martes, 15 de noviembre de 2022

Nadine Gordimer

 




¿Teniendo la palabra, cómo es que el escritor se convierte en uno? Soy, lo que supongo que podría llamarse, una escritora natural. No decidí convertirme en una. Y al principio, no creía ni esperaba poder vivir de ser leída. Escribía cuando niña con el gozo de aprehender la vida a través de mis sentidos –el cómo las cosas se veían, olían-; y pronto las emociones que me intrigaban o me enfurecían y que tomaban forma, encontraron una iluminación, solaz y gozo enmarcado en la palabra escrita […]. Mi escuela estaba en la librería local. Por nombrar solo algunos a los que debo mi propia existencia como escritor: Proust, Chekhov y Dostoyesky, fueron mis maestros. En ese periodo de mi vida yo era la evidencia de la teoría de que los libros están hechos de otros libros…[…]

Con la adolescencia […] Hay nuevas percepciones. El escritor comienza a ser capaz de entrar en otras vidas. El proceso de permanecer apartado y estar involucrado llega. Sin saberlo, había estado hablando de mi misma en el tema de la existencia, cuando en mis primeras historias había un niño contemplando la muerte y el asesinato y necesita terminar con un estallido violento, una paloma que es acometida por un gato, o donde hubiera una consternación y conciencia temprana del racismo que veía cuando caminaba a la escuela, y en el camino pasaba a tenedores de tiendas, ellos mismos inmigrantes del este de Europa, que tenían el rango más bajo en la escala social de la colonia angloparlante de los blancos en la ciudad minera, apenas más que aquellos que la sociedad colonial ponía hasta abajo de todos, vistos como menos que humanos: Los mineros negros que compraban en esas tiendas. Solo muchos años después me di cuenta de que si yo hubiera sido una niña de esa categoría –negra- podría no haberme convertido en escritora, pues lo que la librería me permitió hacer por mí le estaba negado a cualquier niño negro.

Hablarles de uno mismo a los demás es el siguiente paso del desarrollo del escritor. Publicar para quien quiera que leyera lo que escribía. Eso era lo que creía natural e inocentemente que significaba ser publicado, y aún lo creo, a pesar de que me doy cuenta de que la mayoría de las personas se rehúsan a creer que el escritor no tiene una audiencia especial en mente; y me doy cuenta también de las tentaciones, conscientes o inconscientes, que tientan al escritor a mantener en la esquina del ojo quien se ofenderá, quien aprobará lo que está en la página –una tentación que, como la mirada esquiva de Eurídice, llevará al escritor de nuevo a las Sombras de un talento destruido.[…] Borges dijo una vez que escribía para sus amigos y para pasar el tiempo. Creo que esto fue una respuesta frívola a la vulgar pregunta, con frecuencia acusación, de ¿para quién escribes?, casi como el consejo de Sartre de que había veces en que el escritor debía dejar de escribir y tomar acción cuando le llegara la frustración de un conflicto no resuelto entre la aflicción y la injusticia en el mundo, sabiendo que lo mejor que podía hacer, era ponerse a escribir. Tanto Borges como Sartre, desde sus extremos totalmente diferentes de negar el propósito social de la literatura, eran perfectamente conscientes de que la escritura tiene un rol social implícito e inalterable al explorar el estado de la existencia, del que se derivan los demás roles: personales, entre amigos, públicos y de demostración de protesta. Borges no estaba escribiendo para sus amigos, pues publicó y gracias a ello hemos recibido la recompensa de su trabajo. Sartre no dejó de escribir, aunque participó en las barricadas de 1968.

La cuestión de para quien escribimos persigue al escritor, como una lata amarrada a cada trabajo que publicamos. Tintinea sobre todo cuando interfiere de manera tendenciosa con la alabanza o denigración. En este contexto, Camus manejó la cuestión mejor. Dijo que a él le gustaban los individuos que tomaban bandos más de lo que la literatura podía hacer. “Uno sirve a a todos los hombres o no lo sirve para nada. Y si el hombre necesita pan y justicia, y si lo que debe hacerse se tiene que hacer para satisfacer sus necesidades, también necesita belleza pues esto es el pan del corazón”. Así Camus pedía “Valentía y talento en el propio trabajo” Y García Márquez redefinió la ficción tiernamente así: “La mejor manera en que un escritor puede servir a una revolución es escribir tan bien como pueda hacerlo”

Creo que estas dos declaraciones pueden ser un credo para los que escribimos. No resuelven los conflictos que habrán de venir, y continuarán llegando, a los escritores contemporáneos. Pero dejan ver llanamente una posibilidad honesta de hacerlo, toman la cabeza del escritor y la giran hacia su existencia: la razón de la existencia como escritor, y a la razón de la existencia como un ser humano responsable; actuando como cualquier otro dentro de un contexto social.

Estar aquí: en un tiempo y lugar particular. Esta es la posición existencial con implicaciones particulares para la literatura. Czeslaw Milosz una vez escribió: ¿Qué es la poesía si no sirve a las naciones o las personas? Y Brecht escribió de un tiempo donde “hablar de árboles es casi un crimen”. Muchos de nosotros hemos tenido esos pensamientos mientras vivimos y escribimos en tales épocas, y la solución de Sartre no nos hace sentido en un mundo donde los escritores eran, y todavía son, censurados y se les prohíbe escribir; donde, lejos de abandonar el mundo, las vidas estaban y están en riesgo y tienen que sacarse de las prisiones de contrabando en pedazos de papel. El estado de la existencia cuya ontogénesis hemos explorado ha incluido abrumadoramente tales experiencias. Nuestra visión, en palabras de Nikos Kazantzakis es “tomar una decisión que armonice con el imponente ritmo de nuestro tiempo”

Algunos hemos visto nuestros libros yacer sin ser leídos por años en nuestros propios países, prohibidos, y hemos seguido escribiendo. Muchos escritores han ido a la cárcel […]fueron a prisión porque fueron valientes al mostrar sus vidas, y han seguido tomando el derecho, como los poetas, de hablar de los árboles. Muchos de los grandes, desde Thomas Mann a Chinua Achebe, expulsados por un conflicto político y la opresión de diferentes ciudades, han soportado el trauma del exilio, del que nunca se recuperan como escritores, y algunos ni siquiera sobreviven (pienso en los sudafricanos Can Themba, Alex la Gunna, Nat Nakasa, Todd Matshikiza). Y algunos escritores, abarcando medio siglo desde Joseph Roth a Milan Kundera, han tenido que publicar nuevos trabajos primero en una lengua que no era la suya, en un lenguaje extranjero.

Y entonces en 1988 el ritmo aterrador de nuestro tiempo apresuró un frenesí sin precedentes en el que el escritor fue convocado al mundo. En el amplio periodo del tiempo moderno desde la Ilustración los escritores han sufrido el oprobio, prohibiciones e incluso el exilio no sólo por razones políticas. Flaubert fue llevado a la corte por indecencia por su Madame Bovary; Stindberg fue procesado por blasfemia por su Marrying; Lawrence y su Amante de Lady Chtterley fue prohibido –ha habido muchos ejemplos de la llamada ofensa a la burguesía hipócrita, así como ha habido traiciones en contra de las dictaduras políticas. Pero en un período donde no se hubiera creído escuchar en naciones como Francia, Suiza y Londres estos cargos en contra de la libertad de expresión, se ha levantado una fuerza que lleva su abominable autoridad más allá de las extendidas costumbres sociales, y mucho más poderoso que el dominio de un solo régimen político. Un edicto por parte de una religión ha sentenciado a un escritor a su muerte. Durante más de tres años, donde quiera que esté escondido, a donde quiera que vaya, Salman Rushdie vive bajo un edicto religioso o fatwa. No hay asilo para él en ningún lado. Cada mañana cuando este escritor se sienta a escribir, no sabe si vivirá para terminar el día, ni siquiera si alcanzará a llenar la hoja. Salman Rushdie es un brillante escritor, y la novela por la que se dio esto Los Versos Satánicos, es una exploración innovadora de una de las experiencias más intensas del ser en nuestra era: la personalidad individual transitando entre dos culturas obligadas a estar juntas en un mundo post-colonial. Todo se re-examina bajo la refracción de la imaginación; el significado del amor filial y sexual, los rituales de la aceptación social, el significado de la fe religiosa formativa de los individuos es despojada de su subjetividad por circunstancias de sistemas de creencias diferentes y opuestos, religiosos y seculares, en un contexto de vida diferente. Su novela es una verdadera mitología. Pero a pesar de que ha hecho por la consciencia post-colonial en Europa lo que Gunter Grass hizo por la post-Nazi con su libro El Tambor de Hojalata y Dog Years, quizá incluso trató de alcanzar lo que Beckett hizo por nuestra angustia existencial en Esperando a Godot, el nivel de su logro no debería importar. Incluso si fuera un escritor mediocre, su situación es de gran preocupación para cada compañero escritor, no sólo por su aprieto personal, sino por lo que implica, ¿qué nuevas amenazas para el porteador de la palabra hay? Esto debe preocuparles a todos los individuos y más que a nadie, a los gobiernos y las organizaciones de derechos humanos alrededor del mundo. Con las dictaduras aparentemente erradicadas, este dictado asesino invocando el poder internacional del terrorismo en el nombre de una gran religión, que es respetada, debe y puede ser vista por gobiernos democráticos y las Naciones Unidas como una ofensa contra la humanidad.

[…] En los gobiernos represivos en cualquier lugar -ya fuera en el bloque soviético, América Latina, África, China- la mayoría de los escritores en prisión han sido alejados de sus actividades como ciudadanos buscando la liberación de la opresión de la sociedad a la que pertenecen. Otros han sido condenados por gobiernos represivos por servir a la sociedad escribiendo tan bien como puedan hacerlo; pues esta empresa estética nuestra se convierte en subersiva cuando los pequeños secretos de nuestro tiempo se exploran con profundidad, a través de la integridad de la conciencia del ser del artista que manifiesta la vida que hay a su alrededor; y es entonces cuando los temas del escritor y sus personajes inevitablemente se forman por las presiones y distorsiones de esa sociedad tal como la vida del pescador está determinada por el poder el mar.

Hay una paradoja. Al retener esta integridad, el escritor muchas veces debe arriesgar tanto ser llamado a juicio por el estado bajo el cargo de traición, como por liberar las fuerzas de reclamo por un compromiso ciego. Como ser humano, ningún escritor puede rebajarse a la mentira del “balance” maniqueo. El diablo siempre tiene plomo en sus zapatos cuando se pone de un lado de la balanza. Sin embargo, parafraseando a García Márquez cuando habla de ser escritor y luchador de la justicia, el escritor debe tener el derecho de explorar, verrugas y todo, tanto al enemigo como al amado camarada de armas, ya que sólo una búsqueda de la verdad crea el estado de la existencia, sólo la búsqueda de la verdad se enfila hacia la justicia […] De manera literaria, de la vida “pasamos a través de los rostros de los otros, leemos en cada ojo que vemos…nos ha tomado vidas ser capaces de hacerlo” estas con las palabras de un poeta y luchador por la justicia y la paz sudafricano, Mongane Serote.

El escritor servirá a la humanidad mientras use la palabra en contra de sus propias lealtades, confíe en el estado de la existencia, como se vaya revelando, y sostenga en algún lugar sus filamentos complejos del cordón de la verdad, capaz de amarrar, aquí y ahí, artísticamente: confíe en el estado del ser para que ceda el paso a algunas frases de la verdad, que es la palabra final de todas las palabras, nunca cambiada por nuestros esfuerzos que tropiezan para pronunciarlo y escribirlo, nunca cambiado por mentiras, por sofismas semánticos, por medio de ensuciar la palabra con objetivos racistas, sexistas, prejuiciosos, dominantes, la glorificación de la destrucción, las maldiciones y las canciones de alabanza».

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