viernes, 3 de septiembre de 2021

 Recuerdo, por ejemplo, que muchas noches, cuando todos nos habíamos acostado, mi papá se quedaba en la cocina un rato largo tomando café mientras fumaba. Se levantaba temprano, a las cinco de la mañana y, sin embargo, en aquellas ocasiones daba vueltas hasta muy tarde. Yo no podía dormirme porque escuchaba sus movimientos y el sonido de la hornalla encendida. Necesitaba que él se acostara para estar tranquilo, como si, extrañamente, estuviera en una especie de vigilia cuidadosa. Una vez no aguanté más, me levanté y me senté a su lado. Él siguió concentrado en su café y su cigarrillo, hasta que me miró y me dijo: «Vos te preguntarás ¿en qué está pensando el loco de mi viejo?». Y yo, simplemente, le respondí: «¿Y en qué estás pensando?».

    Creo que esa fue la primera pregunta analítica que hice en mi vida. Resignificando mi historia, podría decir que él fue mi primer paciente. Porque a pesar de tener seis años, se lo pregunté de verdad, dispuesto a escuchar lo que tuviera para decirme. Él empezó a hablar de su infancia y de sus nueve años en un reformatorio sin que nadie lo fuera visitar nunca.
    ¿Esa fue la primera vez que tu padre te habló de eso?
    Sí. Me contó de sus compañeros, de los profesores que tiraban los cigarrillos casi enteros para que ellos pudieran fumarlos, de esos largos fines de semana en que los chicos salían con sus familias y él se quedaba solo en ese colegio inmenso, de sus tristezas, sus extrañamientos. Recuerdo haberme preguntado si alguien habría escuchado ese dolor. A veces, en la vida, intentamos reparar en los demás lo que no podemos reparar en nosotros . Y creo que hoy, adulto y psicoanalista, cada vez que le presto oídos a la gente, no dejo de sentir lo mismo que aquella madrugada en la cocina de mi casa: que todo sujeto tiene derecho a que su dolor sea escuchado.

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