Los mayas de la península del Yucatán creían que tres dioses malignos, Ekpetz, Uzannkak y Sojakak, volaban de noche de pueblo en pueblo e infectaban a la gente con la enfermedad. Los aztecas culparon a los dioses Tezcatlipoca y Xipe, o quizá a la magia negra de las gentes blancas. Se consultó a sacerdotes y a médicos. Estos aconsejaron plegarias, baños fríos, restregar el cuerpo con bitumen y untar escarabajos negros aplastados sobre las úlceras. Nada funcionó.
Decenas
de miles de cadáveres se pudrían en las calles sin que nadie se
atreviera a acercarse a ellos y enterrarlos. Familias enteras perecieron
en cuestión de pocos días, y las autoridades ordenaron que se
derruyeran las casas sobre los cuerpos. En algunos asentamientos murió
la mitad de la población.
En septiembre de 1520, la
peste había llegado al valle de México, y en octubre cruzó las puertas
de la capital azteca, Tenochtitlan, una magnífica metrópolis en la que
habitaban 250.000 almas. En dos meses, al menos un tercio de la
población pereció, incluido el emperador Cuitlahuac. Mientras que en
marzo de 1520, cuando llegó la flota española, México albergaba 22
millones de personas, en diciembre del mismo año únicamente 14 millones
seguían vivas. La viruela fue solo el primer golpe. Mientras los nuevos
amos españoles estaban atareados en enriquecerse y explotar a los
nativos, oleadas mortíferas de gripe, sarampión y otras enfermedades
infecciosas azotaron sin respiro a México, hasta que en 1580 su
población se había reducido a menos de dos millones.
Yuval Noah
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