sábado, 18 de noviembre de 2023

CESAR RENDUELES

 A lo largo de la historia, las clases dominantes se han distinguido por su paupérrima imaginación política. Los miembros de las élites siempre han estado plenamente convencidos de que el sistema político cuya cúspide ocupaban —ya fuera el esclavismo, el feudalismo o la tiranía— era inconmovible y la única alternativa al caos. Se dice que Luis XVI llevaba desde adolescente un diario donde reflejaba sus preocupaciones cotidianas.

La caza era su actividad favorita, así que en sus cuadernos se describen minuciosamente los animales que abatió (concretamente, 189 251 piezas en trece años). También merecen su atención las audiencias que concedió y las enfermedades que padeció, como indigestiones, catarros y ataques de hemorroides. Cuando no salía a cazar, no tenía audiencias ni padecía ninguna enfermedad, Luis XVI se limitaba a escribir en su diario: «nada». Lo curioso es que en todas las fechas famosas de la Revolución francesa aparece esa palabra. Lo único que tiene que decir el monarca a propósito de algunas de las transformaciones políticas de mayor impacto de la historia de la humanidad es «nada»[4].

Durante muchos años hemos permitido que los poderosos escribieran «nada» en nuestros propios diarios.

Hasta el punto de que hemos acabado por hacerlo nosotros mismos. Nos hemos vuelto todos como Luis XVI:

miopes y, lo que es peor, escépticos respecto a los procesos de transformación social que están a nuestro alcance. Nos comportamos como si el capitalismo especulativo, las empresas de trabajo temporal o las transnacionales fueran a existir dentro de mil años. No ha sido por un exceso de realismo, desde luego. Los discursos sociales hegemónicos —esos que en los editoriales de los periódicos pasan por el sentido común— son fantasías alucinógenas. Hemos entregado el control de nuestras vidas a fanáticos del libre mercado con una visión delirante de la realidad social, que nos dicen que nada es posible salvo el mayor enriquecimiento de los más ricos: ni profundizar en la democracia, ni aumentar la igualdad, ni limitar la alienación laboral, ni preservar los bienes comunes.

Las críticas teóricas sofisticadas que nos explican con exactitud las estructuras sociales reales que subyacen a la economía de casino y la cleptocracia son insustituibles. Pero resultan inútiles si no nos libramos, además, de esta siniestra docilidad que nos paraliza, si la posibilidad de la emancipación política no se trasluce en nuestros gestos cotidianos, un poco como nos viene a los labios a trompicones un verso aprendido en la infancia mientras nos lavamos los dientes. Y para ello, como sugería Sacks, es legítimo usar las experiencias ficticias como materia prima de la imaginación política desde la que proyectar el futuro que queremos.


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