Al considerar la fuente de los insultos, dice Séneca, a menudo descubriremos que quien nos insulta es un niño grande. Así como sería estúpido que una madre se enfadara por los «insultos» pronunciados por su pequeño, sería ridículo permitir que los insultos de estos adultos infantilizados nos irriten. En otros casos descubriremos que quienes nos insultan tienen mal carácter. Estas personas, dice Marco Aurelio, merecen más nuestra compasión que nuestra ira.
A medida que progresemos en la práctica del estoicismo, seremos cada vez más indiferentes a las opiniones que los demás tengan de nosotros. No nos pasaremos la vida con el objetivo de granjearnos su aprobación o de evitar su desaprobación, y como sus opiniones nos resultan indiferentes, no sentiremos aguijón alguno cuando nos insulten. De hecho, un sabio estoico, si existe uno, probablemente se tomaría los insultos de sus conciudadanos como los ladridos de un perro. Cuando un perro ladra, podemos tomar nota mental de que al perro en cuestión no le caemos bien, pero seríamos unos tontos rematados si este hecho nos molestara hasta el punto de pasarnos el resto del día pensando: «¡Caray! ¡ No le caigo bien a ese perro!».
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