martes, 9 de enero de 2024

Pascal Mercier

  Cuando leo el diario, escucho la radio o presto atención a lo que dice la gente en un café, siento, cada vez más a menudo, un hartazgo, hasta una repugnancia hacia las palabras, siempre las mismas, que se escriben y se dicen, hacia los mismos giros, las mismas fórmulas y metáforas. Es peor aún cuando me escucho a mí mismo y no puedo menos que comprobar que también yo digo siempre las mismas cosas. Estas palabras están gastadas, agotadas, desvalorizadas por el uso excesivo. ¿Es que todavía conservan algún significado? Sí, de hecho, el intercambio de palabras es efectivo: la gente actúa de acuerdo con ellas, ríe y llora, algunos van en un sentido, otros en otro (se dirigen hacia la derecha o la izquierda), el camarero trae el café o el té que se le ha pedido. No es esto lo que estoy preguntando. La pregunta es: ¿son todavía una expresión de los pensamientos? ¿O son tan sólo efectivas estructuras de sonidos, que impulsan a las personas en uno u otro sentido porque iluminan sin cesar las profundas huellas de la charla? Entonces voy a la playa; el viento azota mi cabeza y deseo intensamente que sea un viento helado, mucho más frío que el que suele soplar en esta tierra: ojalá se llevara consigo todas las palabras desgastadas, fas maneras de hablar ya sin sentido, ojalá yo pudiera volver con un espíritu limpio, purificado de todas las impurezas de esa charla siempre igual. Y, sin embargo, tan pronto como tengo que decir algo, todo vuelve a ser como antes. Esa purificación que anhelo no puede darse por sí sola, debo hacer algo y debo hacerlo con palabras. ¿Pero qué? No se trata de salir de mi lengua e ingresar en otra. No, no se trata de un cambio de bando en el idioma. También me digo lo siguiente: el hombre no puede inventar nuevamente el idioma. ¿Es esto, empero, lo que en verdad deseo? Quizás la cosa es así: quisiera dar una nueva composición a las palabras del portugués. Las oraciones que surgirían a partir de esta nueva composición no serían raras ni excéntricas, exaltadas, afectadas ni artificiales. Deberían ser frases arquetípicas del portugués, constituir su centro, de manera tal que parecieran brotar, sin desvíos ni impurezas, de la esencia transparente, diamantina de este idioma. Las palabras deberían ser inmaculadas como el mármol pulido, limpias como las notas de una partitura de Bach, tal que todo lo que no es parte de su esencia desaparezca en un silencio total A veces, cuando descubro que todavía albergo un resto de reconciliación con esa ciénaga del idioma, pienso que podría ser el silencio bienhechor de un placentero cuarto de estar o también el silencio sin tensiones entre amantes. Pero cuando se apodera de mí la ira contra esa pegajosa costumbre de las palabras, sé que sólo podré encontrar mis propios rumbos. Libres de sonido alguno, en el silencio claro y fresco del oscuro espacio infinito, yo, el único que habla portugués. El camarero, la peluquera, el guarda de ómnibus, todos ellos se sorprenderían al escuchar esas palabras de nueva composición, pero su sorpresa se debería a la belleza de las oraciones, una belleza que no sería otra cosa más que el brillo de su claridad. Serían —así me las imagino— oraciones apremiantes, hasta podría decirse implacables. Estarían allí, incorruptibles e irrevocables; se parecerían así a las palabras de un dios. Al mismo tiempo no habría en ellas exageración ni grandilocuencia; serían precisas, tan escuetas que sería imposible eliminar tan siquiera una palabra o una coma. Serían comparables a una poesía, cinceladas por un orfebre de las palabras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Buscar este blog