La censura de libros fue una necesidad impuesta por el deseo de suprimir las desviaciones. Aunque los libros impresos todavía eran una novedad a mediados del siglo XVI, para Roma ya era claro que éstos constituían el mejor vehículo para que los sediciosos y los herejes divulgaran sus ideas. En la década de 1540, la Iglesia creó una lista de aquellos libros que estaba prohibido leer o poseer. En un principio, se confió a las autoridades locales la tarea de buscar los libros ofensivos, destruirlos y castigar a los infractores. Sin embargo, más adelante, en 1559, el papa Pablo IV publicó la primera lista de libros prohibidos para toda la Iglesia, el Index Expurgatorius, en el que se recogían aquellos que, según decía el papa, amenazaban el alma de cualquiera que los leyera.[2101] Todas las obras de Erasmo se encontraban en la lista (obras que anteriores papas habían leído con fruición), al igual que el Corán, el De revolutionibus de Copérnico (que permanecería en el Index hasta 1758) y el Diálogo de Galileo (prohibido hasta 1822). A la lista de Pablo le seguiría en 1565 el Índice Tridentino, que prohibía casi tres cuartas partes de los libros impresos en Europa. En 1571 se creó una Congregación del Índice para controlar y actualizar la lista. La ley canónica exigía entonces que todo libro autorizado llevara impreso un imprimatur, «que se imprima», y en ocasiones se incluían las palabras nihil obstat, «nada impide», acompañadas del nombre de los censores.[2102] La lista incluía obras científicas y artísticas de inmenso valor, entre ellas, por ejemplo, Gargantúa y Pantagruel de Rabelais.
Con todo, la gente nunca se sometió por completo a las normas del Índice. Los autores cambiaban de ciudad para evitar la censura, como fue el caso de Jean Crespin, que huyó de Francia y se refugió en Ginebra para escribir su influyente obra sobre los mártires hugonotes. Incluso en los países católicos, el Índice no era muy popular. La razón para ello era simple: el comercio de los libros era una nueva tecnología y una nueva oportunidad para hacer negocios. Por ejemplo, en Florencia, el duque Cosimo calculó que si aplicaba las directivas de la Iglesia, el costo de los libros perdidos ascendería a más de cien mil ducados. Su reacción fue típica. Organizó una quema de ejemplares y se deshizo de libros sobre magia, astrología y materias similares, volúmenes cuyo lugar en el Índice era claro pero que no tenían un gran valor en términos comerciales. Además, los representantes locales de la Congregación del Índice con frecuencia se mostraban dispuestos a discutir y llegar a acuerdos y, por ejemplo, se permitió salvar a los libros de medicina judíos, debido a su importancia para el progreso científico. Y así, de un modo u otro, mediante dilaciones o componendas algunos libros fueron eximidos del Índice a nivel local y, al igual que en otros lugares como Francia, en Florencia se consiguió esquivar buena parte de la legislación de manera que los libros prohibidos siguieron circulando en la ciudad más o menos con libertad. En cualquier caso, los impresores protestantes se especializaron en títulos incluidos e el Índice (lo que sólo servía para despertar la curiosidad de la gente), que luego hacían introducir de contrabando en los países católicos. «Sacerdotes, monjes e incluso prelados competían entre sí para comprar copias del Diálogo [de Galileo] en el mercado negro», comentó un observador. «El precio del libro en el mercado negro aumentó de medio escudo original a entre cuatro y seis escudos en toda Italia».[2103]
Peter Watson
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