viernes, 31 de octubre de 2014

Fernando Pessoa

Hace mucho tiempo que no existo

Fragmentos de la nueva edición del 'Libro del desasosiego' que se publica esta semana

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Las ilusiones, el conocimiento, el entendimiento, la cultura, la sensibilidad. Esos son algunos de los temas de reflexión de Fernando Pessoa, uno de los grandes escritores europeos del siglo XX. Esta semana la editorial Pre-Textos publica una nueva edición de su Libro del desasosiego en traducción de Antonio Sáez Delgado. Adelantamos cuatro fragmentos.
(1929?). El cansancio de todas las ilusiones y de todo cuanto hay en las ilusiones: su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el cansancio anticipado de tener que tenerlas para perderlas, la amargura de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de haberlas tenido sabiendo que tendrían ese final. La conciencia de la inconsciencia de la vida es el martirio más grande impuesto a la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes –brillos del espíritu, corrientes de entendimiento, misterios y filosofías– que tienen el mismo automatismo que los reflejos corpóreos, que la gestión que hacen el hígado y los riñones de sus secreciones.
(25/4/1930). ¡Remolinos, remolinos en la futilidad fluida de la vida! En la plaza grande del centro de la ciudad, el agua sobriamente multicolor de la gente pasa, se desvía, forma charcos, se abre en riachuelos, se junta en arroyos. Mis ojos ven sin atención, y construyo en mí esa imagen acuosa que, mejor que cualquier otra, y porque he pensado que iba a llover, se ajusta a este incierto movimiento. Al escribir esta última frase, que para mí expresa exactamente lo que define, he pensado que sería útil poner al final de mi libro, cuando lo publique, bajo las «Erratas», unas «No erratas», y decir: la frase «a este incierto movimientos», en la página tal, es exactamente así, con las voces adjetivas en singular y el sustantivo en plural. Pero ¿qué tiene esto que ver con aquello que estaba pensando? Nada, y por eso me permito pensarlo.
Alrededor de los vehículos de la plaza, como cajas de cerillas móviles, grandes y amarillas, en las que un niño clavase inclinada una cerilla quemada para hacer de torpe mástil, los tranvías gruñen y chirrían; al salir, emiten un agudo silbido metálico. Alrededor de la estatua central las palomas son migajas negras que se mueven, como esparcidas por el viento. Dan pasitos, gordas sobre sus pequeñas patas.
(1930?). Hay una erudición del conocimiento, que es propiamente lo que se llama erudición, y hay una erudición del entendimiento, que es lo que se llama cultura. Pero hay también una erudición de la sensibilidad.
La erudición de la sensibilidad no tiene nada que ver con la experiencia de la vida. La experiencia de la vida no enseña nada, como la historia no informa de nada. La verdadera experiencia consiste en restringir el contacto con la realidad y aumentar el análisis de ese contacto. Así, la sensibilidad se ensancha y ahonda, porque todo está en nosotros; basta que lo busquemos y sepamos buscarlo.
¿Qué es viajar, y para qué sirve viajar? Cualquier puesta de sol es la puesta de sol; no es necesario ir a verla a Constantinopla. ¿La sensación de liberación que provocan los viajes? Puedo tenerla al salir de Lisboa hacia Benfica, y tenerla con más intensidad que quien va de Lisboa a China, porque si la liberación no está en mí, no está, para mí, en ninguna parte. «Cualquier carretera», dijo Carlyle, «hasta esta carretera de Entepfuhl, te lleva hasta el fin del mundo». Pero la carretera de Entepfuhl, si la seguimos hasta el final, vuelve a Entepfuhl; de modo que Entepfuhl, donde ya estábamos, es el mismo fin del mundo que íbamos buscando.
Condillac empieza así su célebre libro: «Por más alto que subamos y más bajo que caigamos, nunca salimos de nuestras sensaciones». Nunca desembarcamos de nosotros mismos. Nunca llegamos a otro, sino otreándonos a través de la imaginación sensible de nosotros mismos. Los verdaderos paisajes son los que creamos nosotros mismos, porque así, siendo dioses suyos, los vemos como son verdaderamente, que es como fueron creados. No es ninguna de las siete partidas del mundo la queme interesa y puedo ver verdaderamente; es la octava partida la que recorro y es mía.
Quien ha cruzado todos los mares ha cruzado solamente la monotonía de sí mismo. Ya he cruzado más mares que todos. Ya he visto más montañas de las que hay en la tierra. He pasado por más ciudades de las que existen, y los grandes ríos de ningún mundo han fluido, absolutos, bajo mis ojos contemplativos. Si viajase, encontraría la copia mala de lo que ya he visto sin viajar.
(8/1/1931). Hace mucho tiempo que no escribo. Han pasado meses sin que haya vivido, y voy durando, entre la oficina y la fisiología, en un estancamiento íntimo de pensar y sentir. Esto, desgraciadamente, no descansa: en la putrefacción hay fermentación.
Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que ni siquiera existo. Creo que casi no sueño. Las calles son calles para mí. Cumplo con mi trabajo en la oficina concienzudamente, pero no puedo decir que sin distraerme: por detrás estoy, en vez de meditando, durmiendo, pero siempre soy otro por detrás del trabajo.
Hace mucho tiempo que no existo. Estoy tranquilísimo. Nadie me distingue de quien soy. Ahora me he sentido respirar como si hubiese practicado algo nuevo o atrasado. Empiezo a ser consciente de tener conciencia. Quizá mañana me despierte para mí mismo, y tome de nuevo el curso de mi propia existencia. No sé si, con ello, seré más o menos feliz. No sé nada. Levanto la cabeza de paseante y veo que, sobre la ladera del Castillo, el ocaso arde al otro lado en decenas de ventanas, con una reverberación alta de fuego frío. Alrededor de esos ojos de llama dura, toda la ladera es suave al caer la tarde. Al menos puedo sentirme triste, y ser consciente de que, con esta tristeza mía, se ha cruzado ahora –lo he visto con el oído– el ruido repentino del tranvía que pasa, la voz casual de los jóvenes que charlan, el susurro olvidado de la ciudad viva. Hace mucho tiempo que no soy yo.

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