viernes, 1 de noviembre de 2024

  Isadora Duncan: la creadora de la danza moderna y la mujer dramática por excelencia. Norteamericana de San Francisco, penetró en el espíritu dionisiaco de la danza pagana, bailando al pie del mismo Acrópolis. Al presentarse, por la primera vez en París, en 1903, predicó toda su estética en estas breves palabras: «Lo que es contrario a la naturaleza no es bello». Su aparición en el Teatro Sarah Bernhardt revolucionó la plástica y el movimiento académicos. Casó con Mr. Singer, el célebre fabricante de máquinas de coser. Atacó, en la persona de las bailarinas de corset, a todo lo que es artificio elaborado. Dirigió a Maeterlinck una carta, invitándole exabrupto a crear con ella un hijo, que tuviese el genio de sus dos procreadores. Bailó por primera vez lo que antes se creyó que no era bailable: las sinfonías de Beethoven, de Brahms y Chopin y los lieds de Wagner. (Yo la vi en su último recital del Teatro Mogador, en julio de este año, bailar —con ya moribundo brillo— la Sinfonía inconclusa de Schubert y Tannhauser ). Luego viajó por Viena, Berlín, Budapest, Moscú, donde casó con Sergio Essenin, el poeta comunista, que después suicidóse en 1925. Todos sus hijos perecieron ahogados en el Sena. Murió ahorcada por un velo, recorriendo en automóvil y a ciento veinte caballos de fuerza, la luminosa Costa Azul, una tarde de estío de 1927. Su cuerpo, envuelto en una túnica violeta, fue quemado en el Columbarium de París, entre lises, rosas y margaritas y a los sones de un coro de canéforas. Biografía, como se ve, digna de una tragedia de Esquilo.

    Isadora Duncan acaba, de este modo, en un poco de humo ligero y otro poco de ceniza. Pero la tierra retiene para siempre el latido de sus pies desnudos, que ritman el latido de su corazón.

César Vallejo

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