Aquellas cátedras itinerantes nos habían merecido una reputación turbia entre las buenas comadres que encontrábamos al salir de la misa de cinco, y cambiaban de acera para no cruzarse con borrachos amanecidos. Pero la verdad es que no había parrandas más honradas Y fructíferas. Si alguien lo supo de inmediato fui yo, que los acompañaba en sus gritos de los burdeles sobre la obra de John Dos Passos o los goles desperdiciados por el Deportivo Junior. Tanto, que una de las graciosas hetairas de El Gato Negro, harta de toda una noche de disputas gratuitas, nos había gritado al pasar:
–iSi ustedes tiraran tanto como gritan, nosotras estaríamos bañadas en oro!
Muchas veces íbamos a ver el nuevo sol en un burdel sin nombre del barrio chino donde vivió durante años Orlando Rivera Figurita, mientras pintaba un mural que hizo época. No recuerdo alguien más disparatero, con su mirada lunática, su barba de chivo y su bondad de huérfano. Desde la escuela primaria le había picado la ventolera de ser cubano, y terminó por serlo más y mejor que si lo hubiera sido. Hablaba, comía, pintaba, se vestía, se enamoraba, bailaba y vivía su vida como un cubano, y cubano se murió sin conocer Cuba.
No dormía. Cuando lo visitábamos de madrugada bajaba a saltos de los andamios, más pintorreteado él mismo que el mural, y blasfemando en lengua de mambises en la resaca de la marihuana. Alfonso y yo le llevábamos artículos y cuentos para ilustrar, y teníamos que contárselos de viva voz porque no tenía paciencia para entenderlos leídos. Hacía los dibujos en un instante con técnicas de caricatura, que eran las únicas en que creía. Casi siempre le quedaban bien, aunque Germán Vargas decía de buena leche que eran mucho mejores cuando le quedaban mal.
García Márquez
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