martes, 28 de febrero de 2023

Ludwig Wittgenstein

 Ludwig Wittgenstein fue uno de los filósofos más influyentes del si­glo XX. Afirmarlo no es una exageración. Pero, además, fue un indi­viduo singular, con una personalidad fascinante. Nació en Viena en 1889 en el seno de una gran familia austríaca de gran fortuna y abo­lengo de origen judío, siendo el menor de ocho hermanos. Su padre era un importante industrial siderúrgico y protector de la cultura. El joven Ludwig fue educado por profesores privados hasta los catorce años. Luego cursó estudios en la Escuela Real de Linz y en la Es­cuela Técnica Superior de Berlín. Su formación como ingeniero lo llevó a inscribirse en la Universidad de Manchester y a diseñar un exitoso motor para aviones. Pronto sus intereses se desplazaron hacia las matemáticas puras y el problema de su fundamentación. El lógi­co alemán Gottlob Frege, internacionalmente famoso por ese en­tonces, le aconsejó estudiar con Bertrand Russell en Cambridge. Aunque Wittgenstein no llegó nunca a leer y a estudiar filosofía en el sentido estricto, académico, del término, empezó a hacer aproxi­maciones al pensamiento filosófico. 

Cierto día abordó al pensador gales a la salida de una clase don­de había asistido como oyente, y le dijo: «Profesor Russell, quiero que usted me diga si soy un idiota o no». Russell le preguntó la razón de una petición tan curiosa y Wittgenstein le contestó: «Porque si soy un idiota voy a seguir haciendo lo que hago, que es dedicarme a la inge­niería aeronáutica; y si no lo soy, deseo dedicarme a la filosofía». Pru­dentemente, Russell le repuso: «Verá, en verdad no sé si es usted un idiota o no. Tráigame algo que haya escrito para que yo pueda leerlo y hacerme así, quizá, una idea respecto de su inteligencia». Días des­pués, Wittgenstein volvió a abordarlo, esta vez para entregarle un es­crito. Russell lo leyó y, al día siguiente, al encontrarse con Wittgens­tein le dijo: «Usted no debe dedicarse a la ingeniería aeronáutica».

En 1913 murió el padre de Wittgenstein, y éste se trasladó a No­ruega. Construyó una cabaña en un solitario fiordo y vivió en un profundo aislamiento. Durante un año aproximadamente trabajó in­tensamente en diversos problemas de lógica y mantuvo correspon­dencia con Russell.

Al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914, se alistó como voluntario en la artillería austríaca. Durante los cuatro años que es­tuvo en el frente llevó en su mochila algunos cuadernos en los que anotaba sus pensamientos filosóficos. En 1918 cayó prisionero del ejército italiano. En el campo de prisioneros de Montecassino, Witt­genstein dispuso de tiempo libre para revisar y reordenar sus apun­tes. Desde su prisión, gracias a John Maynard Keynes, condiscípulo suyo de Cambridge, logró hacerle llegar una copia a Russell. El ma­nuscrito se titulaba Tractatus logico-philosophicus.

Una personalidad atractiva

Wittgenstein era un hombre extraño, callado, melancólico, de ex­traordinaria belleza física, cuya condición homosexual nunca logró asumir de manera explícita. Quienes lo conocieron aseguraron que tenía un influjo e influencia extraordinarios en todo aquel que lo trataba de forma personal.

Después de la guerra, fue liberado de su cautiverio en 1919. En Viena renunció a su parte de la herencia paterna en favor de sus hermanos. Se encontró con Russell y discutió con él su trabajo línea por línea. Ciertas diferencias entre las perspectivas de uno y otro se hicieron cada vez más evidentes. El Tractatus logico-philosophicus fue publicado en alemán en 1921.

El lenguaje genera un mundo para cada individuo

El mérito de Wittgenstein es que puso el tema del lenguaje en el centro de la atención del pensamiento contemporáneo. Los lengua­jes que nosotros manejamos de una manera espontánea y reflexiva dan lugar a todo tipo de trampas, equívocos y paradojas. Hay una posibilidad de hacer un lenguaje que realmente sea una verdadera descripción del mundo tal cual es, purificado de alguna forma de to­das las ambigüedades que lo constituyen habitualmente. El Tractatus es un esfuerzo por concretar una teoría del lenguaje, y a través de él una teoría del mundo. Cada uno tenemos un mundo que nos viene dado a través del lenguaje. Las proposiciones del lenguaje represen­tan de alguna forma, el mundo que existe, incluso pictóricamente. 

El Tractatus está escrito en pequeños parágrafos numerados que dan la impresión de ser un manual técnico de un aparato o algo por el estilo. Ese aparato, efectivamente, tiene que ver con el lenguaje y también con frases que tienden, de vez en cuando, a lo críptico y ro­zan lo místico. Todo el pensamiento —dice Wittgenstein—, todo lo que se expone en ese pequeño libro, cabe al final en una proposición: «De lo que no se puede hablar, mejor es callar». Es como una escalera por la cual subimos y una vez que hemos llegado a donde queríamos —a comprender lo que queríamos— la olvidamos por­que lo que cuenta es haber llegado a ese estadio de mayor lucidez. Ese pequeño Tractatus fue presentado como una especie de tesis doc­toral, apadrinada por el propio Russell, que le escribió un prólogo, y por George Moore. Hubo un debate de lo más animado porque Wittgenstein no era precisamente muy respetuoso con sus mayores y discutía con ellos, dejando de lado sus antecedentes y prestigio. Y al final, cuando Russell y Moore le otorgaron el reconocimiento aca­démico que había buscado, él salió pasando el brazo confiadamente por encima de cada uno de ellos diciéndoles: «Ustedes nunca enten­derán nada».

En 1922 Russell le animó a publicar en Inglaterra su texto con una introducción para facilitar la edición del libro. Wittgenstein no aprobaba la introducción de Russell, convencido de que mostraba incomprensión de aspectos centrales de su trabajo, y ambos se dis­tanciaron definitivamente.

El Tractatus

El Tractatus gira alrededor de siete tesis. La primera afirma que el mundo es todo lo que sucede. La segunda introduce la noción de hecho atómico y lo define como combinación de entidades. De tal modo, una cosa cualquiera sólo puede ser pensada a partir de los he­chos atómicos en que puede entrar. Podemos pensar una silla, por ejemplo, sólo a partir de los hechos en que ella puede aparecer, como el que alguien se siente en ella, o se pare en ella, o que se la ponga junto a una mesa, o cerca de una puerta, etcétera. Así, no podemos pensar ningún objeto fuera de la posibilidad de su conexión con otros. La tercera tesis define el pensamiento como figura lógica de los hechos. Señala, en consecuencia, que lo que es pensable es tam­bién posible. La cuarta tesis enfatiza la relación entre pensamiento y lenguaje. Señala que la mayoría de las cuestiones filosóficas no son falsas, sino que simplemente carecen de sentido. Para demostrar esta afirmación, Wittgenstein introduce una serie de precisiones respecto del simbolismo lógico. Es aquí donde el famoso proyecto de Russell de presentar un edificio deductivo de la lógica y la matemática es radicalmente criticado. Y es en el curso de tal crítica que Wittgens­tein despliega su original concepción del simbolismo y de la lógica misma. Una de las aportaciones más celebradas para el ámbito del simbolismo lógico es su propuesta de las tablas de verdad. En la quinta tesis se introduce la noción de proposición elemental, y en la sexta se analiza la forma general de las funciones de verdad y de las proposiciones. Es a la luz de estos desarrollos que el Tractatus expone su afirmación más polémica: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo». Esto significa, en primer lugar, que los lí­mites del mundo son también los límites de la lógica. Nada podría ser ilógico, porque si lo fuera no pertenecería al mundo. En segundo lugar, que el mundo es mi mundo; de modo tal que yo soy mi mun­do. Y, en tercer lugar, que el lenguaje es comprendido como esen­cialmente privado. Contra ello reaccionaría el propio Wittgenstein en su obra posterior.

 Finalmente, la última tesis del Tractatus, «De lo que no se puede ha­blar, mejor es callarse», es quizá la más famosa. Fue entendida como una crítica al discurso metafísico, pero también podía interpretarse como un llamamiento a cierto tipo de silencio místico y a una re­novada humildad del discurso humano. El propio Wittgenstein de­claró en el Prólogo que lo más importante de su obra no era lo que decía, sino precisamente lo que callaba.

Un adiós a la filosofía

Entre 1920 y 1925, Wittgenstein abandonó la filosofía y trabajó como maestro en varias aldeas austríacas. En 1926 ingresó como jardinero en un monasterio cerca de Viena. También se dedicó a diseñar y construir una casa para una de sus hermanas, tarea que lo ocupó du­rante dos años. En 1927 conoció al filósofo Moritz Schlick y, a tra­vés de él, a Rudolf Carnap y a FriedrichWaissmann. Se reunió pe­riódicamente con ellos y comenzó nuevamente a discutir problemas filosóficos. En estas discusiones, Wittgenstein sintió una creciente in­satisfacción con las doctrinas del Tractatus que tanto maravillaban a sus amigos y decidió que su trabajo no estaba terminado.

En 1929 regresó a Cambridge y obtuvo el doctorado en filoso­fía. Dio una importante disertación conocida como Conferencia sobre ética y comenzó a dictar clases reducidas, que pronto se hicieron fa­mosas. Enseguida empezó a circular el rumor de que estaba desarro­llando una filosofía radicalmente distinta de la del Tractatus. No eran rumores vanos. En poco tiempo, Wittgenstein dio a conocer una fi­losofía completamente diferente. Dejó de lado la búsqueda de un lenguaje puro que estuviese al margen de la turbulencia de los len­guajes reales. Su idea central fue que no hay una esencia pura del lenguaje —porque no hay una función básica del lenguaje de la cual todas las otras serían derivadas o dependientes—, lo que hay son di­ferentes juegos de lenguaje mediante los cuales interactuamos, y las palabras tienen sentido sólo respecto de su uso. Por lo tanto, pregun­tar por un juego de lenguaje es, en el fondo, preguntar por una for­ma de vida, de interacción, de convivencia.


En 1937, cuando Alemania se anexionó Austria, Wittgenstein adoptó la ciudadanía británica. Los apuntes de sus clases comenzaron a circular por círculos cada vez más amplios. Durante toda la Segun­da Guerra Mundial colaboró como enfermero en Londres y en Newcastle. En 1947 renunció a su cátedra en Cambridge y se esta­bleció en Irlanda, donde falleció víctima de un cáncer cuatro años después.

Una vida maravillosa

Wittgenstein tenía un grupo de adoradores que le seguían verdade­ramente como si fuera, no un filósofo, sino un gurú, un personaje místico. Cuando se anunció que iban a salir editadas las Investigacio­nes filosóficas —que no es un libro precisamente divertido ni senci­llo— en todas las grandes librerías, en especial en Cambridge, sus adictos formaron colas interminables desde la madrugada, porque nadie quería quedarse sin la obra de este pensador singular. Su in­fluencia en un primer momento fue absoluta en toda la filosofía an­glosajona, mientras que en la Europa continental fue visto con bas­tante distanciamiento, con rechazo, e ignorado en buena medida. Cuando murió relativamente joven, a los sesenta y dos años de edad, le pidió al médico que lo estaba atendiendo que le transmitiera a sus amigos: «Dígales que he tenido una vida maravillosa». No tenemos por qué no creerle.

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Savater, Fernando La aventura del pensamiento, Ed. Sudamericana,

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