En una ocasión, en mis primeros tiempos de refugiado, viví un incidente que me
causó una gran impresión. Había llegado con unos amigos a Kalimpong, una
hermosa ciudad india situada en las montañas del Himalaya. Alcanzarnos la cima
de una montaña, cerca de un cementerio, y nos detuvimos para preparar té, pues
estábamos cansados y hambrientos y no teníamos dinero para ir a un
restaurante.
Fui a buscar unas cuantas rocas y leña para hacer una hoguera. Cuando llegué
al otro lado de la colina vi a un anciano monje de unos ochenta años, de cara
ancha y ojos pequeños y brillantes. Comprendí, por su rostro redondo y sus
pronunciados pómulos, que debía de ser un lama de Mongolia. Estaba sentado
en una habitación muy pequeña, en la parte trasera de una vieja casa con la
puerta y la ventana abiertas de par en par. La habitación debía de medir unos
cuatro metros cuadrados. En aquel reducido espacio el monje meditaba, leía,
cocinaba, dormía y hablaba con la gente durante todo el día, sin moverse de la
cama, donde estaba sentado con las piernas cruzadas. Tenía un pequeño altar
con unos cuantos objetos religiosos, y algunas escrituras en un pequeño estante
de la pared. Junto a su cama había una diminuta mesa que utilizaba para comer y
trabajar. Cerca de la mesa había una pequeña cocina de carbón en la que estaba
cocinando su comida.
El monje esbozó una amable y alegre sonrisa y me preguntó: «¿Qué buscas?»
Le contesté: «Acabamos de llegar y estoy buscando leña para preparar té.» Con
una dulce voz, el monje me dijo: «No me sobra comida, pero si quieres
compartiremos lo que estoy preparando.» Le di las gracias, pero rechacé la
invitación porque mis amigos me estaban esperando. Luego me dijo: «Entonces
espera un momento. Cuando acabe de hacer la comida puedes utilizar mi cocina.
Todavía hay suficiente carbón para preparar un té.»
Lo que vi me impresionó profundamente. Aquel hombre era muy anciano, y daba la impresión de que no estaba en condiciones de cuidarse solo. No
obstante, sus diminutos ojos estaban llenos de amabilidad, sus afables y dignos
rasgos rebosaban alegría, su corazón estaba dispuesto a compartirlo todo, y
tenía una mente apacible. Hablaba conmigo como si fuéramos viejos amigos,
pese a que era la primera vez que me veía. Una sensación de felicidad, paz,
alegría y asombro recorrió mi cuerpo. Pensé que, debido a su naturaleza mental y
a su fuerza espiritual, aquel hombre parecía una de las personas más ricas y
felices del mundo. Sin embargo, según los parámetros del mundo materialista no
tenía ni hogar ni empleo ni esperanza. No tenía ahorros, ni ingresos, ni familia
que lo ayudara, ni subsidio, ni país, ni futuro. Además, como refugiado en un país
extranjero, apenas podía comunicarse con los nativos. Todavía ahora, cuando me
acuerdo de él, no puedo evitar sacudir la cabeza con asombro y alegrarme por
aquel hombre. Me gustaría añadir que aquel lama no es la única persona de esa
naturaleza que he visto. Hay muchos seres sencillos pero maravillosos.
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