viernes, 3 de septiembre de 2021

 ¿Qué es la angustia?

    Es quedarse sin elementos simbólicos frente al deseo del Otro. Es sufrimiento anclado en la ausencia de palabras: un dolor mudo, silente . El orgasmo de dolor se llama angustia .
    Cuando un paciente llega al consultorio, más allá de lo que diga, del motivo por el cual cree que ha venido, trae —consciente o inconscientemente— algo que lo angustia. Nuestra primera intervención apuntará, justamente, a darle lugar a ese afecto. Si lo logramos, es bastante habitual, aunque no por eso menos extraño, que al volver para una segunda entrevista nos manifieste que se siente mejor.
    ¿Es tan inmediato el alivio?
    A veces, sí. Y es asombroso, porque aún no hemos descubierto nada de su verdad secreta. Entonces, ¿por qué el paciente cree sentirse mejor? Ni más ni menos que porque encontró un espacio para hablar de lo que lo angustiaba. Empezar a poner palabras en donde había silencio ya produce cierto alivio.
    Pero ¿cualquier palabra alivia? Porque he escuchado muchas veces decir que la palabra cura, y pienso que quizás puede resultar peligroso sostener algo así sin hacer algunas aclaraciones.
    Es cierto. La idea de la cura por medio de la palabra ha sido utilizada en provecho de algunas personas inescrupulosas y, seguramente, todos conocemos alguna anécdota al respecto. En mi familia, que era del campo, se contaba la historia de un hombre que curaba a los animales con la palabra. Cierta vez, uno de los caballos del pueblo estaba a punto de morir porque se había «embichado». Decidieron llamar a este «curandero» quien, según me contaron, se paró al lado del animal que estaba echado en el suelo, comenzó a hablarle y, a los pocos minutos, los gusanos empezaron a saltar del cuerpo expulsados por su prédica. Incluso parientes queridos, gente de mi confianza, decían haber estado allí y verlo. Obviamente, no creo en ese tipo de fenómenos, pero sí en las alucinaciones colectivas.
    Eso nos abre la posibilidad de preguntarnos, ¿cuándo cura la palabra? ¿Qué condiciones deben darse para que esto ocurra?
    Para que la palabra tenga un efecto terapéutico, el primer requisito es que debe estar dirigida a alguien especial, no a cualquier otro, sino a un Otro, así, con mayúscula. Alguien a quien se le supone la capacidad de escuchar de un modo distinto al de un par. Muchas personas dicen: «Yo tengo amigos, no necesito pagar para que me escuchen». De hecho, alguna vez me han preguntado directamente: ¿qué puede hacer un analista que no haga un amigo? La respuesta es muy simple: puede escucharlo desde un lugar diferente. Jaques Lacan acuñó un término para esto: Sujeto Supuesto Saber, que pone en juego una dimensión alternativa a la del simple diálogo, a la confesión de café. Cuando el paciente viene a vernos, nos supone un saber hacer con lo que a él le pasa, lo que técnicamente se llama Transferencia.
    Freud decía que hay transferencia sin análisis, pero no hay análisis sin transferencia. ¿Lo podrías aclarar?
    Esa frase es absolutamente cierta. Alguien puede tener transferencia con el mecánico que le arregla el auto y decir, por ejemplo, que siempre le lleva el vehículo a fulano y a ningún otro, porque fulano sí que «sabe», lo cual implica que le supone un saber hacer con su auto. Otros tienen transferencia con el médico, con el abogado o con un maestro, porque allí donde hay una suposición de saber hay transferencia. La diferencia radica en qué se hace, cómo se trabaja con eso. La labor es muy compleja y pone en juego la entrega potente que requiere el análisis. El analista presta todo su ser para convertirse, en principio, en una pantalla en la que el paciente pueda proyectar lo que le pasa. Si hay un desafío difícil para el profesional es este: ser una pantalla en blanco, anudar su inconsciente con el del paciente de un modo tal que se construya un inconsciente compartido.
    ¿Por eso es preferible que el paciente sepa poco de la vida privada de su analista?
    Claro, forma parte de lo que llamamos abstinencia. Cuanto menos conozca, más fácil le será al «analizante» —a quien se analiza— proyectar sobre el profesional sus contenidos inconscientes. Supongamos, por ejemplo, que ese paciente es padre y cree que su analista también lo es. En ese caso, quizás suponga que comparte con él cierto lenguaje y algunas experiencias en común. Si, por el contrario supone que el psicólogo no tiene hijos, tal vez crea que no puede entenderlo porque nunca estuvo en su misma situación. De allí que mantengamos a distancia nuestra vida privada, para permitir que el paciente pueda proyectarnos su mundo interno independientemente de lo que nosotros podamos entender. Porque en análisis tampoco se trata de entendimiento.

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