematics. In this the tribute paid to her personality is well-founded.
Furthermore, Ada suggested to Babbage that she writes a plan for how the new engine might calculate Bernoulli numbers. The plan she wrote thereafter, is now regarded as the first "computer program."
In 1953, over one hundred years after her death, Ada Lovelace’s notes on Babbage’s Analytical Engine were republished. The engine has now been recognized as an early model for a computer and Lovelace’s notes as a description of a computer and software. In 1979, the United States Department of Defense developed a programming language and named it after Lovelace – Ada. The reference manual for the language was approved on 10 December 1980, and the Department of Defense Military Standard for the language, “MIL-STD-1815,” was given the number of the year of her birth. Furthermore, since 1998, The British Computer Society has awarded a medal in her name and in 2008 initiated an annual competition for women students of computer science.
Ada Lovelace
Ada Byron, Lady Lovelace, was one of the most picturesque characters in computer history. A brilliant mathematician, analyst and metaphysician, she is widely regarded as the founder of scientific computing.
Augusta Ada Byron was born in December 10, 1815, the only legitimate child of Anne Isabella “Annabella” Milbanke and the Romantic poet Lord Byron. Five weeks after her daughter’s birth, Lady Byron asked for a separation from Lord Byron, and was awarded sole custody of Ada, who she brought up to become a mathematician and scientist. Terrified that Ada might end up being a poet like her father, Lady Byron insisted that she receives tutoring in mathematics and music, as disciplines to counter dangerous poetic tendencies. But Ada’s complex inheritance became apparent as early as 1828, when she produced the design for a flying machine. It was mathematics that gave her life a meaning. Despite her mother’s programming, however, she did not deny her poetical inclinations. She wanted to be "an analyst and a metaphysician" and often referred to herself as a “poetical scientist.” Hence, her understanding of mathematics was laced with imagination, and described in metaphors.
Ada met Charles Babbage, a Lucasian professor of mathematics at Cambridge, when she was just 17. It was at a dinner party at their mutual friend’s house that she heard for the first time of Babbage's ideas for the invention of a new calculating engine, the Analytical Engine. Babbage presumed it was possible that a calculating engine could not only foresee but could act on that foresight. Ada was touched by the "universality of his ideas." Since that moment they became friends and began a voluminous correspondence on different subjects such as mathematics and logic.
In the autumn of 1841, Babbage was working on the plans for his new engine. His parliamentary sponsors, however, refused to support a second machine with his first invention - the Difference Engine, still unfinished. Nevertheless, Babbage found sympathy for the new project abroad. In 1842, an Italian mathematician, Louis Menabrea, published a memoir in French on the subject of the Analytical Engine. On the other hand, Ada, in 1843, married to the Earl of Lovelace and already the mother of three children under the age of eight, translated Menabrea's original memoir into English. When she showed Babbage her translation he suggested that she add her own notes and comments, which turned out to be three times the length of the memoir itself. Ada’s work was published in the same year. In it Lady Lovelace elaborated on her idea that such a machine might be used to compose complex music, to produce graphics, and would be used for both practical and scientific use. She was correct. Furthermore, it was her translation of Menabrea’s original work and the Notes she appended to it that became the source of Ada Byron’s enduring fame. She had anticipated for more than a century most of what we nowadays consider brand-new computing.
Ada called herself “an Analyst and Metaphysician.” She put all her knowledge and analytical skills to use in the Notes she appended to Menabrea’s memoir’s translation. Both she and Babbage understood the plans for the new device but Ada had one advantage – she was much better at articulating the Analytical Engine’s promise. She rightly saw it as what we nowadays would call a general-purpose computer. She speculated that the new engine might act upon other things beside numbers. Her ideas of a machine that could manipulate symbols in accordance with rules and that numbers could represent entities other than quantities mark the fundamental transition from calculation to computation. Lovelace was the first to explicitly articulate this notion and in this she appears to have seen further than Babbage. That is why she has been referred to as the “prophet of the computer age.” Certainly she was the first to express the potential for computers outside mathematics. In this the tribute paid to her personality is well-founded.
Furthermore, Ada suggested to Babbage that she writes a plan for how the new engine might calculate Bernoulli numbers. The plan she wrote thereafter, is now regarded as the first "computer program."
In 1953, over one hundred years after her death, Ada Lovelace’s notes on Babbage’s Analytical Engine were republished. The engine has now been recognized as an early model for a computer and Lovelace’s notes as a description of a computer and software. In 1979, the United States Department of Defense developed a programming language and named it after Lovelace – Ada. The reference manual for the language was approved on 10 December 1980, and the Department of Defense Military Standard for the language, “MIL-STD-1815,” was given the number of the year of her birth. Furthermore, since 1998, The British Computer Society has awarded a medal in her name and in 2008 initiated an annual competition for women students of computer science.
The Bushido Code
by Brett & Kate McKay on September 14, 2008
“So, boy. You wish to serve me?” Silhouetted against the blue-black sky, the horse-mounted samurai with the horned helmet towered over me like a demon as I knelt in the dirt before him. I could not see his face but there was no mistaking the authority in his growling tone, nor the hint of mockery in his question. I tried to speak and managed only a faint croak. My mouth had gone dry, as parched as a man dying of thirst. But I had to respond. My fate-and though I didn’t know it then, the fate of all of Japan-rested on my answer. Raising my head just enough to brave a glance at the demonic figure, I saw him staring at me, like a hawk poised to seize a mouse in its talons. When I managed to speak, my voice was clear and steady, and I drew courage with each syllable. “That’s correct, Lord Nobunaga,” I said. “I do.” It was a time of carnage and darkness: the Age of Wars, when the land was torn by bloodshed and the only law was the law of the sword. A peasant wandered the countryside alone, seeking his fortune, without a coin in his pocket. He longed to become the epitome of refined manhood-a samurai-but nothing in the demeanor of this five-foot tall, one-hundred-ten-pound boy could possibly have foretold the astounding destiny awaiting him. His name was Hideyoshi, and on that fateful spring evening in the year 1553, the brash young warlord Nobunaga hired him as a sandal-bearer. Driven by a relentless desire to transcend his peasant roots, Hideyoshi went on to become Nobunaga’s loyal protégé and right-hand man. Ultimately he became the supreme ruler of all Japan-the first peasant ever to rise to the absolute height of power-and unified a nation torn apart by more than a hundred years of civil strife. Hideyoshi’s true story has inspired countless novels, plays, movies-even video games-for more than four centuries. Born the weakling son of a poor farmer at a time when martial prowess or entry to the priesthood were the only ways for an ambitious commoner to escape a life of backbreaking farm toil, he rose from poverty to rule a mighty nation and command hundreds of thousands of samurai warriors. For generations of men, Hideyoshi became the ultimate underdog hero: a symbol of the possibility of reinventing oneself as a man and rising, Horatio Alger fashion, from rags to riches. Hideyoshi was driven by a burning desire to succeed as a samurai. But he differed from his contemporaries in seeking to overcome his adversaries peaceably, through negotiation and alliance building rather than through brute force. Lacking physical strength and fighting skills, he naturally chose to rely on wits rather than weapons, on strategy over swords. An unlikely samurai, indeed. Or was he?
Just a few decades after Japan’s warrior class was abolished, U.S. President Teddy Roosevelt raved about a newly released book entitled Bushido: The Soul of Japan. He bought five dozen copies for family and friends. In the slim volume, which went on to become an international bestseller, author Nitobe Inazo interprets the samurai code of behavior: how chivalrous men should act in their personal and professional lives.
I. Rectitude or Justice
Bushido refers not only to martial rectitude, but to personal rectitude: Rectitude or Justice, is the strongest virtue of Bushido. A well-known samurai defines it this way: ‘Rectitude is one’s power to decide upon a course of conduct in accordance with reason, without wavering; to die when to die is right, to strike when to strike is right.’ Another speaks of it in the following terms: ‘Rectitude is the bone that gives firmness and stature. Without bones the head cannot rest on top of the spine, nor hands move nor feet stand. So without Rectitude neither talent nor learning can make the human frame into a samurai.’
II. Courage
Bushido distinguishes between bravery and courage: Courage is worthy of being counted among virtues only if it’s exercised in the cause of Righteousness and Rectitude. In his Analects, Confucius says: ‘Perceiving what is right and doing it not reveals a lack of Courage.’ In short, ‘Courage is doing what is right.’
III. Benevolence or Mercy
A man invested with the power to command and the power to kill was expected to demonstrate equally extraordinary powers of benevolence and mercy: Love, magnanimity, affection for others, sympathy and pity, are traits of Benevolence, the highest attribute of the human soul. Both Confucius and Mencius often said the highest requirement of a ruler of men is Benevolence.
IV. Politeness
Discerning the difference between obsequiousness and politeness can be difficult for casual visitors to Japan, but for a true man, courtesy is rooted in benevolence: Courtesy and good manners have been noticed by every foreign tourist as distinctive Japanese traits. But Politeness should be the expression of a benevolent regard for the feelings of others; it’s a poor virtue if it’s motivated only by a fear of offending good taste. In its highest form Politeness approaches love.
V. Honesty and Sincerity
True samurai, according to author Nitobe, disdained money, believing that “men must grudge money, for riches hinder wisdom.” Thus children of high-ranking samurai were raised to believe that talking about money showed poor taste, and that ignorance of the value of different coins showed good breeding: Bushido encouraged thrift, not for economical reasons so much as for the exercise of abstinence. Luxury was thought the greatest menace to manhood, and severe simplicity was required of the warrior class … the counting machine and abacus were abhorred.
VI. Honor
Though Bushido deals with the profession of soldiering, it is equally concerned with non-martial behavior: The sense of Honor, a vivid consciousness of personal dignity and worth, characterized the samurai. He was born and bred to value the duties and privileges of his profession. Fear of disgrace hung like a sword over the head of every samurai … To take offense at slight provocation was ridiculed as ‘short-tempered.’ As the popular adage put it: ‘True patience means bearing the unbearable.’
VII. Loyalty
Economic reality has dealt a blow to organizational loyalty around the world. Nonetheless, true men remain loyal to those to whom they are indebted: Loyalty to a superior was the most distinctive virtue of the feudal era. Personal fidelity exists among all sorts of men: a gang of pickpockets swears allegiance to its leader. But only in the code of chivalrous Honor does Loyalty assume paramount importance.
VIII. Character and Self-Control
Bushido teaches that men should behave according to an absolute moral standard, one that transcends logic. What’s right is right, and what’s wrong is wrong. The difference between good and bad and between right and wrong are givens, not arguments subject to discussion or justification, and a man should know the difference. Finally, it is a man’s obligation to teach his children moral standards through the model of his own behavior: The first objective of samurai education was to build up Character. The subtler faculties of prudence, intelligence, and dialectics were less important. Intellectual superiority was esteemed, but a samurai was essentially a man of action. No historian would argue that Hideyoshi personified the Eight Virtues of Bushido throughout his life. Like many great men, deep faults paralleled his towering gifts. Yet by choosing compassion over confrontation, and benevolence over belligerence, he demonstrated ageless qualities of manliness. Today his lessons could not be more timely.
A Brief History of the Samurai
The word samurai originally meant “one who serves,” and referred to men of noble birth assigned to guard members of the Imperial Court. This service ethic spawned the roots of samurai nobility, both social and spiritual. Over time, the nobility had trouble maintaining centralized control of the nation, and began “outsourcing” military, administrative, and tax collecting duties to former rivals who acted like regional governors. As the Imperial Court grew weaker, local governors grew more powerful. Eventually some evolved into daimyo, or feudal lords who ruled specific territories independently of the central government. In 1185 Minamoto no Yoritomo, a warlord of the eastern provinces who traced his lineage back to the imperial family, established the nation’s first military government and Japan entered its feudal period (1185-1867). The country was essentially under military rule for nearly 700 years. But the initial stability Minamoto achieved failed to bring lasting peace. Other regimes came and went, and in 1467 the national military government collapsed, plunging Japan into turmoil. Thus began the infamous Age of Wars, a bloody century of strife when local warlords fought to protect their domains and schemed to conquer rivals. By the time Japan plunged into the turbulent Age of Wars, the term samurai had come to signify armed government officials, peacekeeping officers, and professional soldiers: in short, almost anyone who carried a sword and was ready and able to exercise deadly force. The worst of these medieval Japanese warriors were little better than street thugs; the best were fiercely loyal to their masters and true to the unwritten code of chivalrous behavior known today as Bushido (usually translated as “Precepts of Knighthood” or “Way of the Warrior”). Virtuous or villainous, the samurai emerged as the colorful central figures of Japanese history: a romantic archetype akin to Europe’s medieval knights or the American cowboy of the Wild West. But the samurai changed dramatically after Hideyoshi pacified Japan. With civil society at peace, their role as professional fighters disappeared, and they became less preoccupied with martial training and more concerned with spiritual development, teaching, and the arts. By 1867, when the public wearing of swords was outlawed and the warrior class was abolished, they had evolved into what Hideyoshi had envisioned nearly three centuries earlier: swordless samurai.The Bushido Code
Nitobe Inazo
Though some scholars have criticized Nitobe’s work as romanticized yearning for a non-existent age of chivalry, there’s no question that his work builds on extraordinary thousand-year-old precepts of manhood that originated in chivalrous behavior on the part of some, though certainly not all, samurai. What today’s readers may find most enlightening about Bushido is the emphasis on compassion, benevolence, and the other non-martial qualities of true manliness. Here are Bushido’s Eight Virtues as explicated by Nitobe:I. Rectitude or Justice
II. Courage
III. Benevolence or Mercy
IV. Politeness
V. Honesty and Sincerity
VI. Honor
VII. Loyalty
VIII. Character and Self-Control
sábado, 27 de octubre de 2012
Nadia Elena Comaneci
A perfect ten: Everybody has heard the phrase. Usually it refers to something that an individual would regard as ideal under any circumstances. The perfect score, the perfect setting, the perfect presentation … everything about a perfect ten would be … just that … perfect. There is one moment in Olympic sports history that many will always remember as “The” perfect ten.
Nadia Elena Comaneci was born on November 12th, 1961 in Onesti, Romania. During the period in which she was growing up, the Europeans dominated the Gymnastics events at the Olympics, so it was no surprise when she took up the sport. What would be a surprise would be how well she competed.
Like most gymnasts, her introduction to the sport started at a very young age. She started participating in gymnastics around the age of six. She participated in her first National Competition at the age of nine. While she fell a number of times during her performances, it was a valuable lesson for her and she gained a whole new perspective and began working even harder to attain even higher goals she had set for herself.
After becoming eligible to compete at the more senior levels in the European Championships, she won the Best All-Around Category in her first competition there. Shortly afterwards, she competed in the first ever American Cup Competition where she scored two perfect tens for her performances on the Vault and on the Floor.
She went on to score a number of medals in gymnastics with her Romanian teammates throughout Europe, Asia and the Americas. She managed to accumulate a very impressive nineteen perfect scores in her competitions leading up to her participation in the Olympic Games.
Her gymnastic history includes a grand repertoire of events. She continually excelled and outdid most of her competition. She became well known for her ability to perform on the balance beam, the bars and even for her floor competitions.
She has been considered by most of the experts in the field of Gymnastics as the best Gymnast ever in the history of the sport. She proved herself capable of competing with a combination of grace, agility and style that is still unmatched by any other performer’s record. In 1975 she won the title of “Best All-Around Athlete” at the pre-Olympic trials and competition. She went on that same year to become the “Athlete of the Year”, in an honor bestowed upon her by the Associated Press.
In perhaps what can only be described as her “defining moment”, she competed in the 1976 Olympic Games in Montreal . Here she virtually stunned the world by accomplishing what had heretofore been considered something that was impossible to do. Never before had an Olympic gymnast scored a perfect ten. Nadia Comaneci scored a perfect ten with an incredible performance on the Bars. She went on in her career to repeat this feat an astounding six more times at the Olympic Competitions.
During her first Olympic showing she completed the games with an impressive handful of medals that included three Gold medals, one Silver medal and one Bronze medal. As a direct result of her accomplishments, she became the youngest person in history to receive the honor of becoming a “Hero Of Socialist Labor”. This is perhaps the highest honor that can be bestowed upon anybody in the (former) Soviet Union.
While she competed in the 1980 Olympics held in Moscow, she was unable to repeat her stunning performances that she had accomplished at the 1976 Olympic Games. Still, she did manage a very respectable finishing with two Gold medals and two Silver medals. These included a (sometimes) disputed tie for the Gold medal with Nellie Kim on the Floor Exercises.
She managed to place second in the Overall category. She took second best overall, losing to Yelena Davydova. While some people also dispute this fact, Nadia Comaneci herself explains in her autobiography that “Yelena just performed better that day”.
Nadia Comaneci has inspired many young, up and coming gymnasts and continues to support and train gymnasts from her home in Oklahoma. While she may never accomplish what she did in the 1980 Olympic Games, this will always be considered “The” perfect ten in Olympic History.
Neale Donald Walsch
In
February 1992, Neale Donald Walsch had a mystical experience that set his life
on an extraordinary new path. This experience has sparked a glorious new career
— one that has helped comfort and inspire many millions of people. At age 49,
Walsch found his career as a nationally syndicated radio host failing, along
with his personal relationships and his health. In a fit of despair, he sat down
to write an angry letter to God: "What have I done to deserve a life of such
continuing struggle?" And to his amazement, he received an answer.
Now,
Walsch's Conversations with God has been published for all to read, becoming a
staple on the New York Times non-fiction bestseller list for more than 129 weeks
or two and a half years. And Walsch has since founded ReCreation, a non-profit
organization that sponsors lectures, programs, seminars, workshops, and retreats
across the country for persons interested in spiritual and personal growth. As
Walsch describes in his newest book, FRIENDSHIP WITH GOD, he can now look back
at his many previous careers and experiences and realize they have all been
instrumental in his current vocation.
As a
student at the University of Wisconsin at Milwaukee, Walsch excelled in the
classes he enjoyed — English, speech, political science, music, foreign
languages — but his poor performance in other courses led him to be put on
academic probation and eventually to leave school altogether. However, Walsch
was excited about embarking on what he thought of then as his chosen career:
broadcasting. By the age of 19, Walsch was working full-time for a major station
in Annapolis, Maryland; this time, he remembers, it was a job for "real" radio —
"AM, the kind they had in cars!" By his 21st birthday, he'd become the station's
production manager. Walsch went on to work for a station in the deep South, and
then for an all-African American station in Baltimore as program director,
experiences, he says, that helped him better understand racial attitudes in
America.
Moving from the spoken to the
written word, he then worked as a news reporter for The Evening Capital,
Annapolis' daily newspaper. "Nothing can give you a liberal education faster
than being a newspaper reporter," Walsch says, "especially at the
paper-of-record in a small town, because you cover everything. Everything."
Walsch eventually became a full reporter/photographer, before moving on to
become managing editor of another Annapolis paper, The Anne Arundel Times. In
addition to interacting with a wide range of people, these experiences showed
Walsh, he says, "that I could call forth these talents by simply pressing myself
to do so. . . God was telling me something that I have used countless times
since: life begins at the end of your comfort zone."
Other
careers followed his stint in journalism. After a brief period working in county
government and local politics, Walsch took a job as public information officer
for one of the nation's largest public school systems, where he says he
"received more incredible life training." He remained in that position for ten
years, at the end of which he began volunteering with Dr. Elisabeth Kubler-Ross.
After
Kubler-Ross "kidnapped" Walsch, bringing him along for a workshop in
Poughkeepsie where, to his surprise, she announced him as "her new PR man,"
Walsch became a full-time member of her staff. It was Kubler-Ross who reawakened
Walsch's spirituality and desire to connect with God. "As I approached 40," he
says, "Elisabeth Kubler-Ross was bringing me back to God. Over and over she
spoke of a God of unconditional love, who would never judge, but would only
accept us just as we are."
Walsch next moved to San
Diego, where he started his own advertising and public relations firm called
"The Group." Despite some success with the firm, Walsch found himself
unfulfilled by this work, and began a period of wandering in search of a better
life, first in Klickitat, Washington, then in Portland, Oregon, where he hoped
to get a fresh start. Instead, he suffered a series of crushing blows — a fire
that destroyed all of his belongings, the break-up of his marriage, a car
accident that left him with a broken neck.
Once
recovered but alone and unemployed, Walsch was forced to live in a tent in
Jackson Hot Springs, just outside Ashland, Oregon, collecting beer cans and soda
in order to eat. At the time, Walsch thought his life had come to an end. But
Walsch met a number of remarkable people who taught him otherwise; the homeless
people who befriended Walsch even helped him jump-start his career, chipping in
for bus fare to an interview for a new job in radio broadcasting. Walsch is now
able to look back on these troubling times and say, "I bless the day I trudged
to that park, lugging my camping gear with me, for it was not the end of my life
at all but the beginning. I learned in that park about loyalty and honesty and
authenticity and trust."
All
of Walsch's life experiences, the good and the bad, have helped prepare him, he
says, to be a "communicator of God's love." Recounting much of his personal
story in his new book, FRIENDSHIP WITH GOD, Walsch says, "A part of me (my
soul?) must have known that I would be dealing with people from all backgrounds
and experiences, and interacting with them in deeply personal ways. To do this
requires highly developed communication skills, and rich exposure to people from
varied cultures and walks of life." Walsch's past experiences provided him with
those vital skills, and demonstrated one of the main messages of his wonderfully
inspiring books: Nothing happens by accident. There is a plan. And conversing
with — and befriending — God, is all a part of it.
viernes, 26 de octubre de 2012
Charlotte Valandrey
Son histoire d'amour avec le mari de sa donneuse
L'actrice et comédienne Charlotte Valandrey raconte dans son dernier livre, "De coeur inconnu", son histoire après avoir subi une greffe cardiaque. Elle y dévoile également son incroyable relation avec le mari de sa donneuse...
La vie aura décidemment aimé jouer avec Charlotte Valandrey... Après avoir annoncé sa séropositivité, la comédienne raconte une histoire bouleversante dans son dernier livre, "De coeur inconnu", qui paraît aujourd'hui aux Editions du Cherche-Midi. Elle s'est confié cette semaine à l'hebdomadaire L'Express.
Charlotte Valandrey revient sur sa greffe de coeur et plus particulièrement sur ses sensations ressenties après l'opération. "Je me suis mise à déguster du vin avec plaisir ; idem avec le baba au rhum ou la tarte au citron. Puis je suis partie en Inde, un pays où je n'avais jamais mis les pieds. Là-bas, j'ai éprouvé des sensations de déjà-vu intenses. En visitant le Taj Mahal, j'ai eu la certitude d'être déjà venue là avec quelqu'un ; c'était un grand moment de bonheur, j'étais amoureuse", confie-t-elle au magazine.
Des troubles qui rappellent la théorie dite de "la mémoire cellulaire". Le phénomène veut que chaque cellule contienne une part de notre mémoire et que, donc, une fois greffé, un organe peut restituer une partie des goûts et des souvenirs à l'organisme receveur.
Encore plus incroyable, quelques jours seulement après la publication de son livre "L'amour dans le sang", Charlotte Valandrey commence à recevoir des lettres anonymes. Un homme, se présentant comme le mari de la donneuse, dit connaître "le coeur qui bat" en elle : "Je l'aimais...", ajoute-t-il. Au final, trois lettres anonymes puis une rencontre. Celle d'un spectateur venu assister à plusieurs représentations du "Miroire de l'eau" qu'interprêtait Charlotte Valandrey au printemps 2007.
Une histoire sentimentale s'instaure entre la comédienne et cet homme, Yann. Puis une véritable histoire d'amour. Un jour, toujours poussée par ses sensations nouvelles, Charlotte Valandrey éprouve le besoin d'ouvrir le secrétaire de son compagnon. Elle était seule chez lui : "Là, je tombe sur un dossier, avec un certificat de décès et un article de journal mentionnant l'accident de la place de la Nation (sa donneuse est décédée lors d'un accident de voiture, ndlr) ; je comprends alors que Yann est le mari de la jeune femme morte ce soir-là. Lorsque j'ai découvert la vérité, j'ai pris une énorme claque. Cette histoire n'est certainement pas pour rien dans le troisième infarctus qui m'est tombé dessus peu après et dont je me suis heureusement très bien remise", raconte-t-elle à L'Express.
Une passion amoureuse qui a redonné à Charlotte Valandrey goût à la vie : "Mes épreuves m'ont appris à avoir peur de la mort. Ou plus exactement, à avoir peur que la vie s'arrête. Elle a repris une telle saveur pour moi ! Les belles choses, j'ai envie de les vivre tout de suite. J'ai encore plein d'émotions à partager..."
The Worst Reviews of Classic Books
by Paulo Coelho on October 25, 2012
selected from a post By Bill Henderson, Publishers Weekly
“The final blow-up of what was once a remarkable, if minor, talent.”
-The New Yorker, 1936, on Absalom, Absalom! by William Faulkner
“Whitman is as unacquainted with art as a hog is with mathematics.”
-The London Critic, 1855, on Leaves of Grass by Walt Whitman
“That this book is strong and that Miss Chopin has a keen knowledge of certain phrases of the feminine will not be denied. But it was not necessary for a writer of so great refinement and poetic grace to enter the overworked field of sex fiction.”
-Chicago Times Herald, 1899, on The Awakening by Kate Chopin
“What has never been alive cannot very well go on living. So this is a book of the season only…”
-New York Herald Tribune, 1925, on The Great Gatsby by F. Scott Fitzgerald
“Here all the faults of Jane Eyre (by Charlotte Brontë) are magnified a thousand fold, and the only consolation which we have in reflecting upon it is that it will never be generally read.”
-James Lorimer, North British Review, 1847, on Wuthering Heights by Emily Brontë
“That a book like this could be written–published here–sold, presumably over the counters, leaves one questioning the ethical and moral standards…there is a place for the exploration of abnormalities that does not lie in the public domain. Any librarian surely will question this for anything but the closed shelves. Any bookseller should be very sure that he knows in advance that he is selling very literate pornography.” -
Kirkus Reviews, 1958, on Lolita by Vladimir Nabokov
“Her work is poetry; it must be judged as poetry, and all the weaknesses of poetry are inherent in it.”
-New York Evening Post, 1927, on To the Lighthouse by Virginia Woolf
“An oxymoronic combination of the tough and tender, Of Mice and Men will appeal to sentimental cynics, cynical sentimentalists…Readers less easily thrown off their trolley will still prefer Hans Andersen.”
-Time, 1937, on Of Mice and Men by John Steinbeck
“Its ethics are frankly pagan.”
-The Independent, 1935, on Of Human Bondage by W. Somerset Maugham
“At a conservative estimate, one million dollars will be spent by American readers for this book. They will get for their money 34 pages of permanent value. These 34 pages tell of a massacre happening in a little Spanish town in the early days of the Civil War…Mr. Hemingway: please publish the massacre scene separately, and then forget For Whom the Bell Tolls; please leave stories of the Spanish Civil War to Malraux…”
-Commonweal, 1940, on For Whom the Bell Tolls by Ernest Hemingway
“Monsieur Flaubert is not a writer.”
-Le Figaro, 1857, on Madame Bovary by Gustave Flaubert
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