Roma: el legado que admiramos y la brutalidad que olvidamos
Cuando se habla de Roma, la conversación suele girar en torno a columnas de mármol, derecho republicano, arquitectura monumental y una supuesta “civilización” que iluminó al mundo antiguo. Roma aparece en los libros de texto como el modelo de organización, disciplina y grandeza. Pero detrás de ese brillo cultural hay una sombra larguísima que pocas veces se menciona: Roma fue, también, una maquinaria de violencia descomunal, sostenida por la espada, la esclavitud y el exterminio.
La grandeza romana no se entiende sin reconocer su brutalidad. Y quizá por eso cuesta tanto hablar de ambas cosas al mismo tiempo: porque nos obliga a aceptar que gran parte de la historia “civilizada” del mundo está construida sobre cimientos de sangre.
1. El imperio como proyecto de dominación absoluta
Roma no expandió fronteras con filosofía, sino con legiones. Donde llegaba Roma llegaban tres cosas: tributo, sometimiento y castigo. Su expansión fue uno de los proyectos militares más extensos de la historia. No había diplomacia sin amenaza, ni “paz romana” sin aniquilamiento previo.
La famosa Pax Romana fue, en realidad, la calma tras la devastación. Algo así como si un conquistador incendiara un pueblo, ejecutara a los líderes, esclavizara a una parte de la población y luego dijera: “miren qué paz tan hermosa logramos”.
Si eso no es marketing imperial, ¿qué es?
2. La esclavitud: el motor oculto del imperio
El cine nos pinta gladiadores heroicos, pero la realidad fue otra: Roma fue un imperio construido literalmente sobre millones de esclavos. Sin ellos no había agricultura, minería, construcción, ni lujo. Roma montó una economía entera basada en cuerpos ajenos.
Algunos historiadores calculan que entre el 20% y 40% de la población del imperio llegó a ser esclava en distintos periodos. La “ciudad eterna” brillaba porque miles trabajaban sin derechos, sin nombre y sin esperanza.
La supuesta superioridad cultural romana se sostenía gracias a pueblos enteros reducidos a mercancía humana.
3. La violencia como espectáculo
Roma convirtió la violencia en entretenimiento masivo. No hablamos de deportes rudos, sino de rituales públicos de tortura: hombres matando hombres, animales despedazando personas, ejecuciones teatrales.
El Coliseo no fue un símbolo de grandeza artística, sino de una sociedad que normalizó la muerte como diversión. Frente a 50 mil espectadores, la vida humana valía menos que un aplauso.
Hoy presumimos ruinas turísticas que antes fueron escenarios de masacres.
4. El borrado de los vencidos
El “legado romano” se consolidó también porque Roma destruyó deliberadamente a quienes podían contar otra historia. Ciudades borradas del mapa, bibliotecas quemadas, culturas absorbidas o aplastadas.
Cuando algo no convenía al relato romano, simplemente se eliminaba. Y cuando no se podía eliminar, se reinterpretaba bajo un lente romano para que pareciera parte del “progreso”.
El imperialismo moderno heredó esa técnica a la perfección.
5. Nuestro problema contemporáneo: fascinación por el verdugo
¿Por qué se sigue idealizando a Roma? Porque la historia la narran los vencedores, y Roma fue uno de los vencedores más exitosos. Pero también porque admirar Roma es, en el fondo, admirar un modelo de poder: ordenar el mundo mediante la fuerza, imponer una cultura como estándar universal, negar el derecho del otro a existir en sus propios términos.
En ese sentido, Roma es el espejo en el que las potencias actuales todavía se miran.
La idolatría por Roma revela algo incómodo: seguimos normalizando la violencia cuando produce civilización para algunos y sufrimiento para otros.
6. Recordar lo que hay debajo del mármol
No se trata de borrar el legado romano, sino de verlo completo. El derecho, las carreteras, las instituciones políticas y los avances urbanos existieron… pero coexistieron con campañas genocidas, esclavitud masiva y entretenimiento basado en la muerte.
El mármol no borra la sangre. Solo la cubre.
Hablar de la brutalidad romana no desmerece su historia; la humaniza y la desmitifica. Nos permite ver que las civilizaciones no son seres puros y elevados, sino proyectos contradictorios que combinan creación, destrucción, belleza y horror.
Y sobre todo, nos vacuna contra repetir la misma fascinación ciega por cualquier poder que se venda como civilizador mientras ejerce violencia estructural.
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