Cuando se nombra a Bill Gates, se habla de su contribución tecnológica o de sus brillantes dotes para los negocios; luego, casi siempre, la coletilla del «sí, pero...» vuelve a la carga: «Sí, pero acabó con la competencia». Sí, John Piermont Morgan ayudó al gobierno norteamericano en varias ocasiones y dictó una serie de normas empresariales, pero también intervino en algunos negocios turbios. Las grandes figuras políticas no se salvan de la coletilla del «sí, pero...». Sí, Lincoln liberó a los esclavos, pero en un discurso que hizo en Charleston antes de la guerra civil norteamericana, defendió la superioridad de la raza blanca. Y sí, puede que Gandhi llevara a la India a la libertad, pero en ocasiones se comportaba cruelmente con su mujer. La lista continúa. La indiferencia que mostró Lincoln por la esclavitud fue, cuando menos, desalentadora; no obstante, sus acciones consiguieron liberar a millones de personas de la esclavitud. Puede que J. P. Morgan no sea un santo, pero desempeñó un papel muy importante en el desarrollo de la confianza en la economía y convirtió a Estados Unidos en el país más próspero del mundo. Y, sin embargo, mucha gente desestima a estas figuras heroicas por algún comentario hecho a la ligera, incapaces de aceptar que un héroe, fuera de las novelas y los cuentos de hadas, es, ante todo, un ser humano. La cuestión no es si el héroe perfecto existe, sino si nos fijamos en las cualidades más importantes de una persona, en sus logros y contribuciones, o si nos empeñamos en buscar activamente (e inevitablemente encontramos) sus defectos. Las cualidades que advirtamos en nosotros y en los demás dependerán de si decidimos concentrarnos en lo positivo o en lo negativo. Cuando una persona sólo se fija en lo negativo —el perfeccionista que siempre anda buscando defectos—, considera lo malo como la fuerza activa del mundo y lo bueno como la fuerza pasiva, la ausencia de lo malo. Sin embargo, si una persona tiene una visión positiva —el optimalista que siempre busca los beneficios— percibe lo bueno como la fuerza generadora de la realidad y lo malo como la ausencia de bien. No es casualidad que la metafísica de muchas religiones y filosofías describa el bien como la luz y el mal como la oscuridad. La luz es una fuerza activa; la oscuridad, la ausencia de luz, es pasiva. Una cortina de color oscuro no produce la oscuridad de una habitación iluminada, del mismo modo que una vela no ilumina un espacio oscuro. Cuando Edmund Burke declaró que «para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada», identificó correctamente la relación entre las fuerzas positivas y negativas en la realidad: el mal es la ausencia de bien. La conclusión de una focalización negativa —la idea de que el bien sólo puede existir si el mal está totalmente ausente— es que sólo una persona que no tenga ningún lado oscuro, ni una sola mancha en su reputación, puede ser buena. Nadie puede superar esta prueba y, por lo tanto, nadie merece ser digno de nuestra admiración. La conclusión de una focalización positiva —la idea de que el mal es pasivo y el bien es activo— es que el mundo sólo mejorará si hay gente que hace el bien, gente valiente que actúa. Pero al actuar, estas personas, inevitablemente, cometerán errores, aunque éste es el riesgo que deben correr y el precio que tienen que pagar. Aparte de condicionar la evaluación que hagamos de los demás, nuestra filosofía —que nos concentremos en lo positivo o en lo negativo— influye directamente en nuestra forma de vivir la vida. De que nos centremos en lo positivo o en lo negativo dependerá que gocemos de una existencia activa o pasiva. ¿Nos pasamos la vida huyendo de la infelicidad (negativo) o persiguiendo la felicidad (positivo)? ¿Evitamos pasivamente la depresión o buscamos activamente la felicidad? ¿Nos pasamos la mayor parte del tiempo generando luz o evitando la oscuridad? ¿Vivimos una vida activa aunque arriesgada (promoviendo el bien) o jugamos sobre seguro y no hacemos nada (evitando el mal)? Una orientación negativa tiene el miedo como fuerza motriz —el miedo a cometer errores, el miedo a la imperfección, el miedo al castigo—. Al fin y al cabo, no existe nadie, ni siquiera nuestros iconos culturales, capaz de mantenerse puro a sus propios ojos o a los de los demás, así que... ¿quién somos nosotros para intentarlo y por qué tendríamos siquiera que molestarnos? Los perfeccionistas que se concentran en lo negativo tienen tanto miedo de hacer algo mal que muchas veces prefieren no hacer nada y optan por conformarse con las cosas tal como son. Los optimalistas, por el contrario, que se concentran en la parte positiva, saben que actuar conlleva, en ocasiones, cometer errores, pero que la buena vida no se consigue evitando errores, sino buscando activamente el bien. Concentrarse en el bien no significa ignorar el mal, sino más bien comprender que la forma más efectiva de erradicarlo es haciendo el bien. Piense cuándo podría estar utilizando la coletilla del «sí, pero...» tanto en relación con iconos culturales como con sus relaciones íntimas. ¿Qué precio tiene que pagar por esta forma de destitución? En la historia —en la nuestra, la de nuestros héroes o la del mundo— siempre encontraremos lados oscuros, manchas que mancillan la pureza. Nuestro futuro personal y colectivo dependerá de cómo decidamos hacer frente a esas situaciones. ¿Nos encerramos en una burbuja aislándonos del peligro y de todo lo que podría ensuciar nuestras manos todavía más o seguimos el arriesgado camino de Prometeo, que robó el fuego de los dioses, lo entregó a los mortales y se arriesgó a morir quemado? ¿Seguimos siendo miembros pasivos de la sociedad que únicamente desaprueban o nos convertimos en activistas sociales que mejoran las cosas? Es muy fácil criticar a grandes personalidades por sus fallos, por sus errores, pero nadie es perfecto. Como Theodore Roosevelt dijo en 1910: «No es el que critica el que tiene mérito, ni el que señala cómo se tambalea el hombre fuerte o qué se podría haber hecho mejor. El mérito es del que está realmente en la arena, del que tiene el rostro enturbiado por el polvo, el sudor y la sangre y que lucha valientemente; del que se equivoca y se queda corto una y otra vez, puesto que no hay esfuerzos sin errores o imperfecciones; del que conoce los grandes entusiasmos, las grandes devociones y se entrega a una causa noble; del que, en el mejor de los casos, conoce al fin la satisfacción de alcanzar el éxito y, en el peor de los casos, si fracasa, al menos lo hace arriesgándose, para que su lugar no esté entre las almas frías y tímidas que nunca habrán conocido la victoria ni la derrota». No causar daño no haciendo nada nos convierte en cobardes, no en santos. Los verdaderos héroes son aquellos que se permiten ser humanos, los que saben que para hacer el bien deben arriesgarse a fracasar, que si actúan, corren el riesgo de ensuciarse. Y nosotros, que nos sentamos alrededor de la mesa, tenemos que estar agradecidos y dar las gracias a estos valientes e imperfectos mortales.
viernes, 26 de marzo de 2021
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