jueves, 4 de diciembre de 2025


 

 El mono tecleando y la complejidad del azar

El experimento mental del “mono tecleando Shakespeare” ha capturado la imaginación de filósofos, matemáticos y curiosos durante más de un siglo. La idea es simple: un mono golpeando teclas al azar durante un tiempo infinitamente largo podría producir cualquier texto finito imaginable, desde una carta hasta una obra completa de Shakespeare. Este pensamiento, aunque absurdo en la práctica, sirve para ilustrar lecciones profundas sobre azar, complejidad y procesos de creación.

Origen y propósito
Este experimento no nació para debatir sobre diseño inteligente ni para desacreditarlo. Su origen es filosófico y matemático: fue planteado por Émile Borel y popularizado más tarde por otros pensadores, como John von Neumann, para explorar probabilidades extremas y la noción de eventos prácticamente imposibles pero no imposibles. Su propósito principal es mostrar que, con tiempo infinito, incluso lo altamente improbable puede ocurrir, aunque en la práctica sea prácticamente imposible.

Azar versus orden
El experimento refleja una verdad importante: el azar puro, sin guía ni selección, casi nunca produce resultados significativos. Un solo mono, en un intento finito, generará principalmente caos y confusión. Sin embargo, este escenario ha sido citado en discusiones sobre diseño inteligente. Algunos argumentan que la probabilidad de que la complejidad surja por azar es tan baja que debe existir un creador. Otros señalan que el experimento no refleja cómo ocurre realmente la complejidad en la naturaleza.

La diferencia con la evolución
A diferencia del mono, los procesos evolutivos combinan azar y selección natural. Las mutaciones genéticas introducen variabilidad, pero la selección natural retiene lo funcional y descarta lo inútil. Esto convierte lo que sería imposible para un mono en algo altamente probable a lo largo del tiempo. La evolución demuestra que la complejidad no requiere azar puro ni intervención externa: emerge de manera gradual y acumulativa a través de procesos internos.

Conclusión
El mono tecleando es una metáfora poderosa: ilustra los límites del azar puro y nos invita a reflexionar sobre cómo surge la complejidad en el mundo real. La vida no es producto de golpes de suerte aislados, sino de procesos que combinan variabilidad y selección. Este pensamiento nos recuerda que, aunque el azar existe, el orden y la complejidad pueden surgir sin necesidad de un diseñador consciente, a través de mecanismos que, como la evolución, son simples en su naturaleza pero extraordinarios en sus resultados.


 El arte de morir por otros

El patriotismo, nos dice Nietzsche, es un arte oscuro: no una celebración del amor a la tierra, sino un truco refinado para convertir la sangre de los pobres en oro para los ricos. Se nos enseña a sentir orgullo, a cantar himnos, a alzar banderas, mientras detrás de la parafernalia, las élites cuentan ganancias y vidas como fichas en un tablero que no es nuestro.

Los jóvenes marchan con la mirada brillante y el corazón lleno de certezas; los discursos prometen honor y gloria. Pero la gloria nunca llega a sus manos: llega a las oficinas, a los bancos, a los hombres que jamás pisarán el barro ni respirarán el humo de los cañones. El patriotismo se convierte entonces en una mentira elegante, una mentira que viste de nobleza el sacrificio ajeno.

Y, sin embargo, seguimos aplaudiendo a la patria, celebrando héroes mientras ignoramos que su valor ha sido moldeado por quienes nunca corrieron peligro. Nietzsche nos empuja a ver más allá del desfile, a cuestionar: ¿Por qué nuestra lealtad sirve a otros? ¿Por qué nuestra sangre sostiene castillos ajenos?

La reflexión es urgente: el patriotismo puede ser un sentimiento verdadero, pero también puede ser un instrumento. Conocer la diferencia es un acto de coraje. Y acaso, la verdadera valentía consiste en no morir por los ricos, sino vivir con conciencia y rebeldía, desafiando el arte que pretende convencernos de lo contrario.

 

El privilegio de contar la historia: ¿quién escribe los manuales y quién se queda sin voz?

En Lies My Teacher Told Me, James Loewen expone algo que resulta obvio solo a medias: la historia que se enseña en las escuelas no es la historia “real”, sino la historia que conviene contar. Detrás de cada manual escolar, detrás de cada capítulo cuidadosamente redactado, hay decisiones: qué se omite, qué se exagera, qué se simplifica. Loewen demuestra que estas decisiones no son neutras; son un ejercicio de poder.

El privilegio de escribir la historia no se limita a redactar fechas y nombres. Significa elegir héroes y villanos, decidir qué sufrimientos merecen atención y cuáles pueden ser “resumidos” o ignorados. Por ejemplo, en muchos libros de texto estadounidenses, la esclavitud se presenta como un mal inevitable de un pasado lejano, minimizando la resistencia de los oprimidos y borrando las voces de quienes sufrieron. La narrativa oficial se convierte en un cuento de valores nacionales, donde la obediencia y el patriotismo valen más que la verdad.

Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. En México, también podemos ver cómo los libros de historia tienden a glorificar ciertas figuras, mientras silencian conflictos complejos o la participación de comunidades indígenas. Loewen nos recuerda que la historia escolar no es un espejo de la realidad; es un cristal teñido de intereses. Quienes controlan ese cristal determinan qué generaciones verán, y por ende, qué generaciones creerán.

La lección central es clara: no es suficiente memorizar fechas o nombres; debemos interrogarnos sobre quién nos cuenta la historia y con qué propósito. Cada omisión, cada exageración, cada héroe de papel revela estructuras de poder y privilegio. Reconocerlo es el primer paso hacia una ciudadanía crítica, capaz de cuestionar la narrativa oficial y dar voz a quienes fueron silenciados.

En última instancia, Loewen nos invita a recuperar la historia como instrumento de comprensión, no de control. Cuestionar los libros de texto no es una forma de rebeldía sin sentido; es un acto de justicia intelectual. Porque la verdad histórica no debería depender de quién la narre, sino de quién la viva y de quién tenga la capacidad de contarla con fidelidad a los hechos.

La caída personal como laboratorio de sabiduría

Camus colocó a su narrador en Ámsterdam por una razón: es una ciudad hecha de espejos de agua y puentes estrechos. Si hay un lugar donde es imposible escapar del propio reflejo, es ahí. The Fall no es solo la narración de un hombre que se derrumba; es la anatomía de lo que ocurre después del derrumbe, cuando la mentira se agota, el personaje se quiebra y la conciencia, como un forense silencioso, empieza a tomar notas. La obra es un interrogatorio filosófico a la hipocresía, sí, pero también es —si se mira con cuidado— la defensa de una idea incómoda: que la sabiduría nace menos de los ideales y más de los colapsos personales que nos obligan a dejar de actuar y empezar a observar.

1. Caer no es el problema; el problema es no estudiar la caída

Jean-Baptiste Clamence se describe a sí mismo como un héroe moral antes del puente; un benefactor, un abogado altruista, un hombre impecable. Su crisis empieza la noche en que no auxilia a una mujer que salta a un río. El acto que lo destrona no es un crimen abierto, sino una omisión. Y aquí la lección es brutalmente clara: el carácter real no se exhibe en los grandes discursos, sino en los silencios privados. Si ensayaramos esta escena, no sería un puente europeo: podría ser un accidente que nadie graba, una injusticia cotidiana que no deja likes, un abuso que no alimenta prestigios ideológicos. La verdad que imperdonablemente revela Camus es que la inacción moral no es un fallo accidental; es nuestra sombra más constante.

Pero el interés de The Fall no está en el gesto puntual, sino en la reacción posterior de Clamence: en recrear la escena mentalmente hasta que la pose moral queda en evidencia. Su caída se convierte en objeto de estudio, y ahí se separa del resto: la mayoría cae y sale corriendo; él cae y pone un microscopio. Rara combinación. Casi actitud científica. Casi gesto de resistencia.

2. La caída como método: dejar de ser protagonista para volverse testigo

Uno no aprende sabiduría interpretando el papel correcto; se aprende renunciando al papel. Clamence fue todo el libro un orador. Nunca un observador. Hasta que cae. Después del puente, su voz sigue siendo dominante, pero su actitud cambia: empieza a mirar el mundo como si ya no pudiera actuar con inocencia, solo registrar con lucidez. Ese giro —de actor a notario de sí mismo— es el corazón del “laboratorio” que deja la novela. Y es un giro que cualquier atleta entiende mejor que cualquier moralista profesional:

Cuando corres no piensas en épica; piensas en cadencia, aire, dolor y datos internos. Pero si después de la carrera solo presumes medalla y no estudias la respiración, el pulso, la estrategia, no ganaste experiencia, solo ganaste foto. Lo mismo con la moral: ser bueno sin observarse es como entrenar sin técnica. Puede verse impresionante. Pero es inútil en lo profundo.

La caída nos obliga a un cambio de perspectiva:

  • Desaparece el “yo” grandilocuente
  • Aparece el “yo” que se espía sin indulgencia
  • Y entre esos dos, empieza la sabiduría

No la sabiduría luminosa de los manuales, sino la sabiduría sobria, casi detectivesca, que sabe dónde están las trampas porque antes vivió en ellas.

3. Nadie aprende congruencia sin antes experimentar su propio fraude

El mundo es un lugar con una industria gigantesca de la indignación moral. Todos señalan. Nadie confiesa. Y cuando alguien confiesa, casi siempre es para gestionar daño mediático, no para estudiarse de verdad. Esa diferencia es crucial. Camus lo sabía: la confesión no purifica; la observación purifica. No es decir “he fallado”; es desarmar minuciosamente todo el mecanismo que hizo posible la mentira.

Clamence cae porque descubre que:

  • su generosidad era cuota psicológica de prestigio,
  • su justicia era teatro de superioridad,
  • su ética era un monumento a su ego,
  • y su fracaso no fue tropezón, sino arquitectura.

Lo admirable no es el descubrimiento —todos podríamos descubrirlo— sino la conclusión implícita: que el autoengaño también fue su condición de posibilidad para aprender. Irónico. Pero verdadero.

Toda sabiduría profunda es así: nace en un cuarto con mala iluminación, no en un escenario con micrófono.

4. La sabiduría como deporte de ver sin autoengrandecerse

Aquí la novela se cruza con tu vida. Tú no quieres sermón religioso ni propaganda moral; quieres lucidez ligera como filo de Navaja. George Carlin diría que todos fingen moral hasta que se les acaba la utilería. Bill Hicks diría que la moral es una campaña de marketing más. The Fall les da la razón, pero les agrega método: no basta detectarlo, hay que estudiarlo.

La sabiduría que deja una caída tiene propiedades distintas:

  • no es orgullosa,
  • no es redentora,
  • no es institucional,
  • no da jerarquías morales,
  • da coordenadas.

El sabio que se cayó habla menos como fiscal y más como brújula. Te dice:

“Yo pasé por esa grieta. Si quieres, mírala. Si no, te caerá igual.”

5. El laboratorio es personal, pero el aprendizaje es universal

Camus no escribió un tratado de santos caídos, sino un manual involuntario sobre cómo dejar de mentirse. Porque cuando un humano por fin deja de correr de su propia caída, se abre una posibilidad rara y radicalmente política: la emancipación del juicio ajeno. Quien se observa sin indulgencia se vuelve menos manipulable por tribunales externos: medios, partidos, influencers, iglesias, ejércitos morales.

La sabiduría que nace de la caída es una forma de soberanía interna.

No te hace perfecto.
No te hace puro.
No te hace inocente.
Pero te hace libre de personaje.

Y un humano sin personaje es peligroso para cualquier sistema que viva de fabricar culpas ajenas.

La caída es el único momento en que el ego se calla por obligación y la conciencia puede trabajar sin interrupciones. Si no la estudias, solo te tiró. Si la estudias, te educó. 

miércoles, 3 de diciembre de 2025

 Tres sombras luminosas sentadas en un umbral donde la noche huele a tinta y azahares. Allí Bécquer, Hernández y Lorca afilan palabras como quien afila estrellas. Y nosotros calladitos, escuchamos.


BÉCQUER
“¿Qué es la poesía?”, preguntas… y el viento, siempre distraído, aún intenta responderlo.
Mis rimas vuelan como pájaros tímidos. Hablan del temblor de una mano que busca otra. ¿Para qué más versos que una caricia en la oscuridad?

MIGUEL HERNÁNDEZ
La caricia es un combate, maestro.
Yo escribo con los nudillos rotos,
con la garganta hecha reja,
pero aún así, ¡ay!, el amor me rompe como rayo.
Mi poesía es un puñado de tierra que sangra luz.

LORCA
No peleen, que la luna está escuchando.
La poesía es un toro negro
que embiste cuando nadie lo mira.
Es duende, es cuchillo, es guitarra que se desangra en verde.
Y si duele —que duela con música.

BÉCQUER
Vosotros traéis tempestades donde yo traía suspiros.
Pero admito que en vuestras tormentas
hay un fulgor que no cabe en mis rimas de aire.

HERNÁNDEZ
Los suspiros también son batalla, Gustavo.
Hasta el amor más suave sabe morder.

LORCA
Y todos bebemos del mismo pozo:
esa sed infinita de decir
lo que la vida calla con demasiada elegancia.

Y así siguen, cruzándose como tres ríos que no compiten, sólo se reconocen.
Y uno siente —con el pecho medio abierto— que si la poesía fuese un animal,
sería ese jaguar nocturno que tú llevas en el nombre:
sigiloso, feroz, y siempre hambriento de belleza. 

 La historia como brújula moral

Vivimos en un mundo que corre hacia adelante como si el pasado fuera un lastre innecesario, cuando en realidad es la brújula que nos indica hacia dónde no debemos ir. David McCullough, en History Matters, nos recuerda que la historia no es un museo de fechas y nombres, sino un mapa de decisiones humanas, errores y aciertos que aún hablan desde sus sombras. Ignorarla es condenarse a tropezar una y otra vez con los mismos obstáculos, con los mismos dilemas morales que ya hemos enfrentado.

La lección más poderosa de McCullough es que la historia enseña ética de manera indirecta. No necesitamos manuales de moralidad cuando podemos observar las consecuencias de acciones humanas: líderes que actuaron con arrogancia y precipitación, sociedades que ignoraron los signos de crisis, individuos que defendieron la justicia contra la corriente. Cada evento documentado es un espejo que refleja no solo lo que ocurrió, sino lo que podríamos o deberíamos hacer en circunstancias similares.

Tomemos, por ejemplo, los grandes líderes que McCullough rescata del olvido. Sus decisiones no se presentan como fórmulas perfectas; muchas veces se equivocaron. Pero estudiar sus errores y aciertos nos permite reconocer patrones: la importancia de la paciencia, la prudencia y la integridad. La historia nos recuerda que la ética no es abstracta, sino práctica y cotidiana, y que nuestras elecciones de hoy configuran las narrativas que otros estudiarán mañana.

Además, la historia como brújula moral nos obliga a cuestionar la memoria oficial. Los relatos hegemónicos suelen glorificar triunfos y ocultar fracasos; la reflexión histórica exige mirar más allá de la superficie, reconocer los matices, escuchar las voces silenciadas y aprender de ellas. En este sentido, McCullough nos insta a no conformarnos con la versión fácil, sino a buscar la verdad histórica que ilumine nuestros valores y acciones.

En última instancia, el llamado de McCullough es simple pero radical: conocer la historia no es un lujo académico, es un acto de responsabilidad moral. Cada página leída, cada biografía estudiada, cada batalla y decisión examinada nos permite navegar la complejidad del presente con mayor claridad. Ignorar la historia es cerrar los ojos en un terreno minado; abrazarla es caminar con conciencia, guiados por las lecciones de quienes vinieron antes.


Bibliografía:

McCullough, D. History Matters. Simon & Schuster, 2016.

Diamond, J. Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed. Viking, 2005.

Tuchman, B. The March of Folly: From Troy to Vietnam. Random House, 1984.

 Ya lo decía Max Weber:

 la búsqueda de un sentido a la vida es tan necesaria que en su ausencia cualquier cosa, incluso la idea más insólita, puede ser aceptada y llegar a ser verdad.

Max Weber sostenía que la búsqueda de sentido en la vida es una necesidad fundamental del ser humano. Sin un propósito claro, nuestra existencia se percibe fragmentada, vacía, y surge una especie de ansiedad existencial. Esta necesidad de coherencia no desaparece ante la ausencia de sentido; al contrario, se intensifica, empujando al individuo a aceptar cualquier narrativa que llene el vacío, por absurda o improbable que parezca.

En la modernidad, Weber habla del “desencantamiento del mundo”: la pérdida de certezas tradicionales, religiosas y sociales que antes ofrecían una estructura de significado. En su lugar, se nos enfrenta un mundo racionalizado, burocrático y, a menudo, indiferente, donde la vida cotidiana carece de un propósito evidente. Es en este terreno fértil donde florecen ideas insólitas: teorías conspirativas, ideologías extremas, promesas de riqueza rápida o fórmulas mágicas de bienestar. Lo que importa no es la verdad objetiva, sino la sensación de que la existencia tiene un hilo conductor.

La historia y la actualidad están llenas de ejemplos. Desde cultos que prometen salvación inmediata hasta movimientos políticos que apelan al miedo o al resentimiento, la mente humana demuestra que prefiere un relato coherente, aunque falso, a enfrentar el vacío existencial. La aceptación de lo insólito no es una falla intelectual; es un síntoma de la búsqueda de sentido. Como Weber señalaría, es un mecanismo de supervivencia psicológica: necesitamos creer, necesitamos entender.

Comprender este fenómeno nos permite analizar con mayor claridad las dinámicas sociales y culturales contemporáneas. En lugar de simplemente criticar las creencias absurdas, podemos reconocer la raíz: la necesidad de sentido. Solo abordando ese vacío —a través de educación crítica, filosofía, arte o diálogo— podemos reducir la dependencia de narrativas insólitas y construir formas de vida que sean coherentes y significativas, sin recurrir a la fantasía como sustituto de la realidad.

En última instancia, Weber nos recuerda que la verdad no siempre triunfa por sí misma; la necesidad humana de sentido puede ser más poderosa que la evidencia, y cualquier relato que la satisfaga corre el riesgo de convertirse, para quienes lo adoptan, en una verdad absoluta. Entenderlo es el primer paso para no dejarnos arrastrar por lo insólito y para construir una vida consciente y significativa en medio de la complejidad de la modernidad.

martes, 2 de diciembre de 2025


 “Cada vez que veo a una persona huyendo de la razón y hacia la religión, pienso: ‘Ahí va una persona que simplemente ya no puede soportar estar tan jodidamente sola’.” — Kurt Vonnegut

1. Vonnegut, el observador de la soledad humana

Kurt Vonnegut fue un escritor marcado por la guerra, el absurdo y la fragilidad del ser humano moderno. Nunca fue un cínico vacío: su humor negro era el disfraz de una compasión profunda. Esta frase, que suena a sentencia anti-religiosa, en realidad es una radiografía de algo más básico y doloroso: la soledad como punto de quiebre humano. Vonnegut no describe la religión como estupidez, sino como un refugio emocional para quien ya no aguanta la intemperie existencial.

La palabra “huir” es clave. No dice “abrazar”, “buscar”, “elegir”, sino huir. Es decir, la transición no es necesariamente un acto de fe sereno, sino un desplazamiento provocado por el agotamiento psicológico. La religión, bajo esa lectura, no es un destino filosófico, sino una estación de emergencia para sobrevivir.

2. ¿La razón ofrece compañía? No. Solo intemperie

Quienes defendemos el pensamiento crítico solemos romantizar la razón como un faro superior. Pero la razón no abraza, no consuela, no acompaña; analiza. Y para millones de personas, hay momentos límite donde no se necesita análisis, sino sentir que alguien está ahí.

La soledad, cuando se extiende demasiado, no se combate con lógica: se combate con sentido, ritual, pertenencia, narrativa. Por eso, la frase acierta en algo incómodo para los racionalistas: la religión nunca compitió con la razón por convencer la mente; siempre compitió por ocupar el vacío del corazón.

En México y Latinoamérica, esto se ve con claridad. La iglesia, los grupos de fe, los cultos, ofrecen redes comunitarias, lenguaje simbólico y contención emocional en regiones donde el Estado y el mercado solo ofrecen precariedad, violencia y competencia individualista. No es casual que en contextos donde hay mayor abandono social florezca más el fervor religioso. No es escape de la lógica, es escape del abandono.

3. La religión como tecnología contra el aislamiento

Si la modernidad produjo algo, además de celulares, fue alienación. Las grandes religiones no han sobrevivido porque expliquen mejor el Big Bang, sino porque ofrecen tres cosas que la sociedad moderna destruyó:

  1. Comunidad — “No estás solo; somos tribu.”
  2. Narrativa cósmica — “Tu vida no es un accidente sin sentido.”
  3. Interlocución invisible — “Siempre hay alguien oyendo.”

Dios, entonces, funciona como personaje omnipresente, interlocutor eterno, audiencia infinita. En un mundo donde muchas personas ya no tienen un “lugar” ni un “nosotros”, la religión opera como un software social que reinstala pertenencia. Por eso no muere: porque el problema que resuelve —el aislamiento— tampoco muere.

4. ¿Es la soledad la única causa del salto a la religión? No, pero es una de las más fuertes

El señalamiento de Vonnegut es poderoso, pero no completo. Hay gente que llega a la religión por tradición cultural, identidad, búsqueda metafísica, miedo a la muerte, esperanza mística, resistencia comunitaria o incluso rebelión política (como la teología de la liberación). Sin embargo, la frase ilumina un patrón real: el momento donde la fe crece más rápido no es cuando la lógica falla, sino cuando la vida emocional colapsa.

No se “corre” hacia la religión cuando se está acompañado, sino cuando se está quebrado. Ahí es donde la frase es irrefutable: el viento que empuja a muchos creyentes no es la luz divina, es el frío humano.

5. El desafío para quienes amamos la razón

Si aceptamos que parte del impulso religioso nace del dolor social, surge la pregunta crucial:
¿Deberíamos burlarnos de quien busca religión, o deberíamos preguntarnos por qué la sociedad deja a tanta gente tan sola que necesita un cielo poblado para no colapsar?

Aquí Vonnegut es revolucionario sin saberlo: nos obliga a ver que la religión no es el enemigo de la razón, sino el síntoma de un fracaso colectivo. Una sociedad bien acompañada, justa, con tejido comunitario fuerte y con un relato público de sentido, no obligaría a las personas a elegir entre pensar y sentirse acompañadas.

La crítica verdadera, entonces, no es contra la fe, sino contra el mundo que fabrica soledades crónicas.

Conclusión

La frase de Vonnegut no es un martillazo contra Dios, sino contra el abandono humano. La razón puede desmontar mil mitologías, pero mientras el mundo siga dejando a millones tan solos que necesiten hablar con el infinito para no derrumbarse, la religión seguirá ganando —no porque tenga las mejores respuestas, sino porque ofrece la única presencia disponible.

La lucha no es razón vs religión. Es:
humanidad acompañada vs humanidad desterrada.


Bibliografía sugerida

  • Vonnegut, K. (Slaughterhouse-Five, Cat’s Cradle) — exploraciones del absurdo, el trauma y las narrativas humanas.
  • Durkheim, É. (Las formas elementales de la vida religiosa) — la religión como fenómeno social y comunitario.
  • Berger, P. (El dosel sagrado) — religión como construcción de sentido frente al caos.
  • Rogers, C. (El proceso de convertirse en persona) — importancia de la escucha y el acompañamiento humano.
  • Yalom, I. D. (Psicoterapia existencial) — la soledad, la muerte y la búsqueda de significado.

 Ashoka: El emperador que transformó el poder en conciencia

Ashoka, conocido como Ashoka el Grande, gobernó el Imperio Maurya en la India entre 268 y 232 a.C., y su figura representa uno de los episodios más fascinantes de la historia antigua: la transición de un gobernante conquistador a un líder moralmente transformado. Su legado no se limita a la expansión territorial, sino que se manifiesta en la manera en que abordó el poder, la ética y la espiritualidad, convirtiéndose en un ejemplo temprano de liderazgo humanista.

Al inicio de su reinado, Ashoka fue un emperador marcado por la ambición y la guerra. La conquista de Kalinga, un territorio en la actual Odisha, fue un evento decisivo en su vida. La brutalidad de la campaña y la muerte de decenas de miles de personas lo confrontaron con la realidad de la violencia que su poder podía generar. Se dice que este episodio fue el catalizador de su profunda transformación personal y espiritual. Ashoka se volcó hacia el budismo, adoptando principios de no violencia, compasión y bienestar general como guías de su gobierno.

Lo notable de Ashoka es cómo trasladó su convicción personal a la esfera política. No se limitó a practicar el budismo de manera privada; transformó su imperio en un espacio donde la justicia, la tolerancia religiosa y la atención al bienestar social se convirtieron en prioridades. Los famosos edictos de Ashoka, tallados en piedras y columnas a lo largo de su reino, son testamentos de esta filosofía: exhortaban a la población a practicar la ética, el respeto mutuo y la caridad, y reflejaban un gobierno que aspiraba a ser moralmente responsable. En este sentido, Ashoka anticipa la idea moderna de que la política no puede separarse de la ética, y que el poder verdadero no reside únicamente en la fuerza, sino en la legitimidad moral.

Desde una perspectiva sociológica, la figura de Ashoka demuestra cómo un líder puede influir en la conciencia colectiva de un pueblo. Sus políticas fomentaron la cohesión social y la tolerancia, disminuyendo tensiones étnicas y religiosas en un imperio vasto y diverso. Su reinado evidencia que la autoridad puede ser constructiva cuando se combina con reflexión ética y un propósito de bienestar común. Sin embargo, también plantea preguntas complejas: ¿fue su transformación genuina o una estrategia política para consolidar el poder? Aun así, incluso si parte de su acción tuvo motivaciones pragmáticas, el impacto positivo en su sociedad es innegable.

Ashoka sigue siendo un faro histórico para pensar la relación entre poder y responsabilidad. En un mundo donde los líderes muchas veces priorizan intereses personales sobre el bien colectivo, su ejemplo recuerda que la grandeza no está en la conquista, sino en la capacidad de transformar el poder en una fuerza que promueva la vida, la justicia y la ética. Su historia invita a reflexionar: ¿qué sucedería si más gobernantes adoptaran la compasión como guía de acción?

En conclusión, Ashoka no es solo un emperador de la historia antigua; es un símbolo de la posibilidad de redención y de liderazgo consciente. Su vida nos muestra que incluso en la política, donde el conflicto y la ambición suelen dominar, es posible poner la ética y la humanidad al frente. Su legado resuena hoy como un recordatorio de que la verdadera autoridad se mide no por la fuerza que se ejerce, sino por el bien que se genera.


 

 En la irremediable soledad de este amanecer escucho a Brahms, y siempre, por sus melancólicas trompas vuelvo a vislumbrar, tenue pero seguramente, los umbrales del Absoluto. Pienso en los tiempos en que Matilde aún podía caminar, apoyada en su bastón, cuando Gladys la traía al estudio y la sentaba a mi lado, sostenida entre almohadones. Yo ponía algo de Schubert, de Corelli, o de algún otro músico que tanto bien le hacía en momentos de tristeza. Escuchábamos la música mientras ella se iba adormeciendo, poco a poco, hasta quedar dormida, con la cabeza inclinada hacia un costado. Yo la contemplaba con los ojos humedecidos. Al cabo de un tiempo se despertaba y preguntaba: “¿Por qué no nos vamos a casa?”, con voz imperceptible. “Sí —le decía entonces— en seguida nos iremos.” Y con la ayuda de Gladys regresaba a su habitación. Recuerdo muy bien un día lejano de 1968, cuando viajamos con Matilde a la ciudad de Stuttgart, donde me entregarían un premio. Al llegar, peregrinamos —es la palabra adecuada, ya que era un momento de religioso respeto— a Tübingen, y entramos en el Seminario Evangélico, donde contemplamos emocionados el banco en el que se habían sentado el joven estudiante Schelling y su compañero Hegel. Permanecimos en silencio. Luego nos llegamos hasta la casita del carpintero Zimmer, donde durante treinta y seis años vivió loco Hölderlin, cariñosamente protegido por aquel humilde ser humano; uno de esos hechos absolutos que redimen a la humanidad. Desde la terrezuela miramos correr el río Neckar, como tantas veces lo habría contemplado aquel genio delirante.

Sabato

 Héroes que se rindieron: la derrota como acto de sabiduría


Rendirse.
Palabra áspera, palabra que la moral moderna ha convertido en pecado capital, más grave que mentir, más sucia que la avaricia. Nos educaron para sospechar del que suelta la espada, del que deja el camino, del que se aparta del fuego. “Dar marcha atrás es imperdonable”, nos repiten como un rezo sin dios. Pero hay otro rumor, más antiguo y más sabio, que sopla entre las grietas de la historia: a veces rendirse es el acto más valiente del alma humana.

Hay derrotas que brillan con una luz suave, como luciérnagas que sólo se ven en la oscuridad. Derrotas que no son claudicación sino clarividencia. Derrotas que salvan más de lo que pierden.

I. Arquímedes y la geometría de la retirada


Cuentan que Arquímedes, genio en sandalias, sabía cuándo soltar la genialidad y cuándo abrazar el silencio. No se encaramó a la corte para ganar prestigio; dejó que el mundo siguiera girando mientras él trazaba círculos en la arena. Fue un maestro de la retirada interior: el arte de decir “no peleo esta batalla; no es mía”.
A veces el mayor heroísmo es negarse a entrar al conflicto que otros te exigen.

II. Abdicar para no destruir: el eco del emperador Ashoka

Ashoka empezó como un rey
que sabía de sangre lo que un marino sabe del viento. Pero un día, tras la masacre de Kalinga, se rindió. No ante enemigos, sino ante su propia ferocidad. Tiró la corona simbólica de conquistador y eligió la paz.
En su renuncia está uno de los giros más radicales de la historia.
Rendirse a la violencia para permitir que nazca la compasión: eso no es debilidad, es metamorfosis.

III. Rimbaud: dejar la poesía para salvarse a sí mismo

Arthur Rimbaud,
ese cometa rabioso, quemó la literatura con su luz. Y cuando estaba en la cima del mito, hizo lo impensable: se rindió a la poesía.
Colgó la pluma, abandonó el arte, huyó del músico que llevaba dentro.
Muchos lo llamaron traidor, cobarde, desertor del verso.

Pero hay renuncias que son operaciones a corazón abierto: o cortas la herida o te consume. Rimbaud eligió vivir. La rendición fue su manera de salvar lo que quedaba de su fuego.

IV. Scheherazade: rendirse para sobrevivir (y vencer)

Scheherazade no ganó por fuerza;
ganó rindiéndose sin rendirse. Llegó ante el rey y aceptó su destino fatal, pero por dentro llevaba un arsenal de historias. No enfrentó al tirano con espadas, sino con palabras.
A veces rendirse en apariencia es la estrategia que revienta al poder desde dentro.

V. El guerrero que sabe cuándo bajar la lanza


Hay un proverbio que dice que el guerrero sabio solo pelea batallas que puede ganar, y abandona todas las demás sin culpa.
La cultura del “nunca te rindas” fabrica mártires voluntarios, pero la historia —esa vieja archivista testaruda— nos muestra que los actos de renuncia han evitado guerras, genocidios, autodestrucciones personales y colapsos morales.
Rendirse es reconocer que el horizonte no siempre es nuestro territorio. Que hay caminos que deben morir para que otros nazcan.

VI. Las derrotas luminosas


Todo héroe que se ha rendido nos deja una enseñanza secreta:
No es la victoria lo que define la grandeza, sino la claridad con la que aceptamos el límite.
Rendirse no es entregar el alma, sino protegerla.
Es elegir vivir para otra batalla, para otro canto, para otro amanecer.

Al final, la derrota bien elegida es un acto de amor propio.
Una lámpara encendida en la noche.
Una brújula que apunta lejos del abismo.

A veces, la rendición es el verdadero triunfo. 

 


¿La tecnología tiene dirección o propósito propio?

La ilusión del destino tecnológico y la pérdida silenciosa de la voluntad humana

Hay ideas que suenan inocentes hasta que, bien pensadas, revelan su colmillo. Una de ellas es el planteamiento de Kevin Kelly: la tecnología —el technium no es solo una herramienta, sino un sistema vivo, en evolución, con dirección, impulso y hasta “deseos”. Según esta visión, la tecnología no solo crece, sino que quiere crecer, ramificarse, optimizarse y volverse inevitable. La propuesta es provocadora, elegante, casi poética. Pero también peligrosa: si la tecnología tiene destino propio, entonces la humanidad queda reducida a copiloto de un automóvil que jamás aprendió a frenar.

1. Cuando el progreso deja de ser elección y se vuelve profecía

Pensar la tecnología como un organismo evolutivo que avanza hacia un fin casi predeterminado es atractivo porque le da narrativa al caos. Nos calma creer que todo tiene rumbo. Sin embargo, la palabra clave aquí no es atractivo, sino cómodo. ¿Cómodo para quién? Para quienes diseñan, financian y dirigen ese avance. Porque lo “inevitable” no necesita votarse, no necesita cuestionarse, no necesita pedir permiso. Lo inevitable, por definición, se acepta. Y lo que se acepta sin revisión, se convierte fácilmente en dogma… o en negocio.

2. La tecnología no es la que quiere, sino la que nos enseñaron a desear

Si preguntáramos a un campesino purépecha, a una madre buscadora o a un estudiante de una prepa pública qué “quiere” la tecnología, probablemente no hablarían de expansión ni de eficiencia sistémica, sino de certezas muy humanas: comunicación cuando hace falta, información para defenderse, herramientas para aprender, reparar o sobrevivir. Ellos no piensan en la tecnología como un ente con voluntad, sino como un puente. Kelly, en cambio, describe un río que no sabe por qué fluye pero tampoco puede evitarlo. Y ahí está la trampa: creer que la tecnología quiere “algo” implica ignorar que ese “algo” tiene rostro humano, contexto económico y decisión política detrás.

La tecnología no quiere que pidamos un taxi desde el celular: quienes lo quieren son Uber, Didi y sus inversionistas. No quiere que pasemos 4 horas scrolleando: quienes lo quieren son algoritmos diseñados para monetizar atención. No quiere nuestros datos: quienes los quieren, los venden. El technium no es neutral ni autónomo: es un coro sincronizado de miles de intereses alineados para parecer destino.

3. Si la tecnología tiene voluntad, ¿la humana ya sobra?

Supongamos, para jugar el argumento, que Kelly tiene razón: que la tecnología es un sistema casi biológico, autoimpulsado, que tiende a hacerse más complejo, más ubicuo, más “vivo”. Aun si aceptáramos esa premisa, ¿qué conclusion ética se desprende? Que debemos obedecer su expansión. Pero la historia muestra lo contrario: cuando los desarrollos parecen inevitables —imperios, economías, ideologías, religiones, tecnologías— siempre hubo una deliberación humana empujándolos. Lo inevitable nunca nació inevitable: lo convirtieron en eso.

Y si hoy aceptamos que “la tecnología quiere avanzar y no podemos detenerla”, estamos también aceptando que nuestra voluntad puede ser irrelevante ante su crecimiento. Esa es la derrota más discreta: no la pelea perdida, sino la pelea abandonada.

4. Recuperar la pregunta: ¿qué queremos nosotros que quiera la tecnología?

La cuestión no es si la tecnología tiene dirección propia, sino si debemos permitir que la tenga sin control social. Los árboles crecen inevitablemente, sí, pero generan ecosistema. El bosque no te exige pagarle por existir, no te pide datos personales, no te rastrea ni intenta reemplazar tu criterio. La tecnología, en su modelo dominante, crece sin empatía, sin reciprocidad, sin mundo que sostener más que a sí misma.

Entonces debemos girar la brújula: no indagar qué quiere ella, sino qué debería querer si estuviera a nuestro servicio. En un proyecto filosófico-social digno, la tecnología debería querer:

  • más autonomía comunitaria, no menos
  • más pensamiento crítico, no más distracción
  • más reparación y reciclaje, no más consumo
  • más bienestar social, no más monopolios
  • más humanidad, no más destino

5. Conclusión: no hay futuro tecnológico sin disputa humana

La tecnología no es un dios nuevo con designios, ni un proceso natural exento de responsabilidad. Es un terreno de disputa. Y dejar de verlo así solo beneficia a quienes ya están sentados en el timón. Nombrar un destino tecnológico propio es llamar “evolución” a lo que también puede ser imposición.

El futuro no se predice: se negocia, se pelea, se diseña, se limita. No porque no amemos el progreso, sino porque amamos la libertad humana más que la comodidad de una profecía.

Así que la mejor pregunta que nos deja Kelly no es “¿Qué quiere la tecnología?”, sino la más incómoda y urgente de todas:

¿Qué queremos que quiera… y quiénes no quieren que lo decidamos?

lunes, 1 de diciembre de 2025


 

 

 La muerte como tabú cultural

La muerte es la única certeza de nuestra existencia, y sin embargo, vivimos como si fuera un tema prohibido. Caitlin Doughty, en Hasta las cenizas, nos obliga a mirar de frente aquello que la sociedad prefiere ignorar: los cuerpos, los funerales, el proceso de la cremación, y sobre todo, nuestra propia mortalidad. Su experiencia como trabajadora en un crematorio no es solo un relato de anécdotas macabras, sino un espejo de nuestra relación cultural con la muerte.

Doughty describe con crudeza y humor negro lo que muchos consideran repulsivo: limpiar cuerpos, encender cremaciones, y lidiar con los restos humanos. Pero bajo esa superficie chocante, el libro propone una enseñanza más profunda: evitar la muerte no nos hace inmortales, solo nos hace ignorantes de la vida. La muerte no es solo un final, sino un recordatorio de nuestra finitud, y reconocerla puede transformar nuestra manera de vivir.

Nuestra cultura, especialmente la occidental, ha creado un tabú que nos aleja de los rituales funerarios y de la conciencia de nuestra mortalidad. Doughty compara estas prácticas con aquellas de otras culturas que enfrentan la muerte con respeto, rituales y hasta humor. Nos muestra que el miedo y la negación no son inevitables; son aprendidos. Y que al romper el silencio, recuperamos un contacto más honesto con la vida y con quienes hemos perdido.

El valor del libro radica también en cómo convierte lo que podría ser repulsivo en enseñanza. La ironía y el humor negro funcionan como herramientas de confrontación: nos enfrentan a lo inevitable sin caer en el dramatismo ni en la parálisis. Nos invita a preguntarnos: ¿cuánto de nuestra angustia sobre la muerte proviene de un desconocimiento artificial y culturalmente impuesto?

Finalmente, Hasta las cenizas nos recuerda que enfrentar la muerte no significa obsesionarse con ella. Significa vivir con más conciencia, respeto y presencia. Caitlin Doughty nos ofrece un modelo de valentía cultural: mirar de frente lo que tememos, para transformar el miedo en entendimiento y, quizá, en sabiduría. Al hacerlo, nos enseña una lección crucial: aceptar la muerte es aprender a vivir de verdad.


 

  El chisme: la red neuronal del ocio social

El chisme es la Wi-Fi ancestral de la tribu, pero con el tiempo se volvió la red neuronal del ocio social: una corriente eléctrica que no transmite conocimiento, solo descarga morbo y alimenta jerarquías invisibles. Hoy ya no sirve para localizar tigres ni traidores que puedan matar al clan; sirve para localizar defectos ajenos que puedan subirnos unos centímetros sin tener que crecer.

La ciencia dice que el cerebro disfruta hablar de los demás porque es un sistema de recompensa: información social = dopamina. Y ahí está la trampa. La dopamina no distingue entre lo útil y lo tóxico. Te da el mismo aplauso químico por descubrir quién es confiable que por burlarte de quien está deprimido, o por comentar el divorcio del vecino como si fuera un capítulo nuevo de tu serie favorita.

Pero lo que la dopamina sí revela es otra cosa: el chisme no es hambre de verdad, es hambre de estímulo. Cuando la mente no tiene propósito propio, empieza a forrajear en la vida ajena como animal de pastoreo emocional. Por eso la gente no solo chismea: colecciona narrativas de otros como si fuesen logros personales.

En sociología, el chisme es capital social: quien tiene información gana un poder breve y simbólico. Pero es un poder hecho de aire. Es como ganar una corona de cartón en una guerra de sombras. El chismoso no gobierna, solo administra rumores. Y la administración de rumores es la forma más pobre de poder, porque no construye nada: solo regula por miedo, vergüenza o burla.

¿Y hablar a espaldas? Eso ya no es vínculo tribal, es anorexia de confrontación. La sociedad chismosa evita el conflicto directo porque carece de herramientas emocionales para sostenerlo. No es maldad pura, es raquitismo social: huesos delgados hechos para sostener críticas, no conversaciones. La espalda del otro se convierte en pizarra porque el chismoso no tiene el músculo del diálogo para escribir de frente.

Aquí entra la paradoja mexicana y latinoamericana: comunidades profundamente sociales, pero a menudo socializadas en la fiscalización y no en la autonomía. Familias, barrios y culturas donde “lo privado es comentario colectivo” crean un caldo donde el chisme no solo germina, se considera trámite de pertenencia. Si no opinas del otro, parece que no participas del grupo. Y entonces la gente cree que chismosear es convivir, cuando en realidad es solo picotear ajeno para sentirse acompañado.

El problema real no es el chisme, sino lo que desplaza:

  • Desplaza la introspección: en vez de preguntarme quién soy, pregunto qué hizo otro.

  • Desplaza el mérito: en vez de mejorar yo, empeoro a alguien en conversación.

  • Desplaza el lenguaje: en vez de verdad, veredicto; en vez de experiencia, juicio.

La sociedad chismosa es como un bosque donde los árboles dejaron de hacer fotosíntesis: ya no producen energía propia, solo compiten por la poca luz disponible. No hay crecimiento, solo comparación de altura. Y como nadie está creciendo de verdad, la única forma de “ganar” es cortar un pedacito del otro en la charla.

El chisme es, en el fondo, nostalgia mal canalizada: deseo de tribu sin deseo de responsabilidad. Queremos conexión, pero sin cargar el peso de la honestidad. Queremos estatus, pero sin pagar el precio del logro. Queremos emoción, pero no la que nace de vivir, sino la que nace de comentar.

Y por eso, camaradas, el kraken sale del mar y dice:

“La gente no habla de los demás porque la vida ajena sea interesante, sino porque la propia dejó de ser urgente.”

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