martes, 4 de febrero de 2025

 Los mayas de la península del Yucatán creían que tres dioses malignos, Ekpetz, Uzannkak y Sojakak, volaban de noche de pueblo en pueblo e infectaban a la gente con la enfermedad. Los aztecas culparon a los dioses Tezcatlipoca y Xipe, o quizá a la magia negra de las gentes blancas. Se consultó a sacerdotes y a médicos. Estos aconsejaron plegarias, baños fríos, restregar el cuerpo con bitumen y untar escarabajos negros aplastados sobre las úlceras. Nada funcionó.

Decenas de miles de cadáveres se pudrían en las calles sin que nadie se atreviera a acercarse a ellos y enterrarlos. Familias enteras perecieron en cuestión de pocos días, y las autoridades ordenaron que se derruyeran las casas sobre los cuerpos. En algunos asentamientos murió la mitad de la población.
En septiembre de 1520, la peste había llegado al valle de México, y en octubre cruzó las puertas de la capital azteca, Tenochtitlan, una magnífica metrópolis en la que habitaban 250.000 almas. En dos meses, al menos un tercio de la población pereció, incluido el emperador Cuitlahuac. Mientras que en marzo de 1520, cuando llegó la flota española, México albergaba 22 millones de personas, en diciembre del mismo año únicamente 14 millones seguían vivas. La viruela fue solo el primer golpe. Mientras los nuevos amos españoles estaban atareados en enriquecerse y explotar a los nativos, oleadas mortíferas de gripe, sarampión y otras enfermedades infecciosas azotaron sin respiro a México, hasta que en 1580 su población se había reducido a menos de dos millones.
Yuval Noah

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