martes, 2 de abril de 2013

Augusto Monterroso

 Fragmentos de un diario

 

Los encuentros del escritor guatemalteco con Juan Rulfo y Rubén Bonifaz Nuño, sus reflexiones, sus confesiones, a 10 años de su fallecimiento.
Eduardo Gálvez
Publicado: 09/02/2013 14:06

México, DF. Augusto Monterroso come con Juan Rulfo, lo ve preocupado. Éste le cuenta los problemas que lo agobian. Acostumbrado a tratar con fantasmas, piensa el escritor guatemalteco, los seres de la vida real son menos manejables para Juan. La realidad no es como su literatura, las puertas no se atraviesan a voluntad sin abrirlas y, cuando se abren, los problemas están allí, indiferentes a la fama.
La comida es en la casa de Vicente Rojo, y Monterroso sigue pensando en Juan Rulfo: “se creyó equivocadamente que era un escritor realista cuando en realidad era fantástico. En un momento dado Rulfo y Kafka se dieron la mano sin que nosotros, perdidos en otros laberintos, nos diéramos cuenta; Rulfo resistió la tentación del rascacielos y se puso tercamente a escribir sobre fantasmas del campo”.
El autor de “El dinosaurio” defiende a su colega mexicano en cuanto a la brevedad de su obra, aunque la reflexión también parece en defensa propia. “La falta de prisa de sus primeros años y su reacia negativa posterior a publicar libros que no considera a su propia altura, son un gesto heroico de quien, en un mundo ávido de sus obras, se respeta a sí mismo y respeta, y quizá teme, a los demás”.
Y es que Monterroso pensaba que al ser los libros conversaciones y al ser la conversación un arte educado que evita el monólogo, las novelas son un abuso del trato con los demás, y por lo tanto, los novelistas, seres mal educados que suponen que sus lectores están dispuestos a escucharlos durante días y días.
Ese mismo año, 1984, una mañana de mayo, Monterroso visita a otro de sus grandes amigos, Rubén Bonifaz Nuño, en su oficina de la UNAM. Le llaman la atención las cartas, telegramas, libros y folletos que inundan su escritorio. Pero lo que más lo impresiona del poeta, por los títulos que alcanza a leer, es su titánica labor, durante años, en la traducción del latín al castellano: Lucrecio, Propercio, Julio César, Ovidio, Catulo, Virgilio, Cicerón.
La secretaria del poeta los interrumpe para preguntar algo sobre el pasaporte de Rubén. Está próximo a partir hacia Roma, pues lo han elegido miembro de la Academia para Fomentar la Latinidad entre las Naciones. Monterroso piensa entonces que ha compartido durante casi cuatro décadas muchas aficiones con el poeta, entre ellas, la risa. “La afición a reírnos epicúreamente de cantidad de cosas pero sobre todo de nosotros mismos”.
Después de conseguir otros cinco minutos de plática, una llamada los vuelve a interrumpir. Monterroso lo observa y piensa que siempre ha admirado su poesía, su perdurabilidad y permanencia. Incluso recuerda que en el libro Lo demás es silencio aparece un personaje que “mientras habla lo hace con una espada en la mano, dando saltos hacia atrás y pasos hacia delante y colocando la punta de esa espada entre los ojos de su interlocutor”. Es un homenaje a Bonifaz Nuño, recuerda.
El pasado 7 de febrero se cumplieron 10 años del fallecimiento del escritor guatemalteco Augusto Monterroso. Ahí están sus cuentos, fábulas, minificciones, ensayos, sus decenas de entrevistas. Pero también están los “fragmentos de un diario”, escritos entre 1983 y 1985, y recopilados en La letra e (Ediciones Era), en donde escribió sus encuentros con los escritores y artistas que frecuentaba, entre ellos Juan Rulfo y Rubén Bonifaz Nuño.
En La letra e, Monterroso publicó las reflexiones literarias cotidianas, sus críticas al mundo cultural mexicano, las confesiones sobre su temor a la crítica y la envidia que le producía leer a otros escritores, un depósito de sus pensamientos y de su vida cotidiana. Pues bien, parafrasea Monterroso a Montaigne, lo que aquí escribo es también de buena fe y me propongo que lo sea siempre.

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