viernes, 10 de julio de 2020

Walter Riso

Mientras el amor universal no requiere de nada a cambio, el amor 
interpersonal necesita de correspondencia. Para que una relación afectiva sea 
gratificante, debe haber reciprocidad, es decir, intercambio equilibrado. El amor 
recíproco es aquel donde el bienestar no es privilegio de una de las partes, sino 
de ambas. 

Fernando Savater considera la reciprocidad como uno de los universales 
éticos. En sus palabras: “Todo valor ético establece  una  obligación  y  
demanda  –sin imposición, por lo general–   una correspondencia. No es 
forzosa la simetría pero sí la correlación entre deberes y derechos”.  

Es imposible convivir sanamente sin un equilibrio entre el “dar” y el “recibir”. 
Si una de las partes es mal dador, pero le gusta recibir afecto, es probable que 
estemos ante un avaro afectivo o un narcisista en potencia. Por el contrario, 
cuando la persona es una dadora de tiempo completo y no cree merecer 
afecto, la sumisión está presente. Para que la relación amorosa funcione, no 
debe haber desequilibrios muy marcados. 

Si somos sinceros, en el cuerpo a cuerpo, en la intimidad afectiva, bajo las 
sábanas, en las peleas, en los logros personales y en cada espacio de 
convivencia compartida siempre esperamos alguna equivalencia afectiva. No 
digo que haya que ser milimétrico y llevar contabilidades momento a momento. 
Lo que sostengo es que la desigualdad del intercambio acaba por destruir 
cualquier vínculo. Si doy diez, me conformo con un ocho. Más aún, si el amor 
me lo permitiera, hasta un siete estaría bien. Jamás podría contentarme con 
una relación que no llenara, al menos en parte, mis expectativas afectivas. 
Repito: la idea no es pegarse de ridiculeces que son superfluas e 
intrascendentes, sino discriminar cuándo se justifica y cuándo no. Es decir, 
elegir lo verdaderamente importante. 
Por el contrario, hay casos en que el intercambio sí necesita nivelarse. 
Recuerdo el caso de un señor insatisfecho sexualmente, casado con una mujer 
inorgásmica y absolutamente fría. Ella nunca pudo aceptar el problema. Se 
negaba a pedir ayuda profesional y menospreciaba las necesidades sexuales 
de su esposo por considerarlas “exabruptos masculinos” (vale la pena señalar 
que en los últimos seis meses solamente habían tenido cuatro relaciones). Su 
argumento rayaba en la terquedad: “Puedo vivir sin sexo… No me hace falta… 
Para mi hay cosas más importantes que hacer el amor… ¿Por qué tengo que 
ceder yo?... ¿Por qué no puede él acoplarse a mí?” Ante la negativa 
persistente de ella, el hombre decidió separarse: “Necesito sentir que la mujer 
que está a mi lado me desea… Quiero verla feliz entre mis brazos y que se 
entregue a mí, no sólo en espíritu sino en cuerpo… Si doy sexo y no lo recibo, 
me queda la desagradable sensación de no hacerla sexualmente feliz… Yo 
disfruto si ella disfruta… No soy capaz, no puedo negociar sobre esto”. 
Cuando se trata de aspectos esenciales, recibir se convierte en una 
cuestión de derechos y no en un culto al ego. Hay cosas primordiales a las 
cuales no podemos renunciar porque son imprescindibles para la supervivencia 
psicológica; y aunque no las hagamos explícitas, damos por sentado que 
deben existir para que la relación afectiva siga su curso. Si soy fiel, espero 
fidelidad; si soy honesto, espero honestidad; si soy cariñoso, espero ternura. 
De no ser así, no me interesa. 

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