viernes, 3 de febrero de 2023

Michio Kaku

    


Actualmente recibo correos electrónicos de escritores de ciencia ficción y de guionistas que me piden ayuda para mejorar sus historias explorando los límites de las leyes de la física.

Lo «imposible» es relativo
    Ya como físico, he aprendido que «imposible» suele ser un término relativo. Recuerdo a mi profesora en la escuela dirigiéndose al mapa de la Tierra que había colgado en la pared mientras señalaba las costas de Sudamérica y África. ¿No era una extraña coincidencia, decía, que las dos líneas costeras encajaran tan bien, casi como piezas de un rompecabezas? Algunos científicos, decía, conjeturaban que quizá en otro tiempo fueron parte de un mismo y enorme continente. Pero eso era una tontería. Ninguna fuerza podía separar dos continentes gigantes. Esa idea era imposible, concluía ella.
    Más avanzado el curso, estudiamos los dinosaurios. ¿No era extraño, nos dijo un profesor, que los dinosaurios dominaran la Tierra durante millones de años y que un buen día desaparecieran todos?
Nadie sabía por qué habían muerto. Algunos paleontólogos pensaban que quizá un meteorito procedente del espacio había acabado con ellos, pero eso era imposible, algo que pertenecía más al ámbito de la ciencia ficción.
    Hoy sabemos por la tectónica de placas que los continentes se mueven, y también que es muy probable que hace 65 millones de años un meteorito gigante de unos diez kilómetros de diámetro acabara con los dinosaurios y con buena parte de la vida en la Tierra. Durante mi no muy larga vida he visto una y otra vez cómo lo aparentemente imposible se convertía en un hecho científico establecido. Entonces, ¿no cabe pensar que un día podremos ser capaces de teletransportarnos de un lugar a otro, o construir una nave espacial que nos lleve a estrellas a años luz de distancia?
    Normalmente tales hazañas serían consideradas imposibles por los físicos actuales. ¿Serían posibles dentro de algunos pocos siglos? ¿O dentro de diez mil años, cuando nuestra tecnología esté más avanzada? ¿O dentro de un millón de años? Por decirlo de otra manera, si encontráramos una civilización un millón de años más avanzada que la nuestra, ¿nos parecería «magia» su tecnología cotidiana? Esta es, en el fondo, una de las preguntas que se repiten en este libro: solo porque algo es «imposible» hoy, ¿seguirá siéndolo dentro de unos siglos o de millones de años?
    Gracias a los extraordinarios avances científicos del siglo pasado, especialmente la creación de la teoría cuántica y de la relatividad general, ahora es posible hacer estimaciones grosso modo de cuándo, si alguna vez, podrán hacerse realidad algunas de estas fantásticas tecnologías. Con la llegada de teorías aún más avanzadas, como la teoría de cuerdas, incluso conceptos que bordean la ciencia ficción, como los viajes en el tiempo y los universos paralelos, están siendo reconsiderados por los físicos. Pensemos solo en los avances tecnológicos que hace ciento cincuenta años fueron considerados «imposibles» por los científicos de la época y que ahora forman parte de nuestra vida cotidiana. Julio Verne escribió en 1863 la novela París en el siglo XX , la cual quedó arrinconada y relegada al olvido durante un siglo hasta que fue accidentalmente descubierta por su bisnieto y publicada por primera vez en 1994. En ella Verne predecía cómo sería París en el año 1960. Su novela estaba llena de tecnología, que incluía faxes, una red mundial de comunicaciones, rascacielos de vidrio, automóviles impulsados por gas y trenes elevados de alta velocidad, lo que claramente se consideraba imposible en el siglo XIX.
    No es sorprendente que Verne pudiera hacer predicciones tan precisas porque él estaba inmerso en el mundo de la ciencia y aprendía de las mentes de los científicos que tenía alrededor. Una profunda apreciación de los fundamentos de la ciencia es lo que le permitió hacer tan extraordinarias especulaciones.
    Lamentablemente, algunos de los más grandes científicos del siglo XIX adoptaron la postura contraria y declararon que algunas tecnologías eran imposibles sin esperanza alguna. Lord Kelvin, quizá el físico más preeminente de la era victoriana (está enterrado cerca de Newton en la abadía de Westminster), declaró que aparatos «más pesados que el aire» como los aeroplanos eran imposibles. Pensaba que los rayos X eran un fraude y que la radio no tenía futuro. Lord Rutherford, el descubridor del núcleo del átomo, descartó la posibilidad de construir una bomba atómica, diciendo que eran «pamplinas». Los químicos del siglo XIX declaraban que la búsqueda de la piedra filosofal, una sustancia fabulosa que podía convertir el plomo en oro, era científicamente una vía muerta. La química del siglo XIX se basaba en la inmutabilidad esencial de los elementos, como el plomo. Pero con los colisionadores de átomos actuales podemos, en principio, convertir átomos de plomo en oro. Pensemos en lo que hubieran parecido los fantásticos televisores, ordenadores e internet de hoy a comienzos del siglo XX.
    Hasta no hace mucho, los agujeros negros se consideraban ciencia ficción. El propio Einstein escribió un artículo en 1939 que «demostraba» que nunca podrían formarse agujeros negros. Pero hoy día, el telescopio espacial Hubble y el telescopio Chandra de rayos X han revelado la existencia de miles de agujeros negros en el espacio.
    La razón por la que estas tecnologías se consideraban imposibles es que en el siglo XIX y comienzos del XX no se conocían las leyes básicas de la física y la ciencia. Dadas las enormes lagunas en el conocimiento científico en esa época, especialmente en el plano atómico, no sorprende que tales avances se consideraran imposibles.
Estudiar lo imposible
    Irónicamente, el riguroso estudio de lo imposible ha abierto con frecuencia nuevos dominios de la ciencia completamente inesperados. Por ejemplo, durante siglos la frustrante y fútil búsqueda de una «máquina de movimiento perpetuo» llevó a los físicos a concluir que dicha máquina era imposible, lo que les obligó a postular la conservación de la energía y las tres leyes de la termodinámica. De modo que esa fútil búsqueda sirvió para abrir el campo absolutamente nuevo de la termodinámica, que en parte sentó las bases de la máquina de vapor, la era de la máquina y la sociedad industrial moderna.
    A finales del siglo XIX, los científicos decidieron que era «imposible» que la Tierra tuviera miles de millones de años. Lord Kelvin declaró abiertamente que una Tierra fundida tardaría de veinte a cuarenta millones de años en enfriarse, contradiciendo a los geólogos y a los biólogos darwinistas, que afirmaban que la Tierra podría tener miles de millones de años. Lo imposible se mostró finalmente posible con el descubrimiento por Marie Curie y otros investigadores de la fuerza nuclear, que mostraba cómo el centro de la Tierra, calentado por la desintegración radiactiva, podía mantenerse fundido durante miles de millones de años.
    Ignoramos lo imposible aun a riesgo de nuestra propia vida. En las décadas de 1920 y 1930, Robert Goddard, el fundador de los cohetes modernos, fue blanco de duras críticas por parte de quienes pensaban que los cohetes nunca podrían llegar al espacio exterior. Sarcásticamente llamaron a su idea la «locura de Goddard». En 1921 los editores de The New York Times arremetieron contra el trabajo del doctor Goddard: «El profesor Goddard no conoce la relación entre acción y reacción ni la necesidad de tener algo mejor que un vacío contra el que reaccionar. Parece carecer de los conocimientos básicos que se transmiten cada día en los institutos de enseñanza media».
    Los cohetes eran imposibles, clamaban los editores, porque en el espacio exterior no había aire en el que apoyarse. Lamentablemente, hubo un jefe de Estado que sí entendió las implicaciones de los cohetes «imposibles» de Goddard: era Adolf Hitler. Durante la Segunda Guerra Mundial, el bombardeo alemán con cohetes V-2 increíblemente desarrollados sembró muerte y destrucción en Londres, que estuvo cerca de la rendición.
    Quizá el estudio de lo imposible haya cambiado también el curso de la historia del mundo. En los años treinta era creencia generalizada, incluso por parte de Einstein, que una bomba atómica era «imposible». Los físicos sabían que había una tremenda cantidad de energía encerrada en el interior del núcleo atómico, de acuerdo con la ecuación de Einstein, E=mc 2 , pero la energía liberada por un solo núcleo era demasiado insignificante para tenerla en consideración. Pero el físico atómico Leo Szilard recordaba haber leído la novela de H. G. Wells, El mundo liberado, de 1914, en la que Wells predecía el desarrollo de la bomba atómica. En el libro afirmaba que el secreto de la bomba atómica sería desvelado por un físico en 1933. Por azar, Szilard dio con este libro en 1932. Espoleado por la novela, en 1933, tal como había predicho Wells casi dos décadas antes, dio con la idea de amplificar la potencia de un único átomo mediante una reacción en cadena, de modo que la energía de la división de un solo átomo de uranio podía multiplicarse por muchos billones. Entonces Szilard emprendió una serie de experimentos clave y promovió negociaciones secretas entre Einstein y el presidente Franklin Roosevelt que llevarían al Proyecto Manhattan, que construyó la bomba atómica.
    Una y otra vez vemos que el estudio de lo imposible ha abierto perspectivas completamente nuevas y ha desplazado las fronteras de la física y la química, obligando a los científicos a redefinir lo que entendían por «imposible». Como dijo en cierta ocasión sir William Osler, «las filosofías de una época se han convertido en los absurdos de la siguiente, y las locuras de ayer se han convertido en la sabiduría del mañana».
    Muchos físicos suscriben la famosa sentencia de T. H. White, que escribió en Camelot: «¡Lo que no está prohibido es obligatorio!». En física encontramos pruebas de ello continuamente. A menos que haya una ley de la física que impida explícitamente un nuevo fenómeno, tarde o temprano encontramos que existe. (Esto ha sucedido varias veces en la búsqueda de nuevas partículas subatómicas. Al sondear los límites de lo que está prohibido, los físicos han descubierto inesperadamente nuevas leyes de la física) [1] .Un corolario de la afirmación de T. H.White podría ser muy bien: «¡Lo que no es imposible es obligatorio!».
    Por ejemplo, el cosmólogo Stephen Hawking intentó demostrar que el viaje en el tiempo era imposible, para lo cual trató de encontrar una nueva ley física que lo prohibiera, a la que llamó la «conjetura de protección de la cronología». Desgraciadamente, tras muchos años de arduo trabajo fue incapaz de probar este principio. De hecho, los físicos han demostrado ahora que una ley que impida el viaje en el tiempo está más allá de nuestras matemáticas actuales. Hoy día, debido a que no hay ninguna ley de la física que impida la existencia de máquinas del tiempo, los físicos han tenido que tomar muy en serio tal posibilidad.

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