martes, 26 de marzo de 2024

 «Mis padres —decía Mark Twain, el autor de Un yanqui en la corte del Rey Arturo y de Tom Sawyer — no eran ni excesivamente pobres ni excesivamente honrados.» Esta humorística frase nos recuerda que no es sencillo hacerse rico trabajando. Cuando alguien no es rico, organizar la vida requiere previsión. Me costó tiempo entender por qué en Caracas la gente hacía cola para comprar el billete de ida y el billete de vuelta en el metro. Conviviendo pude saberlo. Lo hacían por si acaso se ahorraban, de la manera que fuera, el viaje de vuelta. Cuando no hay muchos recursos, hay que ahorrarlos. Uno de los edificios más altos del centro de Caracas lleva el nombre de una aseguradora: «La Previsora.» Prever es un objetivo de la vida social.

    Los orígenes de la seguridad social llevaban ese nombre: institutos de previsión. Para no tener que inventarse cada día el sustento. Incertidumbre que amenaza con regresar a Europa con la crisis económica y el desmantelamiento del Estado social. Cuando la sociedad no provee, la vida se convierte en un azar. De niño, de joven, en la madurez y en la vejez. Estar incluido socialmente significa no jugártelo todo cada día, tener algunas certezas, poder hacer planes. La provisión social no puede lograrse de manera individual porque cuando se deja a las relaciones en el mercado, unos se quedan con lo de los otros (no en un juego limpio, sino utilizando la fuerza del ejército, de la policía, de los jueces o de la Iglesia). Las primeras asociaciones de trabajadores fueron prohibidas, perseguidas, reprimidas. Las leyes de pobres obligaban a trabajar, y cuando eso no bastó se recurrió a la esclavitud. Se cercaron los prados comunales y se proscribió la ayuda mutua. Aislados, no quedó otra que vender la fuerza de trabajo al precio que ofrecieran. Y dijeron que todos éramos libres de aceptar o no. Todos somos libres también de irnos a vivir debajo de un puente. Pero solo algunos hacen uso de esa libertad.

    Los pueblos sin previsión, los que salen cada día casi a inventarse todo, son más felices que los pueblos con seguridad social. Les alegra cualquier cosa. Un pequeño obsequio les arregla el día. Y la competencia no es mercantil, sino que tiene lugar de forma más terrenal. Cada cual tiene su ventaja personal y todos se saben más parecidos entre sí. Es, en cualquier caso, una felicidad infantil. La del que no se imagina una alternativa real —y regresa al sueño de la Cenicienta, al golpe de suerte, a la providencia que por fin se ha fijado en su humilde siervo—. Los accidentes son vistos como inevitables —o mandados por Dios—. Si la naturaleza —o el Estado— te da algo, lo tomas. Viven la incertidumbre pero ya han renunciado a la angustia. Pueblos que necesitan creer en santos o en héroes. Por qué tenemos más y somos más infelices tiene que ver con que le dimos demasiado peso a un determinado tipo de cosas en ese incremento de bienes. Como alertó Erich Fromm, no es lo mismo ser que tener. Perdimos el sentido, y los balbuceos de trascendencia se los quedó la religión. Cuando la revolución salió de escena, el mundo occidental, el escaparate político de la vieja Europa, se convirtió en algo satisfecho y aburrido.

Juan Carlos Monedero

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