Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas. Tres cosas acababan de ocurrir me por entonces: la primera es que mi padre había muerto; la segunda es que mi mujer me había abandonado; la tercera es que yo había abandonado mi carrera de escritor. Miento. La verdad es que, de esas tres cosas, las dos primeras son exactas, exactísimas; no así la tercera. En realidad, mi carrera de escritor no había acabado de arrancar nunca, así que difícilmente podía abandonarla. Más justo sería decir que la había abandonado apenas iniciada. En 1989 yo había publicado mi primera novela; como el conjunto de relatos aparecido dos años antes, el libro fue acogido con notoria indiferencia, pero la vanidad y una reseña elogiosa de un amigo de aquella época se aliaron para convencerme de que podía llegar a ser un novelista y de que, para serlo, lo mejor era dejar mi trabajo en la redacción del periódico y dedicarme de lleno a escribir. El resultado de este cambio de vida fueron cinco años de angustia económica, física y metafísica, tres novelas inacabadas y una depresión espantosa que me tumbó durante dos meses en una butaca, frente al televisor. Harto de pagar las facturas, incluida la del entierro de mi padre, y de verme mirar el televisor apagado y llorar, mi mujer se largó de casa apenas empecé a recuperarme, y a mí no me quedó otro remedio que olvidar para siempre mis ambiciones literarias y pedir mi reincorporación al periódico. Acababa de cumplir cuarenta años, pero por fortuna —o porque no soy un buen escritor, pero tampoco un mal periodista, o, más probablemente, porque en el periódico no contaban con nadie que quisiera hacer mi trabajo por un sueldo tan exiguo como el mío— me aceptaron. Se me adscribió a la sección de cultura, que es donde se adscribe a la gente a la que no se sabe dónde adscribir. Al prin‐ cipio, con el fin no declarado pero evidente de castigar mi deslealtad —puesto que, para algunos periodistas, un compañero que deja el periodismo para pasarse a la novela no deja de ser poco menos que un traidor—, se me obligó a hacer de todo, salvo traerle cafés al director desde el bar de la esquina, y sólo unos pocos compañeros no incurrieron en sarcasmos o ironías a mi costa. El tiempo debió de atenuar mi infidelidad: pronto empecé a redactar sueltos, a escribir artículos, a hacer entrevistas.
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